Nulla dies sine linea

24 febrero 2011

Necesidades

Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad. Ser independiente es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los fuertes.


Si, como afirma Nietzsche, la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar, entonces debería de admitir que Jaime vale más bien poco. No es que sea una ruina de hombre, es que está demasiado necesitado de los sentimientos propios en cuerpos ajenos. Las veces que nos alejamos demostró ser tristemente dependiente de todo lo que significo, de su necesidad vital de mi compañia, de la incapacidad de navegar solo por el difícil mar de la vida y sus dificultades, las derrotas que tienden a asolar y que todo hombre debe aplacar.
La inteligencia de Jaime se malgasta en decisiones que ya han tomado otros, y nunca en su vida tuvo la sensación de que de sus manos dependía el equilibrio de algo, aunque fuera la cosa más simple. Su cuerpo cansado, lleno aún de energía, más pequeño de lo normal, envejece a mi sombra gigantesca. Lleva muchos años viviendo en mi nombre.
Pero el género humano es una rama contra la tempestad. Si el alemán estuviera en lo cierto, el tuétano de un carácter sólo se descubre en su reacción frente a las adversidades, en la batalla contra el yo, en la autogestión de las emociones. He visto en terceras personas individuos hacer tripas de sus propias cenizas, escupir una gran bola de orgullo y alimentarse de él, conservar la dignidad aunque el adiós les estuviera consumiendo por dentro, decir "hasta aquí hemos llegado" aunque su primera idea del trayecto era un viaje hacia la eternidad. Tipos que sobreviven con su propia conciencia, que saben de las noches en vela y pueden describir el tremendo silencio que sacude una casa a las 5 de la mañana, tan sólo disimulado por los latidos de su corazón y esa carencia de besos ausentes en la piel que susurra palabras de derrota entre las sábanas.
Afortunadamente, o tal vez por desgracia, Jaime demostró siempre ser lo suficientemente débil para volver, para no poder soportar ese caminar por el desierto, esa travesía sin agua que son los días sin consuelo de las ilusiones rotas. Un hombre enfrentado a sí mismo es una criatura vulnerable, que debe aprender a estar solo, que se ve obligado a hacer de ello su rutina, que debe construir a partir de esas ruinas y conseguir que llegue a alzarse un palacio donde antes había escombros barridos por el temporal, astillas rotas entre el resultado del fracaso.
Pero yo no gano nada con eso, no puedo sobreponerme a la fortaleza ni me conviene. Gracias al cielo lo conservo a mi lado, y Nietzsche siempre me dio un poco igual. No quiero otra cosa que su fiel lealtad, su compromiso incondicional. Había canjeado mi primera juventud por fortalecer esa posición, y la desesperación había sido el material con que había construido mi éxito. Y con la juventud la vida se había llevado la frescura del amor. Pero tengo a alguien que nunca va a poder seguir adelante sin mí. Eso me reconforta. Es un seguro vital de triunfo marital y social. No me importa que probablemente nunca más vuelva a mirarme al espejo y verme con la llama casi voraz del amor ardiéndome en los ojos, he aprendido a pequeños enamoramientos pasajeros sin esperanza, a mejorar o empeorar nuestra relación dentro de la misma dinámica; a ser una niña preciosa perdiendo el hechizo de la vida demasiado pronto en las viejas, tristes y patéticas discusiones que conforman la cotidiana uniformidad.
"Es un privilegio que esté permanentemente enamorado de mí", le djie ayer por la noche a mi mejor amiga mientras sorbíamos la tercera copa. Me miró seria con una media sonrisa de inquietud en los labios. "Tal vez te equivoques", vino a decirme con su teoría sacada de la visón misma. Afirmó que él consigue conmigo lo mismo que yo saco de la relación. También existe un aclimatamiento y unos pilares de la vida proyectada que empiezan siempre en mi rostro. A fin de cuentas, no existe el triunfo sin una mujer. Pienso y analizo. En el amor también hay algo de interesada estabilidad, o necesaria inercia. Dependencia. Todo lo imaginable pasa por mí, no está dispuesto ni acostumbrado a lidiar con cualquier otra cosa, también prefiere la comodidad conocida. Está institucionalizado, tan adiestrado a estar juntos que su idea de vida tiene sentido con esa parte del puzzle que yo completo y da sentido a la buena posición; compartimos puntos de vista parecidos sobre el omnipresente futuro.
Maldita sea, tal vez ella tenga razón, me necesita para la rutina, no es nadie sin mi presencia, pero de enamorado nada; me desengaño al descubrir que ambos vivimos mutuamente esta farsa recíproca que se aliementa uno del otro, la necesidad de una constante como estandarte de vida, la prioridad de un engaño que llamamos futuro; y lo más imperceptible: el regusto que el bienstar no esconde de vivir en lo que aún se tiene pero pertenece a un fulgor pasado, esa agotadora sensación de luz a punto de apagarse.

