Nulla dies sine linea

28 diciembre 2010

Primogénito

Su madre me hizo un gesto con los ojos, señalando en un contoneo de sus pupilas azules la habitación. Sabía que un día como éste llegaría. Lo asumes cuando tienes hijos, cuando imaginas las mismas situaciones que tú viviste y que te curtieron y te hicieron conocer un poco más la maraña de la vida, o acaso crees que las conoces, si quiera un poco por encima; esas mismas situaciones que se reproducen en él, como un reinicio, una proyección de ti que vuelve a emepzar y que necesita de un guía que lo acompañe y arroje un poco de luz sobre las sombras, que le de la mano en su periplo por la oscuridad y le evite estar bajo el volcán.
Todo lo leído en los libros de autoayuda para padres son despojos. Nada vale más que lo dicho desde el corazón, poniendo como prueba tu alma quebrada tantas veces, siendo sincero para que la experiencia sea tu aval.
Al entrar estaba tumbado sobre la cama, la mirada perdida en el techo y los ojos vidriosos. Me acerqué despacio y me puse a su lado.
Sé que no es fácil para ti. Pero tienes que saber que comprendo muy bien por lo que estás pasando. No, no es el típico discursito de padre, déjame hablar.
A mí también me molestaba mucho las inteminables charlas de mi padre, las broncas y las lecciones morales. Yo no intento pontificar de nada ni ponerme pesado. Te puede parecer la misma cantinela de siempre, pero yo hubo un tiempo en que tenía tu edad. Y no era muy diferente a ti, créeme. Andaba casi más perdido. Alguna vez te conté los problemas que tenía en las clases, ¿no? Sólo quería ser libre, para mí la vida adulta no corría niguna prisa, era un torbellino con un violento anhelo de juventud, amor y pesadumbre.
Esto que ahora te duele tanto, que parece que el mundo se acaba, es algo que tienes que pasar, que forma parte de tu transición de la adolescencia a la madurez. Y duele, claro que duele, ¿cómo no va a doler? Tienes el corazón roto, no niego que no la quisieras. Pero esto que ves tan jodido algún día será una sonrisa, porque es una etapa de tu vida muy importante. Es en realidad es lo que nos convierte en hombres, caer y levantarnos, no tirar la toalla por muchas piedras que haya en el camino y acostumbrarse a vivir con el dolor que dan las heridas, nunca nadie debe verte doblegado.
La vas a olvidar antes de lo que crees. Porque las ilusiones se renuevan, hijo, la existencia te va cambiando, tú mismo vas cambiando. Si alguien deja de estar a tu lado, tal vez no merecía estarlo nunca. Tenemos que aprender a soportar la traición, los engaños, las mentiras. Contigo sólo estará quien más se lo merezca.
¿Sabes todo lo que tienes por vivir? ¡si eres un niño! No te imaginas las vacaciones con tus amigos, las noches de fiesta, los amaneceres distorsionados, los veranos, las chicas, que tienes por delante. Yo me pillé mis buenas borracheras...y me tuve que apañar con muchos tragos amargos también, de lidiar con la soledad. Y cuando parece que no puedes reencontrar tu camino, entonces, sin que nadie te lo advierta, te enamoras. Vuelves a estarlo. El planeta es tuyo de nuevo, y es que algún día encontrarás unos ojos que te lleguen tan adentro que pensarás que el mundo es maravilloso. Querrás estar en sintonía con los edificios, con el entorno, con los demás, con la vida. Esa chica llegará y va a aparecer sin que la busques. Y por supuesto que también entonces puedes perder. Nadie te libra del fracaso, y cada vez será más dura la caída. Tampoco del triunfo. Así que tú decides, puedes quedarte aquí tirado como un pasmarote lamentándote de tu suerte y recreándote en tu desgracia, puedes rendirte si te da la gana, a mí me basta con cerrar la puerta de mi habitación y no oír tus lamentos; o puedes levantarte, poner una sonrisa en esa cara y salir ahí afuera a seguir batallando en la vida, guiar tus propios pasos sin mirar atrás.

