Nulla dies sine linea

13 junio 2015

Su rival



Sintiendo su respiración acompasada, en aquel silencio que evocaba paz, ella le miró una vez más mientras dormía, descansando boca abajo, y acarició su mejilla lastimada, el párpado cerrado sobre el bulto. Velando su sueño y llenando la ausencia, era la única que podía entender por qué peleaba. Qué le empujaba a ser cada vez mejor, a medirse y exponerse en retos más difíciles.
Puede que otros se suban a un ring por el reconocimiento o por las medallas, tal vez por los aplausos efímeros y la volátil fama; o la adictiva sensación de adrenalina, la combinación de emoción y riesgo, del todo o la nada separados por un golpe certero.
Pero a él no le motivaba ser reconocido como un pegador nato, como un hábil oponente que sabe combinar con destreza  y mantener la cabeza fría incluso estando contra las cuerdas. Nunca anheló las glorias de ese campo, su estética y submundo, ni le gusta ser alguien que pueda dar la sensación de agresividad fuera del cuadrilátero.
Ella le ve cada día, en las cosas que hace y dice, en lo que sueña y olvida, en los hematomas que desgarran por dentro y amargan los recuerdos; y sabe que su rival más temible es su cabeza, las ansiedades y la ambición de probarse como medio para conocerse. Luchar contra lo que se puede o lo que se debe, contra el pasado y contra los límites, batirse por dominar también a la vida y sus excesos, la voluntad y la entereza, el tesón que se requiere para enfocar algo y no claudicar.
En cada golpe, en cada gota de sudor y sangre, echa los restos del coraje y también purga el bloqueo, las traiciones, la rabia, la lucidez amarga del que combate porque sabe de algún implacable instinto de dualidad. Estar bien o estar mal. Allí se refleja.
Ella conoce sus largos silencios, su fría mirada de concentración la noche antes de los combates, y aunque siempre hay un momento de insatisfacción y de duda, sabe que hoy ya terminó pero mañana subirá de nuevo los peldaños y se pondrá los guantes una vez más, enseñándole la sonrisa al miedo, ofreciendo su mueca burlona al peligro, porque ni los golpes ni las contusiones, ni el sacrificio o el dolor pueden esconder la realidad de que a quien tiene enfrente es otro yo; la absoluta convicción de que la única pelea que vale la pena, la que se nutre igualmente de la victoria o la derrota, es la que se libra contra uno mismo.

04 mayo 2015

Pantallazos (4) y cierre



Él era un tipo de pocas palabras, reservado, astuto, de los que prefieren escuchar antes que hablar y esto no lo hacen a no ser que sea necesario, oportuno. Brillante en sus reflexiones y en su sobria educación, los que le conocíamos bien sabíamos interpretar sus miradas de melancolía o ilusión, esa forma de comunicarse con sus allegados con un gesto, una expresión, una caricia o un silencio.
José Vicente solía argumentar que si habíamos sido dotados con dos orejas y una sola boca no era por mero capricho o casualidad. Siempre lo admiré y respeté, incluso en sus neuras y fobias, en sus personalísimas manías.
Había que tenerle tomada la medida y saber por dónde abordarle, el momento oportuno, y entonces podías disfrutar de una de las charlas más amenas, fascinantes y lustrosas. Su extrema lucidez y su brillante cultura, a la que algunos acudíamos en busca de apoyo o consuelo como otros se acogen a la Biblia.