14 febrero 2011

Oportunidades

Mientras caía la lluvia sobre los tejados grises de la ciudad, ella pensaba futilmente en la corriente de su vida: momentos resplandecientes y sucios estancamientos. Pensaba que el miedo había marcado la mayor parte de los procesos de su existencia, ese miedo bárbaro e inmaduro que tanto daño había causado; le averguenza el hecho de que gente buena y honesta habían sufrido sus aventuras mentales, de las que sólo ella había salido indemne. Todo lo que sucedió tendrá que asentarse, con años y experiencia, y valorar si fue un error, si tal vez sea el mayor fallo cometido, la opción que escogió y que debe asumir. Comprendía que iba a necesitar mucho tiempo, mucho más del que pudiera disponer, para pegar aquellas extrañas y enojosas imágenes en el álbum de su vida.
La cobardía le hizo huír. Tan lejos que llegó al punto de partida anterior. Todo había acabado. Había adoptado el método más violento, el más injusto y cruel, aunque el más débil para escudarse de las puñaladas de la memoria. Él se había echo dueño de sus anhelos juveniles, y de sus insondables profundidades, había extraído de ella una ternura que a ella misma le sorprendía, una amabilidad y generosidad que no había demostrado con nadie más. Y había provocado mucho más que una admiración apasionada: mantenía hacia ese hombre un profundo e imborrable afecto, y guardará su amor a través del tiempo. Y es que había sido como un sueño que ha esperado tanto y que ya nunca esperaba encontrar, por eso es reticente a que se desvanezca en una atmósfera sin color. Todo lo hermoso será una batalla ganada al olvido, habitará en su memoria; las mujeres pueden hacerlo, pero ellos no, por eso le duele la certeza de que él lo recordará siempre, pero no por la belleza que tuvo sino por la amargaura que dejó, la gran amargura. Todos los años sin volver a verla, sin volver a besarla, una puerta cerrada y atrancada...porque no se atrevió a ser su mujer.
Por eso cuando apareció ese chico, joven y despierto, que sin pensarlo ni un segundo se dedicó en cuerpo y alma a enamorarla y lo consiguió, vio una rendija en las ventanas cerradas de su rutina, de su prometido de siempre, de su aburrimiento. Como una segunda oportunidad que se le ofrece a las personas que menos lo merecen. Como si el abismo al que él conscientemente le arrojó con su indiferencia pudiera ser remendado. ¿Sería capaz de hacer justicia con el brillo que irradiaban sus ojos? Parecía de repente que quedaba mucho en la vida, a condición de que ese renacimiento de viejos intereses no significara que huía de nuevo de ellos, que huía de nuevo de la vida.

05 febrero 2011

Fabulosa



¿Recuerdas aquella vida en que nunca te escondías, que defendías a muerte lo que solías creer? Mira cómo has traicionado toda mi ilusión.