23 diciembre 2010

Amanecer


Le pedí una noche en algún lugar desconocido y discreto, dónde su memoria no ofreciera lagunas y el tiempo no estuviera plagado de heridas de madrugadas semejantes que empezaban en la barra de un bar y acababan en la habitación de un hostal o en cualquier lugar sin luz. Era un peligro enamorarse de ese tipo de hombres con el olor del humo en la piel y una caretera gastada como las arrugas de su incertidumbre. Todo lo que puedo ofrecerte empieza y termina esta noche. No más preguntas, no despedidas. Nada de querer andar por las calles vacías que recorrían su alma.
No sé muy bien que buscaba en esas barras donde encallaba, bebiendo y fumando en un rincón, pero era la chica más triste del local, noche tras noche la veía. No iba a ofrecerle ningún rescate, tan sólo unas horas de olvido en el color de la madrugada, fingiendo que tenemos algo que ganar.
Escogimos un bar al azar y la mesa más alejada, más en penumbra. Mirarla a los ojos era como entrar en un túnel de momentos oníricos y de deseo, del misterio de su ser y todo el recorrido que me había llevado hasta allí, cada recoveco de mi vida en soledad que se había tatuado por huecos con mujeres nocturnas como aquella, con mucha tinta que olvidar. No pudimos tomar más de dos copas y alguna cerveza. Sus tacones sonaban lacónicamente sobre las baldosas de la acera camino al hotel.
De pie frente a la cama, me miraba, observándome. Colocada a la derecha del diván, respira pesadamente, tenía algo de nadador a la espera del pistoletazo de salida.
La abordé como si todo mi hambre se proyectara sobre ella, manejándola con fuerza hasta casi hacerle daño, dejando que la cabeza se desconectara; mordisqueo su oreja y su cuello, mis manos acarician ahora su pecho por encima de la blusa, que se ajusta a su cuerpo. Hago círculos con los dedos en su espalda, mis brazos la rodean y acaricio su cuello, su escote, mientras mis dientes la muerden.
Su piel era extrañamente suave, con los reflejos de la cercana juventud aún ardiendo en cada poro. Su cuerpo temblabla ligeramente cuando la desnudaba sin demasiados preámbulos, y mi mano buscaba sus huecos, sintiendo el calor y la humedad, y su sexo arde entre mis dedos. Con su perfume adueñándose de todos mis sentidos, noto la erección en mi entrepierna, y las gotitas de sudor que se deslizan por mi frente. El olor a sexo inundaba toda la habitación, adivinó mis deseos y desliza su mano por dentro de mi pantalón. Podía acariciar todo su cuerpo mientras se colgó con fuerza de mi cuello y casi como un gemido susurró: "házmelo".
Ofrecía su buca con ansiada desesperación, y hacía el amor como si tuviera algo que expulsar fuera. Y pensé: "ahora voy a dedicarme a ti, solamente a ti toda la noche. Voy a dedicarme solamente a ti, es la única manera de sentirme a mí mismo."
Nos embargó furiosamente la pasión y no dormimos hasta la mañana, tal vez por el viento caliente que soplaba al amanecer. Cuando me visto y me incorporo los rayos ya bañan toda la estancia. Caminé hasta tener agarrado el picaporte. Me volví y la observé recostada, con la espald al aire y el resto del cuerpo cubierto por las sábanas. Me miraba sin decir nada, yo en el umbral de la puerta. Por un breve instante pensé en decirle que me gustaría quedarme con ella en la cama viendo pasar el día, recorrerle la piel en cada amanecer, acompañarla en su letargo, sobrevivir juntos a los bares y las noches de alcohol y humo, ser el único que tuviera derecho a balancearse por su mirada triste, prometerle que a mi lado iba a ser feliz, y que beberíamos todos los días vino tinto sobre un mantel, y la miraría y sonreiría; pero aparto los ojos y me giro lentamnete, ha notado ese tic que siempre coincide con una desazón o un silencio. Abandoné la habitación y al salir a la calle y golpearme el sol me sentí extrañamente mal, con una puñalada de melancolía en el pecho, una sensación de resaca sin apenas haber bebido. No me sentía más saciado, ni más aliviado, ni siquiera parecía real. Fui con ella para olvidar y la olvidé cuando atravesé la puerta. Pese a todo la luz de la mañana me parecía mucho más cargada, cuando el día nos devuelve todas nuestras miserias, el fin de otra noche más, como un golpe de viento que al despertarse sabe que el sueño ha quedado atrás.

