Nulla dies sine linea

25 noviembre 2008

La llamada

Me observa desafiante desde su rincón. Hace días que intento evitarla pero no lo consigo, ni me puedo quitar de la cabeza la idea.
Llega una edad en la que uno tiende a mirar hacia atrás y evocar con melancolía los días de vino y rosas, los desajustes y alegrías; los golpes que te daba la vida cuando eras lo suficientemente joven y fuerte para encajarlos con resignado optimismo, y lo recuerdas con pesadumbre, al contemplar un presente y futuro grisáceos, opacos, en una existencia donde todos los días son invierno; y se está haciendo muy largo, este frío dura ya dos años en mí.
Mi piso me oprime, sus paredes parecen estrecharse sobre mi cuerpo, los ventanales son agobiantes y perpetuos. No hay alimentos en la nevera y la cama lleva semanas sin hacerse. Alguien debería limpiar todo esta maldita suciedad que se acumula, o lavar la ropa amontonada.
Tal vez podría empezar por afeitarme. Mis ojeras hacen de mi rostro un pedazo de carne vano y deteriorado. Veo en mi cara unas facciones borrosas y gastadas. Mi cerebro ya no responde a los estímulos ni a los impulsos externos.
La verdad es que no he hablado con demasiada gente desde que mi padre y mi hermano murieron en ese incendio fortuito. Por un momento quedé profundamente abatido pero sabía que me sobrepondría. Me equivoqué, no he sabido salir adelante, y todo empeoró cuando comenzaron las botellas a secundar mi casa, cuando me echaron de un trabajo donde se cansaron de las faltas injustificadas y el extraño olor mezcla de colonia y sudor que me acompañaba, de las visitas al baño con el colirio.
Quedarme sin el trabajo que siempre me había atado pero sustentado fue el revés definitivo. He pasado tantas noches en bares como tendido sobre el colchón, siempre evadiéndome, siempre huyendo, pero hacia un túnel lóbrego.
Ya no me acuerdo como me he arrastrado hasta esta situación, pero estoy cansado de huir, y no soy fuerte para luchar. Mi juventud es ya una estampa pegada en cualquier acera. No recuerdo las voces de ellos ni consigo ver sus miradas. Apenas distingo la mía propia, turbia y vidriosa.
Entre las cosas que mi progenitor me dejó se encuentra la pistola. Hoy he vuelto a abrir el cajón de mi mesita y contemplarla. Me observa desafiante desde su rincón. Hace días que intento evitarla pero no lo consigo, ni me puedo quitar de la cabeza la idea. Es un planteamiento que maneja mi mente con cada vez más insistencia, apremiándome a sostenerla sobre mi sien y apretar el gatillo. Y me llama, con su culata negra me atrae. Esta mañana ha amanecido más nublado que nunca.