Nunca me he fiado de la gente que no tiene dudas. Yo que siempre ponía un interrogante a cada cosa, que mis inquietudes superaban mis certezas, que esperaba constantemente y con interés una respuesta que fuera más allá de "porque sí" o "porque no". Por eso me fascinó tanto aquella mujer. Ella era un animal de raza. Una entre un millón. Sus padres eran caso aparte, un reducto de otra época. No contentos con llevarse a todos sus hijos a un colegio religioso como si fueran ovejas, se empeñaron en transmitir sus propios anticuados valores y creencias en ellos. Pero esta chica era deliciosamente discordante, una mente muy fuerte, con ese toque de provocación en la mirada, esa boca pequeña y enteramente besable; una de esas jóvenes que no necesitan hacer el menor esfuerzo para que los hombres se enamoren de ella, fuertemente independiente, rabiosamente bella. Durante largos períodos odiaba cordialmente a su familia. Decía las cosas según le venían, tenía ese punto de bastedad que a veces se dan en las naturalezas grandes y finas. Y detestaba al resto de mujeres. Representaban para ella las cualidades que sentía y despreciaba en sí misma: bajeza, orgullo, cobardía y mezquina deshonestidad.
Era muy sensual y eternamente perturbadora, como si todos los pecados imaginables pudieran tener cabida en su cuerpo. Buena parte de de esa atracción radicaba en su forma de ser, en su cabeza en constante actividad, su lucidez, sus certezas, ese enorme sentido común con un toque alocado. Me encantó su extraña y excéntrica sabiduría, la forma de pensar por sí misma y de mantener sus principios aunque tuviera que ir contracorriente. Utilizaba a los hombres porque sabía de sus virtudes y miserias, podía manejarlos como si fueran un coche de dirección asistida y sacaba provecho de ello; era fácil intuir que quería poder llevar una vida que fuera una cadena de aventuras con un hombre en cada eslabón. Para ella no era más que un sencillo juego.
Al conocernos se engancharon nuestras personalidades. La primera vez que quedamos a solas, después de días de disimular y de mucho hablar, me miró de forma provocativa mientras sus ojos centelleaban y me preguntó: "¿Quieres besarme?". Sin duda no perdía el tiempo, sabía lo que quería e iba a por ello. La besé como si me fuera la vida en ello. Como si todos los caminos de mi existencia tuvieran como final del sendero ese beso.

Unas semanas después estábamos profunda y apasionadamente enamorados. Aquellas cualidades inconformistas de nuestra forma de ser que habían echado a perder media docena de romances quedaron ahogadas por la gran ola de emociones que nos arrastró. Nuestras anteriores aventuras amorosas nos parecían cosa de risa. Pensábamos que la vida era inevitablemente nuestra. A ella le gustaba beber tanto como a mí, y su conversación se tornaba más espectacular y sobria según se empapaba del fruto de las botellas, y así echamos a andar por los sensuales y vibrantes caminos de la noche; y en la dulzura de sus ojos puestos en mí había más embriaguez que en el vino.
Llegamos a ese punto donde la experiencia te hace sentir el miedo de que ese pueda ser el punto culminante, el cénit de la cúspide del amor y que desde ahí todo sea incontrolablemente hacia abajo. Siempre se llega a una intersección donde todo el amor construido se torna en destrucción. El amor y la belleza pasan. La belleza está en el aroma de la flor de la juventud, y cuando la flor muere...
Pero la belleza estaba en nosotros, era ella la más preciosa criatura, la más incorformista y trangresora; se había enfrentado a todo lo impuesto en su entorno y había ganado una identidad propia, una inimitable forma de ser y de pensar. Un día la agarré suavemente por los hombros y fíjamente deleitándome en sus bonitos ojos le dije: "aunque pierdas nunca te sientas derrotada, tienes algo que muy pocas personas pueden tener, esa forma de ser tú misma, de vivir a tu manera, de ser parte de la sociedad pero sin dejar de tener la visión crítica; eres la chica más increíble que conocí nunca. Ya eres una ganadora por eso".


"Léete este libro", "mira esta conferencia", me decía con la misma desenvoltura y naturalidad con la que se bebía media botella de ginebra. Ella sabía que en pocos hombres podía encontrar lo que yo le daba. Un contrapunto a su elegante y natural inteligencia, una referencia intelectual que le combatiera de tú a tú en los envites de conversaciones nocturnas y con espejismo de trascendencia, la misma forma arrogante de despreciar a jerarquías y manipuladores, de defender nuestras libertad por encima de todo, de que el cerebro siempre primara por encima del físico, aunque el nuestro fuera cautivador. La gente entonces nos perdonaba nuestra actitud y nuestra vanidad, nuestra manía de tratar a la gente como si fueran imbéciles y salirnos con la nuestra.
Fantaseábamos con educar a nuestros hijos en libertad, en imprimir valores que no estuvieran sujetos a ninguna moralidad interesada; en nuestra propia libertad, los viajes, ser nosotros y a nuestra manera, beber en playas hasta ver amanecer, ser hermanos del horizonte y las interminables carreteras que llevan a alguna parte, la promesa de noches de calle y canciones.

