Nulla dies sine linea

09 diciembre 2014

Un paso



Tras la vegetación que se interrumpía abruptamente aparecía un verdadero acantilado, cortado en vertical sobre el mar furioso y oscuro, que se estrellaba contra las rocas creando un ronco sonido enérgico.
Marcos miraba allí abajo, donde el hombre se encuentra ajeno a todo y frente a la naturaleza brutal del océano. Y nada más para rescatar a sus espaldas, pues habitaba en él un hombre que había muerto y lo único que quedaba eran sus recuerdos.  Pero el mar es un lugar sin memoria, que no ofrece ni plantea inquietantes cuestiones sobre el pasado ni el futuro. El pasado es inexistente y a la vez es lo único eterno.
Allí, raspando con el agua que puede sentir unos metros debajo, no cuenta la travesía despiadada por los que debían ser los mejores años de su vida, y da igual el rechazo en pleno a una sociedad que fomenta la misantropía y el aislamiento.

Marcos, respirando esa brisa marina, ya apenas recuerda una ciudad donde todo iba deprisa y sin pasión, las largas tardes de invierno con el tráfico zumbando sus oídos, las noches de dispersión en antros y mujeres de última hora, el saldo de la existencia a base de menguantes tarjetas de crédito y mendicidades románticas. Compadeciendo el fracaso de una generación y tal vez de una manera de vivir. Las calles con lluvia que a ciertas horas del amanecer se iban vaciando de ilusiones, como los que se recogían cabizbajos en busca de un presente mejor.
La resaca de las décadas perdidas, de los años del sol que dieron paso a los años del miedo, de jóvenes que aprender a tolerar ciertas dosis de soledad. Y el frío que iba calando en el espíritu y en las emociones de los habitantes de aquella jungla impersonal. Un frío que no se disipaba con abrigos ni con el calor artificial de los cafés, ni las luces de neón y los coños; ni tampoco el sudor pestilente y cercano en los medios de transporte.
Pensaba en cómo era Juan Pablo de pequeño, aquel niño alegre repleto de vitalidad e inocencia, el niño que soñaba con la isla de los piratas de Stevenson y que escuchaba ensimismado música clásica en la habitación de sus padres. Y en lo que la ciudad le había convertido. La forma en que creció al abrigo de una toxicidad como vía de escape, las papelinas para ir tirando, los tiros que todo el mundo se metía como una moda siniestra, en aquella danza salvaje de la noche. Su desaparecido hermano también debería haber tenido un hueco en ese océano sin registro y sin rencores.
Así como los amigos que se fueron perdiendo en la senda del ostracismo o en insípidos matrimonios que los enclavaban en una amargura constante, tan alejados de lo que alguna vez imaginaron, tan distanciados de lo que en otro tiempo fueron sus sueños, tan cerca de aquella inmensa sensación de desencanto.

Le dieron ganas de llorar al pensar en lo que la vida había hecho de ellos. Marcos emitió un breve sollozo, un sollozo sepultado como una astilla en lo más íntimo y doloroso del alma. Después sus labios se abrieron brevemente, el rostro se tornó alegre y enigmático. Estar tan próximo a la certeza es la experiencia más maravillosa que se puede vivir. El mar seguía peleando contra las rocas en que finalmente estallaba. Y con aquella extraña sonrisa triste dio un paso hacia adelante para precipitarse en su tumba de agua.

15 octubre 2014

Nocivo



Una fina lluvia cubre los techos de la ciudad con su manto casi invisible, mientras el silencio de tu ático te impide comprender el bullicio de abajo, y la silueta de los tejados uniformes conforman el paisaje de tu visión de esa otra urbe, desconocida y gris como la tarde desapacible.
Mientras enciendes un cigarrillo detrás de otro y piensas en tu promesa de dejar de fumar, con fecha de caducidad de hace ya tres veranos, te atormentan las palabras de Laura, diciéndote que eres incapaz de confiar en nadie.
Es posible que las cicatrices de los hombres de ojos cansados no sean reconocibles a simple vista, aunque determinadas personas saben intuir lo que se esconde tras esos sutiles gestos de resignación.

Primero, en tu tardía adolescencia, te dio por alternar entre aquellas mujeres que tu hermano calificaba como “de mediana categoría” que no tienen nada destacable, ningún atributo artístico o intelectual las diferenciaba, pero eran más guapas que la media y posiblemente igual de tontas que las demás que normalmente despreciabas.
Carmen te burló admirablemente con las artes de la astucia y el disimulo, y ni siquiera te diste cuenta hasta que no lo tuviste delante de las narices. Una primera derrota que anotar en tu contador particular. Nada grave dada tu impetuosa edad, y tampoco estuviste tanto tiempo lamentándolo.
Enseguida llegó Isabel, que había malgastado su juventud con un divorciado miserable y fue a dar contigo como un balón de oxígeno antes de seguir recorriendo antros con un gruñido de satisfacción. Qué decepción llevaste al comprender que sólo eras un ave de paso para ella, mientras tú te enamorabas sin remedio de su naturaleza destructiva.
Con Sandra empezaste a ir a la deriva, llegando al desquicio. Aquella niña tan dulce y hermosa como diabólica ocupó tu corazón lo suficiente como para causar daños casi insalvables. Todas tus esperanzas, tu vida entera; nada querías sin ella, en ella habías cifrado todos tus proyectos, delegando en vuestro futuro en común las expectativas de felicidad. Y  para cuando se hubo ido, cuando te regaló sus últimas palabras con esa expresión de impasibilidad y fría indiferencia, las consecuencias ya eran demasiado profundas.
Un buen amigo te libró dos veces de sendos comas etílicos y el gorila de un bar de segunda fila te encontró tirado en los lavabos, con un hediondo charco de vómito a tus pies y a punto de entrar en sobredosis.
Te recuperaste haciendo ostentación de toda tu fuerza de voluntad, y lo más cercano al alcohol que tuviste cerca eran los bombones de licor de algunas cajas que tus allegados te regalaban.
Cuando volviste poco a poco a recorrer la noche y a beber sin miedo al volcán Teresa estaba al otro lado de la barra de tu regreso, con su sonrisa peligrosamente acogedora. Sus ojos eran pequeños y de mirada penetrante, y empezaste a sentir fascinación más por el discreto erotismo con que lo hacía que por los tragos a los que te invitaba.
Durante todo un invierno la esperaste cada noche de fin de semana, invariablemente, a que terminara de trabajar, para que te regalara las migajas de su amor, pequeños restos de besos y deseos que le permitía el cansancio y la desidia de una noche entera aguantando borrachos.