Amigos

Eran pasadas las doce de la noche, me revolvía inquieto sobre la almohada cuando Marcelino me llamó al móvil. Sentí la pequeña vibración y descolgué antes de que sonara y pudiera despertar a las niñas o a Pilar.
—Siento llamarte a estas horas, se que mañana trabajas, pero necesito hablar contigo, me he ido de casa. Estoy a unos minutos de la tuya, ¿puedo subir?
La pregunta estaba fuera de lugar, y él lo sabía. Marcelino es como un hermano ya desde los antiguos tiempos del instituto y habíamos pasado juntos por diversas etapas de la vida. Sabíamos que podíamos contar el uno con el otro cuando lo necesitáramos.
A los diez minutos le recibí en la puerta con la bata y las gafas puestas.
— He discutido con Isabel y me ha mandado al sofá. Es la tercera vez en una semana coño— parecía preocupado y sus ojos tenían unas pronunciadas ojeras—. No podía dormir—añadió.
Le invité a pasar. No me importaba que viniera de madrugada, solo buscaba un poco de apoyo en casa de su mejor amigo.
Yo era plenamente consciente de lo que una situación como esa requería. Me vestí en silencio y salimos a la calle. Caminamos hasta un bar donde solíamos ir a veces a tomar algo por las tardes, y como era jueves y aún teníamos un par de horas más o menos hasta que cerrase, pedimos dos whiskys con Seven Up y nos sentamos en una mesa.
—Bueno, entonces ¿qué os ha pasado?—le pregunté mientras jugueteaba con mi vaso.
Durante tres copas y media me habló con desaforada sinceridad y ligeramente consternado de la crisis que atravesaba su matrimonio, de todas las cosas que notaba se estaban estropeando; como su mujer le miraba cada vez más a menudo con poca disimulada indiferencia, de las chispas sin importancia que hacían avivarse frecuentemente la hoguera de las broncas, el intercambio de reproches, las trincheras emocionales desde donde cada uno arrojaba al otro toda la carga de las tensiones y la abatida sensación de amargura que sentían por 12 años de tortuosa rutina conyugal. Le escuché lo mejor que supe, quería interesarme por su problema. Buscaba en mí no una solución o un consejo, si no una canalización a la natural necesidad de expresarse, de hablar en voz alta, de exponer a una persona de confianza su situación y sacar de dentro sus temores y su aflicción.
Esperaba de verdad que todo se solucionase, conocía a Isabel desde hace muchos años, cuando ellos eran novios, y siempre estuvieron muy unidos y me parecían una pareja ideal.
Nos despedimos con un abrazo y deseándole suerte, lo sentí mucho más calmado después de contárselo a alguien y desahogar.
Regresé a casa despacio. Resoplé al entrar por la puerta, miré mi almohada mal puesta y arrugada sobre el sofá, y la manta a su lado. Me desvestí rápidamente y me acomode en ese mohíno lugar. Oí el sonido de la puerta de mi dormitorio, nuestro dormitorio. Pilar salió al salón, me miró con la expresión de desprecio de las últimas semanas, dio media vuelta desde la cocina con un vaso de agua y regreso al cuarto, abrumándome con su silenciosa indiferencia.

21 noviembre 2008

Lejos


Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.
Tengo que decírselo a alguien: paso mi vida y mis días huyendo del dolor, aislándome, conjurándome contra él. Lo mantengo a raya ocupado en el trabajo, distraído en las obligaciones, sonriendo a todos los empleados cretinos que van y vienen con sus monótonas corbatas, sus conversaciones estúpidas con ese acento andaluz delante de la máquina de café, riéndose gracias sin gracia y ahogándose después en montañas de papeles.
Lo neutralizo también saliendo a correr todas las mañanas como terapia para intentar aplacarlo. Mientras las pulsaciones suben y el sudor desciende por la espalda, la cabeza permanece caliente. Me siento vivo aplaudiendo el asfalto con los pies, respirando profundamente y retándome a mi mismo para superar nuevas metas. La tele y las películas malas me entretienen, y me gusta poner música que no remueva neuronas. Mi rutina no tiene mucha esencia, pero a mi me basta.
Los domingos vamos a comer a casa de mis suegros. Siempre pico al viejo para que salte con algún tema candente, entonces yo le digo alguna retahíla de aportaciones leída a los columnistas del periódico, y hago ver mi deslumbrante información sobre el asunto, y miro a mi mujer de reojo, porque ella percata que su marido está en este mundo y que contradice a cualquiera que no lleve la razón. Ella dice que soy un esposo excepcional. Hago todo lo que puedo por ser lo más correcto posible. La quiero pero no estoy enamorado. He aprendido a forjarme un caparazón. No me va mal del todo en este lugar, y estoy consiguiendo mi objetivo, al menos mientras dura el sol.
Durante el día no pienso en Lucía. Nadie sabe que existió. Nadie excepto yo. Vivió en mí aquel año en el que la vida pasaba entre carpetas y apuntes. Nunca antes había tenido una relación. El nerviosismo de la primera vez hizo que no se lo contara a nadie, guardé mi alegría para mí y disfrute sabiendo que el primer amor puede ser tan bien el definitivo si todo concuerda y encaja a la sinuosa perfección. La amé como si la vida se nos fuera a apagar en cualquier esquina, y cada retazo de su piel era cosido por mi boca en los lugares más insospechados. Era bonita y espléndida, un largo cabello castaño claro acompañaba una mirada esmeralda tan cautivadora como real.
Hubiera deseado que el destino no se vistiera tantas veces de infortunio para golpearte en el momento menos indicado. Su enfermedad llegó de improviso y de improviso se la llevó. Cuando murió no había cumplido los 20 años, pero algunas sensaciones no tienen edad y el amor se filtra en el cuerpo de la misma manera que la crueldad se ceba con las personas. Y la gente suelda un corazón roto pero el recuerdo de una vida desaparecida no se va jamás. Abandoné mi ciudad para alejarme de todo aquello y seguí los estudios lo más lejos que encontré, en Sevilla.
Siempre creí que vivir significa casarse, comprar el pan al mediodía y ver por la noche la tele en zapatillas junto a alguien, a si que eso hice. Me casé y me quede en esa ciudad.
Mi dormitorio no está mal, pero cuando termina la jornada y me acuesto boca arriba con la luz apagada, todo mi esfuerzo de olvido se vuelve nada al encontrarme cara a cara con el silencio. Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.