Ella decía, con gracia pero muy seria, que no quería ser la señora de nadie, no veía viable esperar sentada en el sofá a que su marido llegara del trabajo y le contestara de mala manera porque venía cansado, no iba a ser un objeto de deseo y admiración en aburridas reuniones sociales donde plantar perpetuamente una sonrisa en el rostro y cordialidad en los labios.
Y de un verano para otro, ella pareció envejecer de golpe. O crecer. Ya no era la madurez desentendida y jovial de antes, era más bien una sombra serena y cauta lo que abordaba sus ojos, que parecían haber ganado unos años de golpe. Empezamos a distanciarnos como una vela que no termina de morir, apagándose lentamente en el viejo mueble de un salón. Yo seguía viviendo acorde a mis objetivos. No me iba mal, tenía talento y dinero suficiente para vivir con comodidad, pero mi futuro laboral era siempre incierto e inestable, mi desencanto con el mundo parecía más bien una pose de otros tiempos. Para ella cambiaron las prioridades.
Fue como ver morir a un pajarillo. No pude hacer nada, y una parte de mi vida se escapaba irreparablemente entre mis dedos, como un soplo de aire imposible de retener que expira en la mañana.
Supongo que fui víctima de la misma condenada trampa del tiempo y sus sentidos, de la belleza que habita en las cosas extraordinarias, de la ingenuidad de querer vivir para siempre esa ilusión. Pero pese al daño causado, la quería, la quería mucho, imposible borrar todos los momentos, las confidencias, la mutua admiración, el intenso fulgor del amor en sábanas limpias, las terrazas de hoteles que nos habían visto anochecer, la felicidad rondando las praderas de lo absoluto, aquella celebridad de su mirada y lo candente de su melena rubia sobre mi pecho, aquel oponerse al mundo y vencer, la intelectualidad alcohólica y melancólica añorando pasados tiempos mejores, conocer libros que para siempre serían de los dos, las últimas risas de una generación perdida.

Está casada con un tipo que es todo lo contrario a mí. Una especie de pez gordo "neocon" cuyas inquitudes culturales empiezan y terminan en los 50 centímetros de su maletín. Lo veo muchas veces, bien vestido y con aires de ejecutivo. No sé si sabe que tiene una joya en casa. Tal vez no sepa (tal vez nunca supo) sacarle el partido, encender sus sentidos y todo lo que es capaz de dar, su inmensa cabeza y lo fabuloso de su personalidad. Tal vez a ella no le interese tampoco conectar así a estas alturas, con demasiados noviembres en el yumbo. La practicidad se impone. Ya no somos jóvenes corriendo por la arena de madrugada y cantando al viento nuestra libertad e independencia. Yo sólo sé que nunca el miedo nos frenó. Y conseguimos llegar muy lejos. Esos ideales que mezclábamos con veneno. Ella ha llorado muchas veces, estoy seguro, pero yo aún sigo llorando.
Conozco las siglas de esa organización donde trabaja su flamante marido. Seguí la pista del movimiento de renta y la empresa desemboca directamente en un monopilio con numerosas acciones de la Iglesia Católica. También utiliza diversas conexiones como una forma de limpiar divisas fácilmente, para aparecer limpias al otro lado. Un reguero de lujo financiando también partidos políticos. Y al pensar en ella se me cae el alma a los pies. Todos nos encontramos al final en el mismo punto del engaño; y hoy sus ideales visten de traje, sus ojos apagados son el reflejo de la inexorable demolición de los valores ilusorios, el vendernos a nosotros mismos al mejor postor y a muy bajo precio, traicionar todo lo que uno fue para salvarse.

