Nulla dies sine linea

25 abril 2012

Dignidad


Hay ciertos tipos de amistades que son inmunes al paso del tiempo y al desgaste. Suelen labrarse en la infancia, y permanecen inalterables con el transcurrir de los años. Es una especie de lealtad silenciosa, que no necesita de contacto continuo, de ser renovada ni de revisitaciones pues se sobreentiende pese a todo. Hay un chaval con el que me crié juntos que veo de vez en cuando, y entonces no nos cuesta ponernos al día. Bebemos, compartimos pensamietos y confidencias, enérgicos en euforias alcohólicas o melancolías de quien se ve más mayor y tal vez con algunas inocencias perdidas, corazones que hace tiempo dejaron de latir a kilómetros luz del punto actual de nuestras vidas, alejando de nosotros los tonos sombríos y violentos del atardecer.
Rememoramos las mujeres que pasaron por nuestra magullada existencia, y llegamos a la triste conclusión de que en ese fuego que arde como el fósforo de una cerilla para apagarse, a menudo atravesado por la injuria de una traición, habita la fugacidad de lo que entra en nuestra vida para luego salir; y que, sin embargo, los viejos camaradas seguimos en nuestro sitio, fieles a memorias y lealtades y al frío contacto de una piel.
Pensamos con disgusto en conocidos que pusieron en tela de juicio su dignidad, llegando a perder su amor propio enloquecidos por unas faldas, cuando éstas se atenían a intereses o a un simple juego. Porque hemos visto, reflexionamos, algunos mierdecillas que se olvidaron de su orgullo para mendigar un regreso aún a sabiendas de la felonía.
Y, sin embargo, otros que pasan con la moral intacta, seguros de sí mismos. Yo conocí alguno, nadie daba un duro por aquella relación dados los antecedentes y la genética de la susodicha, y cuando finalmente se consumó lo esperable, pasaba ante ella con la cabeza bien alta, y ahí lo veás al tío, dedicándole una mueca burlona, una sonrisa de desdén, casi compadeciéndola. Y piensas, olé tus cojones, chaval, aún quedan personas de verdad.

Pese a todo, somos seres inferiores, me dice. Míranos, aparentamos ser duros o íntegros, pero pecamos de una inocecia como el cabritillo de Norit. Porque nadie miente como ellas, con esa profesionalidad, esa entereza fría. Y cuando estamos como idiotas pesando en ellas, en ese encuentro que nos marcó, esperando para volver a verlas, ellas tal vez se encuentren en la cama de otro, a quien de la misma manera le dice palabras candentes y le sususrra al oído.
Pero, pese a todo, volvemos al peligro con un instinto casi suicida. De repente esa herida se seca, y aquellos ojos de nuestra perdidición sólo forman, en los momentos de recuerdo, una pasta de fracaso que duele muy pocas veces. Y volvemos a querer como si nunca hubiéramos perdido, reiniciando de nuevo nuestro catálogo de emociones y caricias, con el espíritu otra vez absorto en aquella apasionada determinación, en la exaltada confianza en nosotros mismos, en la contemplación de la sorprendente oportunidad de conquistar la certidumbre, la eternidad, el amor de una mujer.
Pero ellas, me dice, cuando se cansan de jugar y miran con miedo atávico hacia el futuro, piensan en las únicas personas que fueron fieles a si mismos hasta el final, y ya será tarde para recuperar el tiempo perdido; y bajo la vacía apariencia de la despreocupación, las ansiedades y emociones que penetran sus vidas las conmueven y exaltan con el sentimiento desbordante de la intensidad de la existencia.
Esa es nuestra pequeña victoria, esa indiferencia que las desespera, el castigo sin remisión, esa satisfacción de decir NO en el momento adecuado y entonces sentirse en verdad un hombre, con un territorio que nunca van a poder dinamitar, esa parte de ti que nunca va a ser humillada.
Piensa en Paul Newman, me dice, negándose a coger el teléfono en el epílogo de Veredicto final, piensa en esa media sonrisa triunfal, esa heroicidad que nos conmueve. Aquel hombre loco de amor que vaga por el desierto en París, Texas, su confesión a la mujer frente al espejo, su renuncia sin final feliz. Esa pequeña elegancia nos la ha enseñado el cine, le comento. Recuerda a Bogart marchando, doblando la esquina En un lugar solitario.
Auque seamos unos hijos de puta llega un momento crucial en que nos comportamos como un caballero. Pidiendo perdón si es necesario para finiquitar antiguas brechas, y marchando para siempre sumiéndolas en un silencio a perpetuidad, dejando ese recuerdo de que al final, y pese a todo, tuvimos el valor suficiente para dejarlas de lado y seguir nuestro camino.
Y brindamos los vasos con el rechinar de cristales evalentonados por recuerdos cinematográficos. Yo le hablo de otras cosas, comentarios intrascendentes, y el asiente absorto, moviendo la cabeza como diciéndole que sí a un recuerdo.