18 noviembre 2008

El sueño de una noche de verano

Cuando la vi por primera vez una oscuridad envolvente ensombrecía aún más su largo cabello negro. En aquella entrada de la taberna, del pueblecito donde había tomado puerto el pesquero, la luz de un farol intermitente apunto de morir era lo único que iluminaba su figura, sentada en el borde de la acera, con el murmullo de miradas a su espalda, más allá de la puerta cerrada del antro.
Ella tenía un vaso de cerveza en la mano y daba pequeños sorbos, mientras inclinaba levemente la cabeza y miraba el cielo. Yo estaba apoyado en la pared del muro enfrente, protegido por las sombras y con la brisa del verano de cálida cómplice.
Siempre admiré a las mujeres que saben admirar, que no les importar estar a solas bebiendo, sentarse en impar, tal vez con sus pensamientos, con algo que echarse a la garganta, sintiéndose indefensa pero grande ante la inmensidad del firmamento, cavilando quizás sobre lo humano y lo divino; teniendo de compañera su propia soledad, su infinito arsenal de recuerdos, los pensamientos cotidianos y las ideas utópicas. También yo me sentía así aquella noche. Al igual que ella, estaba solo y necesitaba un vaso donde mirar y un cielo donde observar.
Pasé muchas noches en la mar sentado en proa, contemplando las estrellas y demás habitantes nocturnos de la bóveda mientras recordaba todo lo que había dejado atrás; a veces con el sonido ambiental de los bebedores en el salón del puente y sus timbas de cartas, pero eché siempre de menos alguien con quien compartir el silencio.
Había salido a la localidad a visitar los dos únicos sitios que ponían de beber. Por un momento pareció verme y escudriñarme con esos dos ojos oscuros, y advertí en ella la integridad de la firmeza.
Después de dudar en abordar ese segundo local o seguir mi camino entre las calles del pueblo, avancé con ensayada mesura y encaminé la puerta. Al pasar a su lado apenas cambió la mirada de su particular abstracción, y entré a pedir un vaso de ginebra. Aquel lugar olía a amoniaco y sudor. La bebida era mala pero idónea para el elixir de las heridas, y el brebaje ardía en el estómago como un antídoto para la perdición.
Salí de aquel pestilente bar en busca del aire estival y me doblé sobre la acera, cerca de esos ojos lánguidos y allí permanecí sentado. Ella sonrío mi descaro y amparó mi confesa complicidad con su causa perdida.
Y seguimos bebiendo, preguntándonos con omisión cuál sería el desamparo del otro, oteando la esfera nocturna. Y casi sin hablar dejamos la noche pasar hasta ver amanecer.