02 febrero 2011

Momentos de gloria

Paseamos bajo esta inusualmente cálida noche de enero. Cómo hemos llegado a subir tan rápido no lo sé. En la oscuridad del cine podía sentir tus vibraciones tan cercanas y el olor propio de tu piel. Un silencio compartido e intenso que en ningún momento llegó a ser incómodo. Mujeres así exiguen una emoción especial, una experiencia especial. Imagino todos los hombres que te han querido, puedo hacerme una idea de cómo eran. Tipos embriagados por tu infinita belleza que ponían como aval en la conquista su muy buena posición y un registro impoluto de chico decente digno y merecedor de tus ojos claros. Me doy cuenta, aún con mi orgullo y mi ambición, de que en cierto sentido yo soy mejor que aquellos hombres. Que quisieron ser eternos y casi lo consiguen si no fuera porque de vez en cuando aparece alguien como yo que te invita a vivir de verdad aunque sólo sea por un fragmento de espacio y eternidad.
Sonrío al pensar en estas pasiones caducas, en los romances intensos y derrotados desde el principio. La juventud siempre es un sueño, una forma de locura química. Pero es agradable estar loco. Nos otorga una estupenda sensación incesante de cambio continuo, de vida intensa, de apasionada vitalidad, equilibrada sólo en parte por el fulgor triste de las derrotas. Pero no hay mucho más. Y podemos querernos algún tiempo, tú y yo, un año o así. Es una forma de embriaguez divina al alcance de cualquiera.
Luego las cosas se irán poniendo poco a poco en su sitio, como un mar que se retira después de penetrar en la tierra y desbaratarlo todo. La marea alcanza de nuevo su espacio. Es después cuando todo el brillo imperecedero empieza a oxidarse, tanteamos nuestro rincón en el mundo en personas que nos estabilicen, que sean un seguro de vida, una tabla de sujección después de la resaca y la ventisca. Algunas personas sólo vivimos un tiempo en común mientras dura el esplendor de la belleza, mientras aún queda algo de ingenuidad en la mirada. Aunque daré toda mi vida por buscar siempre ese vuelco en el alma, frente a conservadurismos e hipocresías.
Es posible que tu pelo siga siendo siempre igual de dorado para mí, que las sensaciones sean las mismas que cuando te conocí siendos unos niños, aunque sea el vivo recuerdo del amor golpeando lo que mantiene en pie la memoria, cuando me acercaba a tu amistad con la llamada de la belleza.
A pesar de lo que dicen nuestros besos, el cerebro sabe que juntos para siempre es una mentira. Hoy tus ojos tienen el placer y el dolor de la fugacidad de las cosas, un temblor de inestabilidad, de arriesgarlo todo por una aventura, por ser amantes, por reírnos del destino y enseñarle las bragas a la vida. Cuando me dijiste "no sé qué me pasa, hasta ayer creía que estaba enamorada de un hombre y esta noche creo que estoy enamorada de ti" me parecieron palabras hermosas y románticas, y no pude dominar aquella emotividad deliciosa. Por eso cuando me asegures que no vas a volver con él, sabré que mientes, pero me alegraré de que te molestes en mentirme. Pues nadie permanece tanto tiempo si no ha visto el placer de la continuidad, por eso sé que regresarás con él como todas regresan siempre buscando un techo donde no llueva.
Mujeres bellas y distinguidas actúan así, abandonan y vuelven con la misma facilidad que cambian el tinte de su pelo. Si ven que hay muestras de indiferencia por parte del abandonado, les dedican un día escaso de ternura que los anima a resistir un año o mucho más. Semejantes incursiones contra los indefensos y derrotados las emprenden sin malicia y, desde luego, sin apenas darse cuenta que hay algo perverso en lo que hacen. Los atraen, se aburren, los vuelven a atraer. Luego lanzan un "siento haber actuado mal, aunque quizá me hayas olvidado y te hayas enamorado de otra". Y su seguridad es, evidentemente, extraordinaria. Dicen, en realidad, que les parecería increíble una cosa así, y que, si fuera verdad, ellos habrían cometido una imprudencia infantil, probablemente por despecho.
Nosotros moriremos queriendo. Brutalmente nos arrancaremos a tiras la ropa y saciaremos los cuerpos hasta que el puro fuego nos calcine. Arderemos con fuerza y nos consumiremos con la misma fulgurante intensidad. Viviremos el éxtasis de un noviazgo, un éxtasis fortalecido por la consciencia de que no es un noviazgo. Son esos breves instantes de gloria los que dejan una huella tan grande como el abismo del amor al marcharse, una marca implantada en la memoria que nos acompaña hasta el final de los días, que sirve para tirar para adelante cuando flaqueen los engranajes de nuestra máquina perfecta, pierda firmeza lo terso de la piel, cuando un imperceptible frío se vaya adosando poco a poco en nuestro interior y el desencanto purge de emociones lo que antes era una continua pasión. Un destello de juventud que, en las noches largas de sueños de invierno, nos recuerde lo que fuimos y lo que llegamos a amar, cuando miremos a nuestro lado de la cama y en nuestro corazón todo lo invada la oscuridad.