Los años pasaron y la vida ya no te parecía una alegre madrugada que había que incendiar. Enseguida tus amigos comenzaron a casarse, a juntarse de forma constante más por prisas biológicas y sociales que por verdadera apetencia, y las bodas sólo eran un compendio de comidas y bebidas copiosas antes de despertar con resaca y una nueva dosis de realidad machacona.
La mansedumbre de tus viejos amigos no necesariamente era motivo de felicidad, aunque siempre tus felicitaciones y deseos eran sinceros. Laura te acompañó a la última de esas bodas. Para cuando sirvieron los postres estabas tan borracho que apenas podías articular una frase sin dejarte en evidencia. La abrumaste y humillaste delante de todos, mientras dos familiares del novio te sacaban discretamente por una puerta trasera del restaurante.

Tal vez Laura tenga razón y tu miedo es siempre más poderoso que el amor. Los recelos y la desconfianza se imponen a la última ilusión de un hombre sin ilusiones.
Ella no te abandonó, sigue a tu lado pese a todos los desaires, aunque te preguntas cuánto tiempo permanecerá a tu lado.
Acabas de terminar una conversación telefónica en la que te dice que irá pronto a verte. Te sigue gustando vivir solo, pero cuida de ti, sabe estar a tu lado y entender tus silencios, tus manías y tus miedos. Aunque se enfadaría su supiera que estás ahora fumando de forma compulsiva en la ventana, mirando melancólicamente los tejados de la ciudad, mientras una fina lluvia amenaza con ensuciarlo todo un poco más.

11 septiembre 2014

Interrogantes

¿Quién quiere vivir siempre con la sonrisa postiza, con las ilusiones prestadas? Saltar de semana en semana con la ambición de terminar y ya pronto enlazar con la siguiente. Vivir los restos de fracasos pasados como si fueran actuales, claudicar ante la rutina y firmar un pacto de mutua desidia. Comprobar que lo que buscabas ya no está allí, que sólo son restos irreales, casi fantasmagóricos, de algo que se le parecía a la felicidad planificada.
¿Cómo se puede llegar a necesitar de la bondad y piedad del paso del tiempo, pedirle en silencio que no se cebe demasiado con tus limitadas esperanzas?
¿Acaso es necesario conformarse con los besos más amargos entre partido y partido, entre comentarios prosaicos y coloquios mediocres? Porque, ¿quién quiere la mediocridad cuando se había aspirado al cielo?, ese cielo al que se accedía por la escalera de la hipocresía sumisa y la barandilla del miedo social.
¿Alguien desea verse corromperse en silencios, en existencias anodinas, en las banales máscaras de diseño?; renunciar a las rebeliones románticas, desistir de la idea de tomar las armas en una pasional y emocionante batalla perdida.

Pero era imagen y semejanza de lo esperado, ¿no? ¿Hay alguien o algo que vaya a lanzarle reproches? Claro que no, salvo ese silencio atronador que asusta a determinadas horas de la noche. Ser sincero con uno mismo es la peor de las tareas, por dificultosa y por cruel. Poco son los que se enfrentan a pecho descubierto con sus legítimas realidades. Intimidada por sus propios pensamientos, por los deseos ocultos y el futuro poco prometedor de la falta de ambición y emociones que permite la tranquilidad, decidió afrontar todos esos interrogantes que nunca tuvieron el valor de presentarse ante su conciencia. Se asustó de los hallazgos, del inmenso vacío que respiraba, enorme y grotesco, tras el barniz irreal de lo construido.
No se puede erradicar lo que uno conforma debajo de la manta fúnebre de las apariencias. Quiso averiguar quién era detrás de todas aquellas mentiras y descubrió que no era nadie.

02 septiembre 2014

Abismos

Me dijo que años atrás estuvo una temporada de visita en el infierno.
Hablamos de los enfrentamientos mudos y con nocturna violencia. Era el terreno donde se batía y donde las desventuras del pensamiento se hacían más intensas, más notoriamente reales; como si lo esencial de nosotros se revelara en nuestras carencias, en las zonas más vulnerables del día.
La garganta dura y áspera, los ojos dilatados, restos de ropa por el suelo, colirio sin abrir.
Despertaba de madrugada, pero se negaba a claudicar al momentáneo alivio que ofrecen las pastillas y somníferos. El sucedáneo de un remedio.
Y se pasaba horas en ese estado de sopor a caballo entre la vigilia y el sueño, tratando de espantar demonios y lastres del pasado, con el alma enredada en la red de sus propios hilos, en la trampa sombría y cruel que llamamos depresión.
Muy a duras penas quedaba con la mente en tierra de nadie, pura y libre tal cual la infancia, como esa época en que nacen los primeros recuerdos, cuando la memoria es una cápsula por estrenar y se va llenando de vivencias y sensaciones.