Recuerdo con especial cariño una noche, dos años antes de que muriera, dando buena cuenta de sendos whiskies (escocés, ¿acaso existen otros?), buscando en la bebida los pretextos para atenuar los remordimientos propios; apoyando los labios en el vaso, silenciosos como sombras sobre la hierba, entendiendo esa ausencia de palabras como un ritual enriquecedor.
Y rompiendo nuestros pensamientos, con la tercera ronda empezamos a recordar, como dos viejos corsarios de los viajes cinematográficos, algunas de nuestras mejores memorias de celuloide.
José Vicente atacó pronto, como solía, hacia lo noir: "
Qué te puedo contar de aquella primera vez que vi a Richard Widmark en pantalla, tirando a una anciana en silla de ruedas escaleras abajo. Era muy joven, y el impacto de esa imagen me quedó grabado en la retina de forma perdurable". Mientras remarcaba el acento en la palabra joven yo adivinaba su mirada empañada de sueños que nunca fueron, de vidas que nunca se llegaron a dar, y podía anticipar el inicio del fin.
Después de anécdotas mutuas añorando el cine de Henry Hathaway, homenajeamos al célebre Fritz Lang, hablando de la turba de enfurecidos pueblerinos que quieren linchar a Spencer Tracy o del despiadado amante de Barbara Stanwyck que interpreta un desgarbado Robert Ryan.
Nos reímos con franca alegría no exenta de nostalgia al rememorar a aquellos jóvenes precoces en el alcohol y en el sexo de la maravillosa El soplo al corazón, o la matriarca loca de La banda de los Grissom, arremetiendo contra todo, subfusil en mano.
Sus ojos centelleaban de la emoción del recuerdo, volviendo a vislumbrar en su cabeza todas aquellas secuencias que habían coloreado su pasado.

Le dedicamos un obligatorio espacio a la memoria de Mastroianni,
"Aquel tren que se va definitivamente en Los Girasoles, dejando a Sofia Loren en el andén de la estación, ese amor que el tiempo y las circunstancias que les tocó vivir hicieron imposible", le remarco. "O ese perseguido escritor que le grita ‘¡Soy maricón!’ a la estupefacta ama de casa en Una jornada particular", me replica. Celebro su buena memoria, y seguimos un rato charlando de cine del país de la bota, del camisón de la Loren en Matrimonio a la italiana y de otras inimitables damas: "Recuerda -le azuzo, con picardía- cómo se paran todos y la forma en que miran, cuando aparece después de una hora de película Claudia Cardinale irrumpiendo en el salón, el rostro de Lancaster mientras bailaba con ella su último vals".
Sacamos a relucir con sorna aquel terrible acento español de Ava Gardner que trataba de pasar por autóctono en La condesa descalza.
 "Ava, que era mucha mujer para lo que estábamos acostumbrados por estos lares, puso Madrid patas arriba -me dice-.Tanto que Sinatra se presentó aquí, intentando pararle los pies a la desbocada y libidinosa señorita".
Reímos de nuevo y con esa fantástica sensación recordamos cómo McCrea en Los viajes de Sullivan descubría que la risa es lo único auténticamente necesario para que los perdedores y los parias de la tierra olviden por un momento su condición de derrotados.
"Hubiera dado mi mano derecha por una mujer con la voz de Veronica Lake. Sólo para que me susurrara por las noches al oído, antes de dormir".
Con las siguientes copas charlamos con desbocada admiración porteña sobre Aristarain y esa pareja artística inseparable que encontró en Federico Luppi, soñamos también con nuestro lugar en el mundo y el tiempo de revancha; incluso con los lugares comunes.
Cuando ya estábamos entonados sin remedio de alcohol y recuerdos le dije que se parecía al oso beodo que tenía Newman de mascota en El juez de la horca, y a lo mejor fue la referencia a ese instrumento lo que le hizo asociar y enlazar, ponerse serio y trascendental y confesar que siente un escalofrío cada vez que piensa en la época en que se concibió Antes de la lluvia, ese viaje triangular al corazón del odio y análisis de los nacionalismos asesinos.

Le sentí nostálgico, le sentí lúcido, y comprendí cómo en mis buenos años yo acostumbraba a impostar las sensaciones de esa trinidad formada por la juventud, el amor y la muerte. Hay cosas que no se pueden disfrazar.
Me explicó cómo el cine había servido de canal para entender su propia existencia, para ayudarle a labrar unos códigos personales y también a crearse una idea sobre la supervivencia, los seres fronterizos, los deprimidos, los enamorados, los héroes, la derrota, la fidelidad, la victoria, el crepúsculo y la sensación de vacío.
Cuando la enfermedad le acorraló, no quiso agonizar en un hospital. El mismo día que terminó sus memorias se puso una escopeta en la boca.
Yo supe entonces que siempre que recordaba películas era una coartada para reflexionar sobre sí mismo, que hablaba de cine pero en realidad estaba hablando sobre la vida.