Nulla dies sine linea

29 marzo 2010

Esperar

Existía una promesa de lluvia en el cielo que comenzaba a anochecer, impregnando la ciudad de tonos grises y cetrinos de este huraño martes primaveral. Ella estaba apostada sobre la esquina de la avenida junto al parque, los ojos puestos en los viandantes con una expresión de tensa expectativa, mientras daba rápidas miradas, casi como reflejos instintivos, al reloj de muñeca. ¿Por qué tardaba tanto? Se supone que ésta es la hora en la que debería verle, aparecer por la avenida rumbo a su casa.
Con el tiempo memorizó bien los itinerarios y rutinas del hombre por el que había aprendido a esperar, sus movimientos y la forma de convivir con el barrio y su calle.
Algunos niños corrían tras una pelota por entre las piernas de sus madres y la acera, totalmente indiferentes a la ciudad y a aquellos quienes la habitaban, sólo reían despreocupados en una etapa de maravillosa ignorancia pero con bastante lucidez.
Pasea con pequeñas zancadas, apenas unos metros, arriba y abajo, con una calma inquieta de un semblante suntuoso que se adivina debajo de la chaqueta, esa ondulada marca de los pechos y sus andares de leve contoneo por la pronunciación de sus caderas. El rostro es hermoso pero de gesto impasible y rasgos cincelados, la frente alta, las cejas duras, y aún no se le ha visto un atisbo de sonrisa en su boca tallada a rojo carmesí.
Sobrevenía algo eléctrico en el aire, un viento nordeste que anticipaba tormenta levantaba bolsas y papeles del suelo y algunos peatones acrecentaban el paso encogiéndose sobre sí mismos. ¿Dónde demonios está? Consulta fijamente el reloj, como si al clavar la mirada penetrante sobre la esfera precipitara los acontecimientos, o al menos los provocara.
Se percata y fija entonces la mirada en la figura que avanza calle abajo, dirección al parque; un hombre de cazadora vaquera marrón y espalda turgente que se protege del resol y el viento con unas gafas oscuras.
Ella se movió tres zancadas hacia delante. Un poco más tarde de lo habitual pero por fin aparecía. Caminó despacio de forma transversal hasta quedar prácticamente detrás, con una decena de metros de separación mientras él metía la mano en el bolsillo del pantalón para sacar las llaves. Abre el portal, ella ya se encuentra a su vera, y entra, sin que se percatara, inmediatamente pegada a su cazadora, en un movimiento rápido. Esa sensación cuando percibimos una presencia es la que le hace volverse. Sus ojos al principio expresan desconcierto y sorpresa. Ella da un puñetazo, un golpe ascendente rápido y seco a la boca del estómago, tal como le enseñaron. Se dobla sobre sí mismo con un hueco ‘¡hooo…!’ y permanece medio inclinado, casi de rodillas. La puerta está cerrada, no se oyen ruidos en las escaleras y el ascensor está parado, al menos de momento; tiene que ser rápida. De su chaqueta saca el imponente cuchillo de hoja plateada y mango de madera gris. Él tardó unos segundos en ver el reflejo del filo, y sus ojos entonces se abrieron por un repentino asombro que escondían resquicios de entendimiento. No hubo lugar para las suplicas porque de un mecánico gesto ella hundió la hoja en su cuello, en la parte derecha, oblicuamente a la altura de la clavícula, que se partió con un sonido hueco, como el emitido por el hombre al que se le acababa la voz y la vida. La sangre brotó aparatosamente, saliendo un chorro vertical, formando un violento abanico en el suelo con grandes pegotes de gotas de un color intenso. Ella pudo oír el desgarro de la carne y los músculos al sacar el filo haciendo un esfuerzo con las dos manos. Él se derrumbó sin emitir ni un murmullo de espanto o resignación. Alguien en un piso superior puso el ascensor en marcha.
Salió rápido pero no precipitadamente del portal y encaminó calle arriba, dejando atrás en un lacerante cenagal de sangre al hombre que dos meses atrás la había violado. Dos meses de silencio, de conocer, de investigar, de verle entrar y salir, de esperar.
Las gotas comenzaban a precipitarse sobre la ciudad, ya nocturna, con un constante tintinear cuando seguía caminando y permitía que el agua del cielo empapara su frente.

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