12 diciembre 2010

Leer

Rafael miraba en silencio mientras ella dormía. Si pudiera entrar en su cabeza, en aquella cabecita que reposaba plácidamente sobre la almohada, con ese cabello que había acariciado y también aferrado a él mientras se convulsionaba de placer, que tantas veces había visto peinar y lavar. Si pudiera leer sus pensamientos, tal vez encontraría líneas que se escriben con la tinta gastada de los años, podría leer que está mecida en un vaivén sin casi víveres, una estrella fugaz de algunas ilusiones que alguna vez fueron aladas en una noche de verano. No sólo es invierno alrededor de sus ojos, también hay arrugas en el alma, para las que no existen disimulos ni cosméticos. Si pudiera escuchar los gritos roncos de su cerebro, tal vez pondría un vozal para oír los bramidos de la lenta desesperación, cuando sonrerír siempre es el pan de cada día, sonreír mientras por dentro la angustia la atraviesa de lado a lado, llenando de frío glaciar su corazón, que no entiende ya de razones ni de amores de adolescencia; al igual que parece otra persona el mismo hombre que una vez besó como si les fueran a robar los labios al final del estío, como si el amarse fuera una cosa de dos, vetada a intrusismos. Podría Rafael oír como son dos personas distintas y que se limitan a beber con disimulo el poso de una botella que un día apuraron, los últimos restos de la celebración del mar con el infinito. Ella no se atreve a irse, no tiene ningún sitio donde ir, no hay nadie en lista que vaya a lamer sus heridas con sal y vinagre, ni cerrar a mordiscos las grietas de una piel que una vez fue tan joven y trémula como la propia primavera. ¿Dónde puede poner a remojo su corazón? ¿Qué hacer si no es con Rafael?¿ Es tan valiente para eso? No hay nada esperando para quien no acude nunca a por ello, no hay premio al final del juego. Cuando todo se vuelve negro, cuando los veranos se tornan diciembres y el frío quema como las llamas de una hoguera de soledad, no hay nada, tan sólo un inmenso reproche.
Si Rafael pudiera leer los pensamientos que cruzan su cabeza incluso mientras duerme, conocería lo que es la superviviencia inmortal de una mujer que llamea por dentro, de los pedales que la existencia ofrece a quien viaja en segunda clase, de un te quiero sin esperanzas, de una esperanza sin fundamento; pero que brota con la fuerza de un abrazo en una madrugada sin nombre; sabría de la existencia de una enorme duda, de su aceptación de que las segundas oportunidades no son sólo territorio de las canciones y que la vida tiene un cupo limitado de finales felices.