Es hermosa, delicada y amable. El tiempo en aquella dualidad de uno mismo apenas se cebó con marcas en el rostro y en su aspecto ahora saludable. Otros ni siquiera consiguen regresar de ese viaje al precipicio.
Me entrevisté con ella en un tranquilo bar de un barrio céntrico, donde bebemos una cerveza detrás de otra  y hablamos atraídos por la curiosidad mutua. Ahora dice haber superado aquellas huellas tristes y perdurables, aquel cristal en el corazón, y que no se puede vivir con miedo.
Imagino que no, que no es forma de dar pasos sólidos por la existencia. Y pocos valoran la discreta heroicidad de mantenerse firme, de seguir tan consecuentemente su camino a expensas de ese miedo, de la amenaza constante de la cuchilla de afeitar o el gatillo.
Me gustó su porvenir. El que pude intuir en sus ojos, en su sonrisa desbordante de creencias.
Seguimos bebiendo aquella noche, celebrando las inocencias y las tragedias perdidas, dejando atrás sus estigmas y mi presente. Vivir ya no era una tarea dramática.  

24 julio 2014

Posesiones

Ella aparcó por fin y consiguió bajarse de un coche de ligera ostentación y dudoso gusto estético, y se puso a caminar despacio cerca de la balaustrada del paseo marítimo, sintiendo de nuevo aquella fresca brisa  familiar, olores y sensaciones que la transportaban a la infancia. 
Y allí, con una mueca pensativa, relajada y ajena a todo el entorno que la rodeaba, su mente voló en divagaciones, y antes de ser siquiera consciente de ello, ya estaba recapacitando sobre el verdadero valor de sus posesiones materiales.
Pronto la palidez de su semblante intuía lo que sus ojos acuosos reflejaban, esa introspección hacia sí misma que ensuciaba su mirada. Qué tenía y qué le faltaba. Y sobre todo, qué no poseería nunca, lo que no sería capaz de hacer, lo que el dinero no alcanza ni mitiga.
Porque los años habían impuesto su particular ley, la torrentera lanzada hacia adelante que no entiende de treguas. Por su mente desatada se le presentaron los hijos criados con limitado cariño que no fue capaz de mantener a su lado; también la novela que nunca escribiría, y los aplausos sordos;  la deuda pendiente que nunca podrá cobrar, las ambiciones fracasadas que ya no tiene razón de ser. Porque siempre se creyó destinada a las hazañas más extraordinarias, a las sensaciones más intensas, al triunfo de la vida notoria sobre la mediocridad.
Y tiene un buen coche y un buen piso y un (aún) buen culo que pasear por el club de pádel. Remiendos con los que adornar su mortaja. Sabe exactamente dónde estuvo el punto de no retorno en el que no se atrevió a romper sus cadenas. La década improductiva en que se dejó llevar, pensando que resignación era lo mismo que responsabilidad. Y no reparó en la ausencia de tesón, de valentía, de garra, con la que lanzarse a lo que de verdad quería. Desafortunadamente, son ya líneas que no se escribirán y proyectos que quedaron en simples amagos. Ese tren no es que ya haya pasado, es que le ha pasado por encima, destrozándola en mil pedazos, y en el interior de su cuerpo bruñido ahora quedan los restos y los remordimientos. Las veces que intercambió sexo por olvido, besos por revanchas. La amiga a la que no ve y el valor que le falta para llamarla, porque el silencio y la vergüenza ya se adueñaron de todo y sabe que es más fuerte que la antigua amistad.
También acepta que nunca dejará de fumar, pese a los estériles intentos que sólo le expusieron fríamente su falta de fuerza de voluntad. Y vuelve compungida al coche, con nuevas certezas en las que nunca había reparado, como la adquirida rutina de preparar su sueño entre el escitalopram y el licor de hierbas, entre la Dormidina y la media decena de cigarrillos.
“Tenemos posesiones, pertenencias. Pero nos falta aquello que pudimos ser y no fuimos. Y todo lo que nunca ya será”, piensa.