07 noviembre 2008

Legado

Su difunto marido amaba la música. Era un aficionado empedernido que pasaba horas en su sala habilitada escuchando discos en un viejo gramófono o en la minicadena. Hablaba y escribía sobre el tema como un auténtico experto. Estanterías repletas de originales de todas las épocas y diversos estilos. Muebles cuya única función era albergar el producto tangible de lo que luego en un reproductor eran notas, melodías, acordes, susurros y alaridos.
Cuando se conocieron, ella tenía, como todo el mundo, sus grupos favoritos y su idea más o menos fundada de los bueno y de lo malo. Pero él se enseñó a ver más allá, le mostró artistas desconocidos hasta entonces y la guió para contemplar las canciones de forma distinta, el alma de cada una, la manera en que pueden atravesar el aire y hondonar en el alma; la visión del amor, del sufrimiento o de la derrota escondidas en un disco, el placer de encontrar lirismo en una estrofa de canción.
Siempre acostumbraba a disfrutar de su música en soledad, y al principio era reacio a compartir esos momentos con ella. Finalmente, viendo su interés y disposición, accedió; y se sentaban y escuchaban vinilos o CD enteros, de principio a fin, y el le iba indicando tal o cual dato, al final comentaban la obra y hacían el amor aún con el saludable colocón de haber asistido a la contemplación del arte.
Era prudente y honrado, comunicaba credulidad y vigor, seguridad y determinación. Tenía la capacidad de hacerla sentir la única mujer sobre la tierra, sabía que ocupaba su corazón. Nunca tuvieron hijos porque no los deseaban. Su domicilio era un mediano pisito, ni muy grande ni muy pequeño, suficiente para los dos, que albergaba todas las necesidades básicas, además de un coqueto salón y la sala reservada para la música.
Ella solo tenía 42 años cuando Raúl murió. Conducía el coche de vuelta a casa, después de haber estado comprando los regalos de Navidad, aquel vestido que tanto deseaba; y en una curva peligrosamente nocturna invadió levemente el carril contrario, pero lo suficiente para impactar contra la furgoneta de un trabajador que llevaba a sus espaldas el cansancio de una dura jornada de diez horas, demasiadas para reaccionar a tiempo. Los servicios de rescate y tráfico que la informaron le dijeron que su marido llevaba puesto un CD en la radio del coche y llevaba la música demasiado alta, por lo que pudo ser causa de una distracción.

Su casa se quedó vacía. De la noche a la mañana habían desaparecido las risas, el despertarse a su lado, el abrirle la puerta cuando llegaba al domicilio, su olor, sus besos en la mejilla que solo significaban “te quiero”, el sonido de las pisadas en el pasillo, tener a alguien a quien abrazar, compartir aquella afición conjunta. Seguía escuchando la música y revisionaba sus viejos discos, pero recuerda a Robert Mitchum en "Retorno al pasado": <<¿De que sirve eso si no se tiene a nadie a quien decirle: "¿Qué hermoso, ¿verdad?" Igual ocurre con las reliquias, la luz de la luna o un cubalibre; nada vale la pena si no se comparte con alguien>>
Por eso dejaba la aflicción del jazz inundar las estancias del piso. La música acompaña los estados del alma y la suya solo necesitaba un saxo lamentándose, un lento piano cabizbajo en la soledad de su cama, una fría manta de contrabajo arropándola en la noche, una sintonía para el abatimiento, la melancolía, la tribulación, tal vez la esperanza.

Cuando conoció a aquel hombre ligeramente mayor que ella, y sintió el cosquilleo de la atracción, no experimentó remordimiento, si no la ilusión del renacer de un futuro que se le había sido negado. Contactar con él se hizo muy habitual. Conocerse vino después. Siempre se veían en sitios públicos: bares, cines, restaurantes o la misma calle, pero apreciar a una persona en soledad, cara a cara es distinto. Tienes que mirarle a los ojos, tiene que saber administrar los silencios, evitar la incomodidad, transmitir confianza, hacerse ganar más allá de las conversaciones en barra y los paseos nocturnos. Él era pasable en ese aspecto. Pero ella no quería ningún virtuoso o experto de nada, tampoco nadie extraordinario como su marido, solo necesitaba una estabilidad, alguien normal al que admirar igualmente y poder amar, vivir la vida que aún le quedaba en su madura juventud.
Raúl le había dejado como legado su tremenda afición por la música, y ella seguía la evolución de los actuales artistas que le gustaban, merodeaba por los clásicos y viajaba por las décadas al igual que el año viaja por las estaciones.
Hablando con aquel nuevo hombre que había aparecido en su vida, cuando ya llevaban unos días compartiendo algo más que conversación, le preguntó si le gustaba la música y él dijo que sí. También es cierto que es la respuesta habitual de cualquier persona, pero la mujer se entusiasmó. Le empezó a citar discos y grupos y él conocía algunos aunque sus comentarios eran breves. Sin darse cuenta, quería encontrar en él lo que tenía su marido, y guardaba el respeto de las cosas que él amaba, y que también eran las suyas en menor medida.
En una de las primeras visitas al piso, hizo la cena y charlaron animadamente. En verdad parecía estupendo y comenzaba a surgir la confianza. “Vamos a escuchar un disco que me encanta”, dijo ella levantándose del sofá donde permanecían sentados. Quería mostrar a su nuevo amor parte de lo que ella había descubierto y luego formó parte de sus días.
Las notas de la primera canción empezaron a sonar y los acordes se sucedieron con la letra en inglés. Llegó la segunda en un concentrado silencio. Él sonrío extrañado, la miró entre divertido y distante y dijo: “Qué mierda es esta”. Ella siguió enmudecida, se encogió de hombros y se hizo la indiferente, pero sabía que no lo volvería a ver. Era el disco favorito de Raúl.