09 diciembre 2010

Promesas

Apuraba el último cigarrillo con aura ausente, mientras pensaba en Carmelo y cómo le había llegado el final, tan embadurnado en su propia mierda, con aquella templada agonía, y pensaba en aquel relato de Cortázar, El perseguidor, mientras algunos viejos acordes del saxo de Charlie Parker resonaban en mi cabeza.
Ella había estado con Carmelo en su caída, pero en los momentos finales, cuando ya descendía inevitablemente la cuesta hacia su propia e inminente perdicción, cuando no había nada que rescatar de aquel ente alcoholizado y mugriento, entonces se largó por la puerta sin mirar atrás y si te he visto no me acuerdo. Él murió sólo, en la oscuridad, y en los días que precedieron al epílogo seguro pensó en la naturaleza de aquella mujer, que era sin duda la naturaleza de todas las mujeres que vinieron antes, resumen genético de miles de años de evolución, de observar en silencio, de aprender a sobrevivir. Aquella mujer llevaba en su sangre todo el proceso de las que como ella poblaron la tierra en la noche de los tiempos, de las generaciones que escondía su mirada.
Sabía que podía ofrecerle su apoyo eventual o una cálida compañia, pero su propia naturaleza le haría abandonar el bote cuando él se precipitara a la deriva. Para no estar ahí en su final, para no ser arrastrada.
No estuvo presente en el funeral, para evitar miradas que acaso escondieran un reproche por haber dejado a un hombre morirse en su propia desesperación.
La vida me ha enseñado algunas cosas de manual. Los hombres pueden ser crueles por ignorancia, por bondad, por idiotez, por inocencia. Una mujer lo es a sabiendas de su propia inteligencia, de sus cálculos, de una fría resolución a sus intenciones; capaces de mentir con insólita sencillez, como si fuera su única labor en este mundo.
Cuántas veces le habría jurado ella nunca te dejaré, estaré contigo pase lo que nos pase. Pero el hedor del aliento noche tras noche, las vomitonas y los llantos de madrugada jornada tras jornada no son fáciles de soportar para cualquiera. Y su marcha aceleró el abismo. Ebrio de éxito y dinero, no había sabido administrar su propio triunfo, destruyéndose a sí mismo; y su adicción era tan grande que de nada servía esconderle las botellas, pues podía llegar a mezclar alcohol etílico con limonada.
La noche que marchó, intuyó lo que iba a ocurrir al sentirla de madrugada en el salón, y la miró despacio, a los ojos, de forma instintiva; y ella permaneció callada, con una afirmación resignada en los ojos, un silencio que no necesitaba palabras que justificasen lo inevitable.
Todas las mujeres que han exisitdo alguna vez, pensé con amargura, han hecho promesas semejanes. Te querré siempre. No habrá nadie más. No te abandonaré nunca.
Pero la vida y ese instinto atávico siempre van por delante de pasiones momentáneas. Y la manera que tienen de volver, cuando les interesa, la espalda a la realidad. Seguras de algo, de una creencia, de un ideal, de un supuesto que tal vez sólo tiene sentido en sus cabezas, renuncian a la razón y a cualquier tipo de explicación. Simplemente es negado, aplazado, puesto aparte como si su mera consideración atentara contra la armonía de un conjunto cuya perspectiva real solamente ellas conocen. Para una mujer algo es así y punto.
Por eso Carmelo se endiñó aquella botella con pastillas cuando ella se fue, en un intento de suicidio que era como un último grito. Pero sobrevivió a su pesar y vagó por la casa durante algunos meses más, totalmente desaliñado, sin preocuparle nada, quemando los últimos cartuchos de aquella pequeña fortuna. Y el amor salta por la ventana. Sin nada a lo que aferrarse, Carmelo anduvo a horcajadas sobre su propio fracaso, sintiéndose vencido, abandonado, sin fuerzas para intentar el brote de una esperanza o una salida.
Pienso en el día que se conocieron. En la primera vez que estuvieron juntos. Cómo se buscaban como si llevaran toda la vida esperándose, esa mirada que vibraba en los ojos de él, el largo abrazo que los acogía. Todo esto ve viene a la cabeza apurando el último cigarro, con un vaso de whisky de Malta en las manos, paladeando los recuerdo, que me han asaltado al verla en la calle de la mano de ese hombre con aspecto elegante. pasó inexpresiva a la luz de las farólas del crepúsculo, sin mostrar señal de reconocimiento. Pero sí me conoces, pensé. Pues claro que me conoces. Tal vez tu fingida ignorancia se deba a lo que Carmelo te dijo una de las primeras noches en que empezaba a percibir que no podía evadirse de la botella, y que él me contó poco después.
Estábais tumbados en la cama prácticamente a oscuras, con una luz mortecina entrando por las rendijas de la persiana. La noche anterior Carmelo apareció en un rincón, casi etílico y desorientado, totalmente confuso, sin recordar nada. Tú tenías su mano sobre su pecho y podías sentir los latidos de su corazón, en aquella quietud dada a la reflexión.
Si algo pasa—dijo él de pronto—. No me dejes morir solo.
—No hables de eso —murmuraste, con expresión grave —. Eso no va a ocurrir
Él permaneció un momento sin decir nada, apoyada la cabeza sobre la almohada. Y sintió la sequedad en la boca, una punzada en la boca del estómago y el regusto amargo del alcohol en la boca.
—Jura...que no me dejarás...morir solo.
Lo dijo muy despacio, y su voz era un susurro. Estuvísteis un rato inmóviles, escuchando la lluvia. Después asentiste con la cabeza.
—No te dejaré morir solo
—Júralo.
—Te lo juro.