11 julio 2014

Sombras



En Canarias casi se ha puesto el sol y aún hay gente en la playa, apurando el sofocante calor que todavía impregna el aire. Un padre, en pie, observa atento, vigilando los chapuzones y saltos de su hija de unos seis años, que corre por la orilla, ajena a todo lo que no sea su mundo que ahora está formando por mar, arena, diversión y riesgo. Yo trato de concentrarme en las páginas de una novela barata, de ésas de no pensar demasiado que entretienen lo justo para pasar el rato y olvidarte de ella en el momento que pasas la última hoja. Ni siquiera la literatura modesta me hace tener la mente ocupada, porque toda ella la llenas tú. De forma inabarcable, para no dejar entrada a nada más.
 Creía que por huir, por irme lejos de mis jornadas conocidas, iba a conseguir desembarazarme del fantasma de tu ausencia. Cómo te echo en falta, Luis, no te imaginas la fase desconcertante que me invadió cuando tú te fuiste. Y eso que desaprobaba tu egoísmo, aquella necesidad de anteponerte a ti a los demás, incluso a tu mujer. Pero ya no podía sufrir la dentellada de la decepción, ya no, porque te conocía demasiado. Estaba tan habituada a ti que todo me era indiferente, más o menos frío y aceptado, primero por inercia y luego por costumbre.
Entonces me parecía bien una rutina de días iguales, esa seguridad que dan los hombres como tú, de los que no esperas grandes acontecimientos ni tampoco intelectos fascinantes, pero saben cuidar lo más básico, son capaces de ofrecerle confort a la mujer más escéptica.
La coherencia de mi vida tenía su médula en tu presencia de olor a tabaco y a la colonia de Reyes. Eras la mejor terapia para ahuyentar mis temores. Me gustaba cuando acariciabas mis mejillas y sonreías de lado, queriéndome en silencio. Qué silencios tan elocuentes los tuyos, tan cargados de sentido. Silencios en el momento oportuno, que significaban una vida anterior aprendiendo a conocerme. Miradas, gestos, ademanes, actitudes…Probablemente mi belleza extraña fuera adquirida gracias a tu forma de mirarme, tan vital y tan necesaria.
Como pude me sobrepuse a los muchos momentos de flaqueza. Me anestesiaba con somníferos y trataba de dormir mucho; cuando duermes, los pensamientos se dispersan. Despierta, siempre recurría a la figura inmensa del cariño que me tenías, a la extrema adoración a la que siempre será tu mujer. Fue el amor por ti el que me mantuvo viva ante la desolación de esos armarios que de pronto se vaciaron, ante la suscripción del periódico que a diario llegaba para nadie, esos pasillos donde ya las pisadas no resonaban al oírte entrar. Qué rabiosa sensación de impotencia invade un cuerpo ante la certeza de la ausencia de otro. Un cuerpo que nunca más transmitirá el amor de los abrazos más sentidos, ni se aferrará a la viveza de las pieles en las noches más frías.

En Canarias se ha puesto el sol y la playa se vacía. Apenas quedan unas figuras lejanas entre las últimas inútiles sombrillas. El bar está cerrado, con la persiana bajada hasta la próxima jornada de ocio y descanso. El padre prudente hace un rato que secó a su hija y se la llevó de la mano, al lugar de la infancia donde los sueños siguen siendo eternos en verano.
No he terminado ni el siguiente capítulo de la novela y está a un lado de mi toalla. Yo sigo sentada, cubierta de sombras; con los pies metidos en la arena, mientras en mi mente tu memoria se niega a hacerse de noche.

23 abril 2014

Pantallazos (3) Hombres



Todos quisimos ser nuestro héroe del cine. Varios de ellos. En mi época era diferente, claro, no había tipos en mallas con superpoderes en tres dimensiones, ni videoconsolas que idiotizaran a los niños. Hacíamos la vida en la calle, jugábamos a los espadachines y corsarios porque habíamos visto a Errol Flynn, y también apretábamos el gatillo de revólveres de plástico como John Wayne, ¡Bang, Bang!, en aquellas interminables tardes de verano donde la infancia no alcanzaba aún un inimaginable crepúsculo y los indios siempre estaban al acecho.
Queríamos aprender a andar y a moverse como Gregory Peck, y los más osados intentaban encarnar una ceja a las niñas, tal y como sabían que hacía Bobby Mitchum; o forzaban la sonrisa de William Holden, el 'Golden Boy'.
Durante mi vida he admirado a muchos modelos de hombre en pantalla, diversos y con sus particularidades, sin poder decantarme por uno solo. Claro que, de manera inapelable, Cary Grant es Cary Grant y luego están todos los demás.
Algunas veces me hubiera gustado ser como el orgulloso y peleón mendigo de El emperador del Norte, que interpreta ese hombre genuino y excepcional que fue Lee Marvin. Otras soy inmaduro y jovial como el gracioso y tierno Marcello Mastroianni de la poética Ojos negros, a pesar de revelarse un cobarde que no se la juega por amor, que finalmente renuncia a la vida que no se atrevió a vivir.
En ocasiones uno desearía tener la frialdad calculadora  del magnate del cine que es Kirk Douglas en Cautivos del mal, con esa capacidad de fascinación incluso entre sus enemistades. O los valores del Joel McCrea de Duelo en la alta sierra, capaz de unirse finalmente con el amigo que lo traicionó, en un tiroteo a la vieja usanza contra el enemigo común, alejando a los chicos para que no lo vean morir.
El orgullo de Dean Martin en Río Bravo, esa tremenda dignidad para hacer frente a sus fantasmas, aunque allí el héroe fuera El Duque, y encima al que Angie Dickinson le tiraba los trastos, con aquellas piernas de infarto.
Tampoco estaba mal la clase de Laurence Olivier en cualquier registro. El coraje de Glenn Ford en Los sobornados me llama la atención, como si fuera yo alguien capaz de enfrentarse a los matones.
Aunque por etapas uno se siente más como el Woody Allen de sus mejores películas, atrapado en una vorágine urbana donde se sucede la vida cultural, el postureo intelectual y las historias de amor con maraña de edificios de fondo. Y somos igualmente insignificantes y en ocasiones ridículos. Encerrados en una peli de Buñuel. Y fantaseamos con conducir como Steve McQqueen en coche por San Francisco, como McQueen la moto...¡qué diablos!, ser como Steve McQueen en cualquier ámbito y lugar, conduciendo cualquier cosa.

Ahora paseo por un supermercado de mi ciudad natal, haciendo la compra rutinaria, arrastro pesadamente el carrito y lo único que me puede ocurrir es encontrarme a ese viejo amor, luciendo embarazo, con el lacerante recuerdo en su mirada y el poso de los años, tal cual la historia de Robin Wright en Nueve vidas. Que no es poca cosa.
Ya no se persiguen sueños que nos despierten en otra realidad. Porque uno ha aprendido a convivir con sus canas, con sus memorias y contradicciones. Con los libros apilados y las fotos antiguas. Los besos perdidos. Con la certeza de todo aquello que ya no será. Y con sus héroes de pantalla.

