Nulla dies sine linea

26 marzo 2011

Más, por favor



Me di un susto de muerte cuando al ir al baño me encontré con el azul de la mañana en la ventana. Había amanecido ya, la noche se me había escapado en un suspiro; me volví rápido a la habitación y me quité la ropa, entrando en la cama, como persiguiendo a la noche que se desvanecía. Y como si quisiera llegar a un acuerdo con la incipiente locura, permanecí despierto una hora más, mirando las sombras del techo, con la cabeza estirada y muy recta sobre la almohada.
Al despertar tenía la mente embotada, pero con el avanzar de la tarde se me fueron aclarando un poco las ideas. Sentado afuera, mientras una suave birsa se esparcía por el pelo, creí ser consciente de estar viviendo la peor de las películas jamás filmada, que nadie se atrevería a estrenar. Pensé cómo cuando era niño había vislumbrado en una sala oscura aquellas películas que tanto marcaron; la impresión, el ritrmo, las imágenes precisas y vivas de aquellas cintas persistían en mi memoria, en primer plano. Y al salir del cine, esas películas me habían introducido en un mundo mucho más rico y brillante que ellas mismas, un mundo que existía más allá de las butacas y las puertas del teatro; y era ese mundo sugerido, el que me impulsaba a buscar por cada rincón de mi existencia la forma de vivir mi propia película.
Y vaya si la había vivido. Cada beso, cada despedida, cada pelea, los amantes inservibles que se abandonan en un aeropuerto...todo fue digno de filmar, el celuloide de mis días, mi vida estaba plagada de pasiones volcánicas, miradas que dicen lo que el mundo entero esconde, el lugar solitario, el último tango en el París que hicimos a nuestra manera, las raíces profundas nunca fecundadas que quería a tu lado, perder la razón en tugurios de buscavidas, cocinar para ti en nuestro apartamento, volver cada día al último atardecer con la temeridad suicida de un grupo salvaje.
Había superado las expectativas que desde pequeño vi a tantos ilustres actores llorar, reír, luchar, amar y morir. Pero, ¿qué había pasado conmigo ahora? Perdiendo las noches sin moverme de mi rincón, anclado, atrapado, sin saber qué hacer como un sujeto inservible entre los restos melancólicos de una feria, un peluche que nadie ha reclamado ¿He aprendido todo eso y vibrado frente a la pantalla para tener esta monotonía sin estímulo que me deja como un pasmarote sentado en el sofá meditando, viendo la estantería como si albergara algo interesante mientras la noche me traiciona y abandona?
Supongo que mi epílogo está por alguna parte, los últimos minutos de una obra maestra, e iba a ir a por ellos. ¿Sería un triste adiós mientras me abandono a las sombras?, ¿sería la confirmación del amor, o tal vez un duelo al sol? Lo ignoro, pero salí a por él, desde ese mismo porche donde estaba sentado por la tarde, me fui a seguir haciendo mis propias filmaciones, una luz de cámara que ilumine unos ojos absolutos, el abrazo frente al mar, no conformarse con un prodcuto pasable y fácil de olvidar, ser lo mejor de la vida de alguien, mi caída con dignidad. Quiero amar como ellas, quiero mirar el mundo como ellos.
Desconozco el final del metraje, pero no será ver cada noche pasar, hasta agotar mis días, y ser abucheado por el público, por no vivir con la misma desesperada pasión y honradez de nuestros mitos de infancia, por sólo querer resignarse a una película mediocre, triste, apática, sin un broche digno de merecer, despertar de emociones en las gargantas, digno de poder considerar que has vivido.