05 noviembre 2008

Lluvia

De pequeños podíamos oír cosas como que todas las gotas de lluvia van a parar al mar. Eran palabras bonitas para mantener a los niños en el mundo de lo onírico y la belleza terrenal de las personas y las cosas. Pero no es cierto, la lluvia caída recorre surcos en majestuosas montañas hasta ríos y de ahí al inmenso mar, cubre hermosos prados con su verde y salpica las flores de los campos y las ventanas de los colegios, es real y hermoso, pero muchas veces se pierde en sucias callejuelas, en alcantarillas de las entrañas de la ciudad, sobre el mugriento techo de una fábrica, en las paredes de una casa abandonada donde no habita ya nadie o sobre los cuerpos de las personas que no tienen un techo donde tapar su desgracia.
Al igual, las palabras que las mujeres nos dicen, aunque emitidas con fuerza e integridad, van en ocasiones cargadas de veneno, de falsedad, de mentiras escondidas entre dos frases reales y excusas que calan hasta el fondo porque lo único que quieres hacer es creerlas. Deseas que la vida sea tal y como te la pintan, pero ellas omiten detalles entre afirmaciones y disfrazan realidades entre predemitación bien dirigida. Tan bien condensada que ni tu te das cuenta; falacias o medias verdades que son tan sinceras como un día luminoso.
Su veneno te embriaga y su calidez te acoge, no pones alerta tus sentidos porque ella miente pero tú lo permites con una suspicaz amnistía. Evitan sus problemas con un golpe de mano y esquivan las complicaciones con una recurrente inventiva, muchas veces promulgada de buena fe y con la intención de agradar al otro, de ocultar, maquillar o negar en pos de la tranquilidad.
Pero siempre existe una bala perdida que al impactar con el cerebro ayuda a atar cabos, y comienzas a ver toda la trama con especial recelo, sospechando que, como dijo un grupo de rock español, la sonrisa de una mujer nunca ha sido una cosa de fiar.
Al igual que las gotas de lluvia van a parar al mar, donde se unen con sus raíces en armonía, aquellas que quedan por el camino, son las que afean la ciudad, machacan los monumentos y hacen la vida un poco más triste, mas gris, menos clara. Y la gente se cansa de la lluvia.

01 noviembre 2008

Ellas


La ciudad tiene las similitudes de una mujer. Cuando caminas por ella, si te gusta, te notas tranquilo, feliz, deleitándote en cada rincón, en sus calles, sus recovecos.
Te agrada mirarla a veces con detenimiento, disfrutando de su belleza, de sus plazas, sus edificios y sus lugares verdes. Hay sintonía entre los dos, te gusta estar en ella, sentirla. La vives de noche y la paseas de día, la saboreas y la sufres.
Te lleva a un abismo de rutina en las jornadas laborales pero también es electrizante y cautivadora. Puedes criticarla pero es algo que te lo permites a ti mismo, no te gusta que nadie de fuera lo haga. No te da más el fútbol pero respetas los colores del equipo que la representa al igual que respetas la familia o la fe de tu mujer.
Te acoje para bien o para mal. Aguantas con resignación sus atascos, sus obras y remodelaciones, la lluvia, sus ruidos e inconvenientes. Te libera y también te agobia, te cansa pero no puedes vivir alejado. Hechas de menos su olor cuando estas lejos y la calidez de sus gentes, deseas regresar a sus brazos urbanos, porque la sientes tuya aunque haya más habitantes en su vida. Te gusta verla limpia y hermosa, preparada para las fiestas o encaminando el sábado noche.
Piensas en vivir siempre allí aunque sabes que existe la posibilidad de que ella tenga que verte partir, y cuando regreses probablemente no sea la misma.