04 abril 2014

Martillazos



Una nota de despedida escrita a mano en la cocina. Un canuto a escondidas entre la sordidez de cuatro paredes. Siempre vagando de aquí para allá con las pertenencias a cuestas. Detalles que marcaron mi juventud, mientras aprendía a salir adelante como podía en la lucha por la existencia.
Tenía 21 años cuando vi La vida soñada de los ángeles, y evidentemente fue una de las cosas que más profundamente me impactaron frente a una pantalla. Un mazazo como si hubiera sido golpeada con un martillo. Tal vez porque conocía demasiado bien aquello de lo que hablaba. La tragedia cotidiana de tantas mujeres anónimas alineadas en fábricas del primer mundo. La amistad frente al naufragio. Las personas que sólo buscan que las quieran, y son pasto de los hombres sin corazón que las despojan hasta de su dignidad. El tremendo abismo al que te pone la soledad.
Entonces todo en mi vida era confusión, me alejaba de los hombres por pura tendencia natural a la desidia, despreciaba (y aún lo hago) esa diferencia de clases que intenta marcar los límites y los territorios de cada estamento social, barnizado todo con esa capa de hipocresía e ignorancia que lo ensucia por completo. Formaba parte de esas almas errantes que buscan compañía en su largo caminar, tenía ilusiones de escapar, de esperar a que un día me sonriera la suerte.
Los hombres son tan simples que no entienden, si acaso comprendieran lo que realmente nos pasa por dentro...pero dales una cerveza y un partido de fútbol y se olvidarán de todo, felices en su universos ficticio de ídolos de barro. Y puedes pasarte años viviendo en la misma casa con una persona, sin que ésta te conozca en absoluto, ni siquiera intuye que hay detrás de tu mirada, cuando se torna melancólica, cuando sonríes con muecas forzadas, o el lenguaje de silencios que tampoco saben interpretar.
La extraña sensación de sentirte sola, rodeada de gente. O por qué escribimos en diarios que sólo serán leídos cuando no estemos. Y el lugar que ocupan en nuestra memoria las personas a las que ya no vemos. Los amigos que alguna vez pasaron por nuestro entorno para compartir un pedazo de nuestros sueños rotos. Alguien con quien pasar los años más duros del invierno, mientras aguardamos encontrar el esplendor en la hierba, o simplemente juntarnos con la persona correcta. Ya lo dije, vidas anónimas, rostros cualquiera en alguna ciudad de tantas. Nuestros dramas rutinarios que nadie tiene interés en contar, que no salen en las portadas de las revistas, porque lo forman mujeres que han nacido para perder.
La aspiración de ella era sobrevivir. No anhelaba demasiadas cosas, tan sólo ir tirando.
Espero, mi amiga, que hayas encontrado esa vida que soñaste, que te hayan salido alas para poder volar.

05 marzo 2014

Pantallazos (2)



Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido.
Los puentes de Madison 

Míranos, nos engañan como quieren, los 'happy end' de Hollywood, llenándole la cabeza a la gente con la esperanza de que hay alegría y amor más allá del dolor. Quieren ocultarnos muchas veces la verdadera realidad, que significa que un día sin más la voz se acaba, no la volvemos a escuchar jamás, como en esa película que estrenan ahora, Her. Y se terminan sus llamadas, sus confidencias y sus risas. Y cuando se emborrone su sonrisa y se sequen nuestras lágrimas, aún estarán esas otras películas, el espejo en el que se mira la vida; ésas que no quieren engañar ni edulcorar las existencias. El avión donde ella va toma altura y se larga, y tú te quedas abajo, con cara de pasmarote, como Bogart en Casablanca. Punto.
Nuestra ambición, proyectos y orgullos quedan insignificantes cuando el tiempo nos devuelve al suelo. No podemos seguir fingiendo que todo está bien. No es fácil admitir la derrota, dice un personaje femenino en la serie True Detective. No, no es sencillo reconocerse a uno mismo que ha sido vencido, que lo que estaba construido sobre mentiras al final terminó intoxicado por su propia podredumbre.
¿Cuántas toneladas de rutina se es capaz de aguantar? ¿Cuánta pasión real tuvo que dejar atrás Meryl Streep por preservar unida su familia en Los puentes de Madison? Cuántas veces no se despertaría en la noche sangrando de amor, recordando su voz, sus ojos, esas manos que ya no la volverían a tocar nunca.

Es demasiado. Como el peso de las amistades traicionadas. Qué solo se queda Pat Garrett después de matar a su amigo, qué desolación la del oficial ruso visitando la tumba de Dersu Uzala.
Convencernos a nosotros mismos de que no podemos dejar de ser lo que somos, tal como lo hacía Shane en Raíces profundas. Guiar nuestro caballo hacia una estrella errante.
Nos queda apoyarnos sobre un coche a esperar que llegue la mujer, para que pase de largo, y percibir su desprecio. Ahora sé cómo se sentía Joseph Cotten en El tercer hombre, o porqué el niño mudo afirmaba con la cabeza, mintiéndole a ella, diciendo que sí se marchaba con su amor traidor, en Retorno al pasado. Para que ella pudiera seguir hacia adelante, para que no sufriera, para que la vida y el tiempo le dieran la oportunidad de olvidar.
No sé, yo me emociono con esas cosas, me emociono con Nelly y el sr.Arnaud y ese viejo mirando a la chica dormir, también con Jean Simmons mostrándole su hijo a Espartaco crucificado.
Porque al final del camino de la lucha, de la rebelión y de la venganza siempre espera el cementerio, la cárcel o el destierro. Los héroes no sobreviven en las películas de mi vida.
Y es que en la vida real no pasa eso. Te hieren de verdad, te hunden sin pestañear; mira a las personas condenadas al paro, a dormir en los cajeros automáticos, asesinadas en países donde dios aún no ha puesto su mano, o niños violados por los que supuestamente deberían librarlos del mal.  

