Nulla dies sine linea

09 marzo 2010

Refugio

Echó una mirada retrospectiva sobre un largo trecho recorrido, sobre toda su vida matrimonial, y el trecho le pareció una calle larga, cansada, desierta, donde un hombre solo arrastraba pesadas cargas en medio del polvo. Detrás, en alguna parte, más allá del polvo, sabía que se escondían las verdes y brillantes cimas de la juventud.
'Klein y Wagner' , Hermann Hesse

Era difícil mantener la mirada de sus ojos desquiciados, impulsados por una desesperación en la que él mismo se veía años atrás, el recuerdo de su mujer que tal vez nunca le amó, las décadas perdidas en pos de nada, una quimera que se desinflaba sola en el aire, invisible, y producía ese fondo amargo en el interior, minándolo hasta dejarlo por completo cubierto de escombros.
Pedro llegó a casa hacía 4 semanas, y la hospitalidad brindada para ayudar a un amigo fue de lo más sincera por mi parte, aunque traía consigo el inconfundible hedor del fracaso existencial, esa sombra que un día se instala en la vida de los hombres y ya jamás los abandona. Pero antes de recurrir a mí pasó una temporada de huésped en esos bares a los que acudes penitente para dejarte reposar sobre la barra y balanceas acompasado un vaso de whisky con hielo, locales de música suave que mezclan lo elegante y lo gentil con una capa fina, casi invisible, de algo sórdido y lánguido; habitado también por todas aquellas anónimas historias que esconde cada ciudadano común, unos individuos más en la maraña de la sociedad, paseantes entre las tripas de la ciudad; historias que laten etéreas sin llegar nunca a conocerse.
Le ofrecí un lugar donde seguir en desacuerdo con la vida, y su pesimismo era contagioso y embaucador, extraña combinación de sensaciones la que despertaba en mí el viejo mastín, viejo amigo de tantos sentimientos compartidos y aventuras desmedidas, de reír con todo y llorar por nada, la magnífica impresión del amanecer sobre nuestros rostros vencidos en alguna terraza de cualquier ciudad, lamiendo cercanas las olas o el olor a asfalto recalentado.
Fuimos recordando tiempos en largas jornadas nocturnas con la madrugada de compinche. Las personas raramente hablamos de aquello que no olvidamos nunca, preferimos comentar siempre las cosas intrascendentes, las que pasan superficialmente por encima de la capa que recubre la piel y su coraza; pero guardamos respetuoso silencio sobre aquellas que nos han marcado. Un Pedro totalmente abierto ya en su última andanada y yo hablábamos parsimoniosamente de su mujer, de lo humano y lo divino hasta que vacías nuestras botellas el sol se presentaba amenazador entre las rendijas de la persiana del salón. Muchas veces Pedro se quedaba dormido en el sofá y entonces observaba su cuerpo abatido y pensaba. Él la seguía amando. En cada palabra de odio y dejadez, en cada simulacro de indiferencia se escondía una ternura implícita que brotaba invisible y cubría el vaho del ambiente al hablar de su mujer. Pero la herida era demasiado real por el tiempo transcurrido, era la seguridad de haber perdido años sin dignarse a perseguir sueños necesarios e imposibles, y ella ya no le quería porque las fauces del tiempo habían devorado la pasión y habían devuelto el aburrimiento y la apatía. Y eso es algo que no se puede curar simplemente a base de alcohol y melancolía de amistad. Es la vida perdida, el sentimiento vital desfallecido, los temblores que fui testigo los últimos días, cuando se fue poco a poco abandonado; ese llanto desesperado, el agarrarse al marco de las puertas y caer al suelo con los brazos muy abiertos y los labios desencajados. Sin llevarse al estómago nada que no fuera ginebra o volcánico vodka, y dar paso a las silenciosas tinieblas que revestían mi piso cuando, inconsciente, se derrumbaba sobre la cama.
Fue una tarde de principios de noviembre cuando me impactó la imagen de una bañera a rebosar de agua y sangre, de sangre y un cuerpo lívido que hacía desbordar esa mezcla de líquido y muerte.
El caso es que Pedro se mató para huir de un mundo que le provocaba demasiado daño, y tal vez ya lo decidió el mismo día que se levantó y se dio cuenta que sólo un camino siempre igual y desecado había sido su vida, al lado de una mujer que no le quería pero respetaba su apellido y su posición. Probablemente ya lo asumió al adentrarse en las vencidas noches de los locales de solitarios perdedores con hálito de Bourbon y luego venir a mi casa a buscar su abrigo de despedida, el último refugio donde hablar al fin de cosas que siempre callamos, pero que van destrozando por dentro, poco a poco, comiendo las entrañas, hasta anhelar un adiós que sabe a liberación.

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