Pero, si pudiera elegir, me gustaría quedar inerte entre caballos, como el protagonista de La jungla de asfalto. O largarme rechazando el dinero y el reconocimiento mientras lo mando todo a la mierda y a todos al infierno, como el desesperado trotamundos de Quiero la cabeza de Alfredo García.
Como veis, mi idea del cine no es muy amable. Hay que ser vaquero, sí, o soldado de caballería, pero admitiendo que tu final será a manos de los indios, un blanco acorralado en Murieron con las botas puestas.
Incluso John Wayne, que solía salir indemne y a salvo de todos los tiroteos, sabía en la que era su película final que también tenía que ofrecer un testamento en pantalla. Ese hombre viejo y enfermo de El último pistolero, ese héroe de leyenda que se despide de allegados e intenta dejar los asuntos en orden antes de enfrentarse a su última batalla, me sigue produciendo un nudo en la garganta. Yo, de ser Lauren Bacall, también lo amaría a perpetuidad.

22 febrero 2014

Pantallazos



Mi vida se ha hecho de imágenes asociadas a recuerdos. De personajes ligados a sensaciones. Años felices de infancia y celuloide en el que observaba sentimientos de pantalla con los que no lograba conseguir asociación, pero ya buscaban ansiosos un hueco en mi memoria.
Ahora, que ha pasado el tiempo, que la existencia me ha enseñado lo que implica ser mujer y pagar las facturas de ello, descubro que aquello tenía otro significado, encontrado al moldear la percepción que supone madurar.
Como los dos personajes derrotados de incierto futuro que aún así siguen sonriendo y jugando en la soledad nocturna del campo, en el final de En bandeja de plata. Un mensaje que nos mandaba el genio Billy Wilder que, pese a todo, hay que seguir manteniendo la brizna de alegría.
De alguna manera, es similar al ataque de risa en El tesoro de Sierra Madre después de perderlo todo. No es de extrañar, ya que su director, John Huston, realizó uno de los más desoladores retratos de los hermosos vencidos en Fat City, antes de que yo supiera que la vida se puede congelar y puede ser absurda en la barra de un bar.
Aquella pregunta cargada de significado de Tony Curtis a Janet Leigh en Los vikingos: "¿Por qué ha dudado?", le peguntaba a la que entonces era su mujer en la vida real, sin saber que había matado a su hermano.
Pude llegar a sentir una mezcla de comprensión y compasión hacia la mujer del futuro senador que nunca mató a Liberty Valance, la que eligió el éxito y la seguridad por encima del hombre que amaba; aunque algunas preferimos la flor de cactus a las rosas.
Vivir pasiones que no mueren ni con el paso de los años, sentir el ardoroso peso del pasado como Gérard Depardieu y Fanny Ardant en la desbocadamente preciosa y trágica La mujer de al lado.
Y mientras en boca de todos está El lobo de Wall Street, yo pienso bastante en otra película de Scorsese, aquella que siendo niña me aburrió y hoy se presenta devastadora. Cómo mira Michelle Pfeiffer a Daniel Day-Lewis en La edad de la inocencia, ese amor oculto lastrado por una sociedad hipócrita de apariencias, atravesados sus deseos por esa doble moral que aún hoy pervive en determinadas familias, salvando los muebles de una aburrida rutina que no dé que hablar. Así, conmueve el individuo que renuncia a arriesgarlo todo, la mirada del hombre canoso a la ventana abierta donde aguarda la que fue su última oportunidad en el terreno sentimental, y ese pesar entrado en años que renuncia a subir, sabiendo que la vida le ha pasado por encima.

05 febrero 2014

Segunda juventud



Antes llegaba a casa y estabas tú. Era totalmente distinto. El cuerpo cansado, la boca seca; y un rico plato esperando encima de la mesa, junto con el queso y la cesta de la fruta. Era agradable verte así, con el delantal puesto, que se ajustaba perfectamente a tus caderas, y el olor a aceite friéndose, justo al caer la noche.
Me gustaba llegar y abrazarte por detrás, el olor del suavizante de tu pelo, el aroma de tu piel joven y tersa, mis manos posándose en tu culo, y tú deshaciéndote de mí entre risas y tímidas protestas.
Nunca me gritaste, nunca trataste de faltarme al respeto ni me llamaste viejo o carca. Tampoco hacías preguntas cuando yo llegaba de estar con los compañeros tomando unos vinos, los días que el tiempo y las rondas se nos iban de las manos, y nos pasábamos de frenada.
Hablábamos, hasta altas horas de la madrugada, despreocupados aunque hubiera que madrugar al día siguiente, tomando vino tinto en alguno de esos vasos de sibarita que habías comprado, porque te gustaba mimar los detalles, las pequeñas caricias del día a día. Nunca había tenido la casa con tantas pijadas: un cubremanteles, un gato de porcelana adornando en la cocina, un cuadro de algún significado críptico, el jarrón con las flores de la entrada.
No te cortes el pelo, te decía, me gusta así, la melena salvaje, que me cayear por la cara cuando en la cama tú estabas encima mío y te inclinabas un poco hacia adelante, casi hasta abrazarnos. Incluso por la mañana me despertaba con el vigor de un chaval. Te veía salir de la ducha, y ya me excitaba sólo con verte caminar descalza por el suelo de madera del piso. De verdad, con verte las piernas ya me empalmaba.
Luego llegó el frío a nuestras vidas. Aquella mañana que me llamaron al despacho del jefe. El tiempo del paro. La búsqueda estéril de otro trabajo. E l miedo, las discusiones, el distanciamiento. Aquella noche en el casino en que fundí la mayor parte de lo que me quedaba. Comencé ganando al principio, te lo juro nena, una buena racha, envalentonada con las copas. Luego empecé a perder, entonces seguí jugando para recuperar ganancias. Al poco me vi intentando recuperar las pérdidas. Y cuanto más jugaba, más perdía. Me fui cuando se negaron a seguir sirviéndome alcohol y cuando mi tarjeta en el cajero del casino dijo que ya me había dado el límite de efectivo por un día.

Qué gélida resulta esta estancia sin ti. He prescindido de la calefacción central. Tengo uno de esos radiadores eléctricos en la habitación, que sirven para calentar la estancia, pero alumbran y de noche no puedes dormir con ellos encendidos porque dan una luz horrorosa. Entonces lo apago y vuelve el frío y me tengo que tapar con un montón de mantas. Yo, que no pasaba frío en la cama porque dormía pegado a ti, sólo con la ropa interior.
Mis amigos hacían comentarios, decían que estaba viviendo una segunda juventud, que no la había visto más gorda, un carcamal como yo, cerca de la jubilación, con una mujer a la que sacaba tantos años. Recuerdo cuando un primo de Sergio, que encima apenas tenía confianza con él, insinuó en el bar que eras puta, y le partí dos dientes de un puñetazo. Demonios, yo me rajé los nudillos con sus piños, y me estuvo doliendo la mano una semana.
Pero estoy mayor para estar en los bares y para meterme en peleas. Aunque bajo a menudo porque nunca aprendí a cocinar. Ya sabes cómo somos los hombres de antes. Ahora me queda tu recuerdo y pizza congelada en el frigorífico. Platos ya hechos recubiertos de plástico que compro en el supermercado, alimentación basura de esa para cuando como o ceno en casa. Latas de cerveza acumulándose en bolsas, y bolsas de basura que me da pereza bajar. Incluso siento vagancia de afeitarme, cuidar el aseo personal. A veces me miro al espejo y por dignidad, por puro orgullo, me afeito y me doy una ducha. Entonces parece que recobro algo de hombría, de respeto hacia mí mismo.  Y salgo a pasear. No me acostumbro a no realizar el ritual matutino de prepararme para la jornada laboral. A observar al resto de ciudadanos encaminándose hacia sus rutinas, pasando a toda velocidad por las aceras, subiendo al transporte público.
 Uno se pasa años maldiciendo al despertador, pero es descorazonador cuando tiene las mañanas muertas, cuando te dejas despertar por puro proceso natural y a veces el cuerpo se niega a responder, a encontrar las fuerzas para salir de la cama a hacer nada.

A veces se me ha pasado por la cabeza la idea de ir a la empresa y meterle dos tiros al jefe, y a lo mejor también un tiro de propina a la puta de la secretaria, que es tonta y todos sabemos que a ella no se la despide porque se tira a uno de los de arriba. Pero qué culpa tiene el pobre bastardo. A él le dijeron reducir plantilla, y sólo fue el que tuvo que dar la cara, el mensajero de malas noticias. Por eso pienso que lo mejor es atracar un banco. No robo el dinero de ningún currante, en realidad, esos cerdos ganan cada vez más en tiempos en que la gente lo pasa cada vez peor. Ponerme una media en la cabeza, coger la escopeta de caza e ir a la sucursal más cercana. Pero con la suerte que tengo, seguro que hay un guarda de seguridad, de esos explotados a jornada partida, que tiene un arma conseguida con una licencia fraudulenta, y me pega un tiro. Tal vez me da en el hígado, y en vez de mandarme al carajo de golpe, agonizo horriblemente camino al hospital, entre terribles dolores y maldiciendo mi destino.
No sé, son cosas que pienso, desde que llego a casa y no estás. Ya no está ni el jodido gato de porcelana. Y mira que era feo. Pero me gustaba porque lo habías traído tú.
Pero no hay lugar en el mundo para un viejo como yo. Incluso nos han condenado a la resignación. Cabrones. Qué bien sabían que si me despedían antes de la jubilación, no habría siquiera pensión para los años que me quedaran. Encima se ha estropeado el maldito radiador eléctrico. Y me he dado de baja de la tele por cable. Lujos que no me puedo permitir. Precario y alcohólico como cuando era un chaval. Bebo otra lata de cerveza. En la 2 están echando un documental de animales.

16 enero 2014

Aquel esplendor



"Dedicado a esos muchachos y chicas que se acercan en ocasiones tímidamente y, en otras, como los que buscan una tabla en el mar, después de un naufragio. Porque creo que tan sólo eso puedo ofrecerles: precarios restos de madera".

Qué significado voy a otorgarle yo, qué remedio vamos a darle a la juventud venidera, a los nuevos delineantes del abismo, nosotros que hemos jugado de manera irresponsable con nuestra salud, nosotros que alentamos al peligro, temerarios habitantes de la noche, utilizando las drogas como remedio.
Hijos del Bukowski Club de Malasaña y de la crisis, alcohólicos herederos de Fitzgerald en las barras de la madrugada, solitarios merodeadores de los pub de Londres y de los hostales sórdidos de Europa Central.
Cuáles son las recetas ante el infortunio, ante el horror y la soledad, de qué forma encarar los golpes de la vida cuando viene en forma de traición. ¿Recomendarles que se entreguen a los vicios anestesiantes, que busquen refugio en la literatura?
Nosotros, que construimos un torbellino desatado y éramos jóvenes y hermosos mientras pasaban las semanas muertas, que fuimos aventureros perdidos en territorio hostil y cálido, apurando cada sábado, que creímos en los ilustres escritores muertos como una coartada moral mientras nos tiemblan las manos al hablar con una mujer, no por nerviosismo sino por si pueden oler nuestra derrota, mientras nuestra vida se nos iban pensando en el pasado que ya no volverá y en el nebuloso futuro que no iba más allá de la resaca del día siguiente.
Nosotros que crecimos creyendo en las estrellas del cine, en la luminosidad de los focos y la belleza eterna, como si pudiéramos entrar a formar parte de ese esplendor, mientras hacíamos tintinear los hielos en el whisky y fumábamos como Robert Mitchum en 'Adiós,muñeca', utilizando la conversación como arma cultural. Y aunque conseguimos conquistar a algunas princesas, han sido muchas las que han quedado heridas en el camino, por nuestro lento caminar que arrasaba con todo sin importarle nadie demasiado, cansados como estábamos de corazones rotos y de caras de porcelana que escondían dentro seres abyectos.
A pesar de nuestras bajezas hemos intentado seguir siempre unos códigos de honor, que nos convirtieran en personas aunque fuéramos seres en entredicho. Sombras desesperadas porque muchos de nuestra generación ya habían dejado de salir y de vomitar, en eso que llaman formalizar, y les dedicamos un pensamiento entre sonrisas y miradas, buenos gestos y anécdotas, para rescatar algo de esperanza ante el fracaso, con nuestras caras juveniles aún sedientas de ideales, mirando el nuevo día en distorsión como si quisiéramos retroceder diez años, pensando en la treintena y en todo lo vivido, a medio camino entre el desgarro y la belleza.

Nosotros, que encontramos compasión en los labios que quisieron cedernos un beso fugaz, que fuimos rehenes de nuestros sentimientos desbocados y de nuestra necesidad de apagar la sed en copas sin fin.
Qué lección vamos a volcar, entonces, en aquellos que vendrán, aún más desganados, con la gélida perspectiva del exilio en la mente y la precariedad laboral, buscando ellos también oasis en los baños de bares y fuegos artificiales en las luces de neón. El momentáneo espejismo de la desbocada juventud eterna. Aunque un día se despierten y el punto ideal se haya ido pero quede la resaca, la depresión, la angustia existencial. Tal vez encontremos confetis en los zapatos, restos de las fiestas agonizantes que una vez fuimos, mientras esperabas verla de nuevo aparecer, doblar la esquina de la barra de aquel bar.
Y me acerco a eso que los pioneros llamaron formalizar. Tener una boca junto a la que despertarse cada día.
Ahora que la noche ha terminado, queda la sonrisa de comenzar el camino de un nuevo alba. Aunque haya un breve momento en el que piense, si echaré de menos ese otro amanecer, el que se distinguía nebuloso a través del humo de los bares.

09 enero 2014

Te conozco



Nunca sientes la vergüenza del silencio

Hay personas que asumen lo incierto de la vida con valor y coraje, aceptando lo inevitable de las variaciones, enfrentándose cada día con una fuerza inusual que les otorga además el desconocer el futuro, lo que les parece una idea fascinante, aunque se planteen angustiosos interrogantes acerca de la existencia.
Pero nunca tuve alma de aventurera, y no me gusta improvisar, corriendo el riesgo de quedar a la intemperie del destino. ¿Quién quiere arriesgarse? Ser valiente en la edad más fértil y peligrosa a veces conlleva ser estúpido. Los amores de las novelas y las películas son eso, burdas artimañas de la ficción, pero en la vida real tienes que jugar con las cartas que te dan, y no merece la pena envalentonarse con un órdago cuando tienes una mano segura. Y confortable.
Los amores no tiene que ser intensos, deben ser incondicionales. Duraderos. Que no se planteen demasiados interrogantes y acepten las respuestas de buen grado. El enamoramiento es el camino más fácil para volverse loca. Me basta un amor que no me falle.

Me da igual que me tachen de conservadora o conformista, es muy de ideales de juventud preferir volar libremente, a expensas de los disparos, a quedarse en tu jaula de oro. A mí los barrotes no me incomodan. Los tengo desde siempre, forman parte de mi memoria genética. Y me dan calor. Consuelo. Respiro. Es confortable tener una seguridad que ha sido perfectamente meditada.
Está bien contar con posibles, ser admirada, huir de los rumores, mantener una marca intachable. Esa firma lo acredita. Lo siento mucho por las hienas y resentidos, pero yo soy la señora de. Quien quiera acusarme que tire la primera piedra. Que levante la mano el que no lleve a cuestas algún tipo de hipocresía en su vida.
Lo que pasa que les fastidia verme sonreír, contemplarme bien vestida, impecable siempre, con una familia maravillosa que prefiere no hacer preguntas para perpetuar este sistema que nunca ha dado que hablar.
El único pero que puedo destacar es que, de vez en cuando, cada mucho tiempo, se me cruza alguien que me mira, y parece que en esos desconocidos ojos hay rescoldos de otros tiempos. Esa persona que no dice nada, sólo un simple intercambio de miradas, pero que en sus ojos firmes encuentro un escalofrío, breve, fugaz, como si me hubieran descubierto y dejado desnuda y expuesta, adivinando como soy; un escalofrío porque me parece que en su gesto del rostro puedo leer: "Te conozco".