19 marzo 2011

Mundos

Qué extraño resulta conciliar mi momento personal con la dura realidad de las noticias que nos golpean, contigo junto a mí, tumbada en la cama al calor de la promesa de primavera que hay en el aire, nosotros dos mientras el planeta está loco, el sufrimiento envuelve a las personas, los tambores de guerra atronan en el cielo, la muerte aguarda detrás de las esquinas; y yo aquí, con la juventud, la esperanza y la belleza entre los brazos; admirando la sofisticación de tu cuerpo, que me produce una vaga excitación esa sensación de que nos diriguimos a toda velocidad hacia un destino extraordinario.
La naturaleza se ceba con la tierra y a mí me regalan la criatura más hermosa que habita sobre ella. Mantenemos el silencio al caer la tarde, con las sábanas desordenadas extendidas de cualquier manera, mientras las agencias se vuelven locas, ese "mundo que se desmorona y nosotros nos enamoramos", el dolor de tantos seres humanos que contrastan violentamente con el vuelco al corazón que me produce catalogar tus ojos verdes en mi memoria, la paz que reina en el dormitorio, la adolescencia del idilio, el triunfo de las nuevas oportunidades que regala la vida, reflejo del orgullo por sentir, en contrapartida con tantas personas condenadas a no volver a experimentar nunca más el verdadero amor, que viven entre nosotros, rostros anónimos, como una sombra atrapada en sí misma, que esperan con resignación y cobardía aceptar el destino que se merecen por la ingratitud hacia las verdaderas pasiones.
Y yo que hasta hace nada tenía el alma vacía y silenciosa, como el aula de un colegio en pleno mes de agosto, restriego mi dicha por todos los rincones de mi victoria, el pelo dorado que descansa junto a mí, el aroma embriagador de las carnes, el olor del sexo en el aire y el convencimiento de tratar de poner cada momento a salvo en la memoria, como refugio para cuando aparezcan las derrotas, cuando regrese la convulsa existencia, poder encontrar amparo en el recuerdo de instantes como éste, en el rostro precioso que un día me sonrío; saber que la alegría te regala lo mejor de ella aunque luego retroceda, la sensibilidad de una mirada que observa el mundo como un territorio hostil que sabe entregarnos también lo mejor de él.
Y una fastuosa luna llena entra por las rendijas abiertas de la persiana empapando la habitación como un torrente plateado, aunque todo es terrible encuentro mi mundo en tus brazos. Tal vez no sea yo el que esté en el mundo, sino que es el mundo el que está dentro de mí, y sus miserias, sus guerras, desastres, alegrías, crepúsculos, lunas y amaneceres me van cambiando según se sucedan las situaciones, me moldean y hoy me regalan un poco de desastre en pérdidas lejanas y mucho de esperanza y un manantial de amor que promete de momento no ensañarse con las personas y respetar la tierra firme de mi alma.

14 marzo 2011

La última puerta

Existen en el mundo amores de todas las clases, pero nunca el mismo amor dos veces.


Las historias siempre suceden a lo largo de la senda del tiempo, que es quien en verdad lima los sentimientos, arroja luz sobre las vidas y plantea otros claroscuros sobre almas y corazones.
Daniel y María fueron lo mejor el uno para el otro durante más de tres años. Tres cálidos julios dejando que la sal del mar se adosara en sus cuerpos y en la piel siempre firme y trémula. Se querían por encima de las dificultades y los temores, más allá de cualquier sociedad y prejuicio, del bien y del mal, de cualquier cosa que se interpusiera entre ellos. Él la miraba como se mira a algo que se debe adorar desde una lejanía respetuosa, escuchando su risa, fijando los ojos en su boca carnosa y suave como una melodía, aquella suavidad de su rostro, lo inmaculado de su figura, las caderas donde perderse, el contorno de su espalda y el olor de la crema que extendía en sus piernas.
El final fue algo impresionante, personas que destruyen tanto en tan poco tiempo. Como un descenso alocado. No fue fácil acostumbrarse a ella, poseía una de esas inteligencias, incalculablemente valiosas y también peligorsas, que se dividen en comportamientos. Representaba una mezcla de sensibilidad y cinismo. Podía ser apasionada y también inquietantemente fría, admirablemente mentirosa. Tenía un conocimiento instintivo y piadoso de las debilidades de hombres y mujeres, por esta circustancia, secretamente se preocupaba mucho de mantener las apariencias. Por eso, renovó un amor de manera equivocada, alargando hasta límites absurdos una relación con un hombre del que no estaba enamorada pero que le era oportuno,  y llegó el día, la invisible frontera, en que comprendió que o rompía inmediatamente con él o aceptaba la responsabilidad de una relación definitva. Daniel no se extrañó cuando, a través de un amigo, se enteró de que María se casaba. Su férrea creencia en el convencionalismo había cedido finalmente, lo mezquino y lo mediocre de esta tierra, rebelando su auténtico carácter para encauzar la vida de manera provechosa aunque vacía, y entraba así en el grupo de mujeres incapaces de sentir emociones verdaderas.
Durante periodos interminentes a lo largo de los años, Daniel intentó imaginar cómo estaría siendo su vida, la dolorosa revelación de que ella nunca es lo que esperas, todos los momentos iguales, todas las noches idénticas, todas las sonrisas fingidas delante de suegras complacidas, esa muerte en vida que la arrastra año tras año al mismo punto del destino y no parece concebir la expectativa de nada nuevo, de algo sorprendente, de un estimulo foráneo que ponga una chispa de emoción a un otoño conocido. Una felicidad en harapos, una princesa sin trono; siempre abrirse de piernas con la misma silenciosa displicencia, siempre complacer aunque la pasión fuera un recuerdo entre las sombras de aquellos lejanos veinte años. Daniel se alegró de no estar allí para verla apagarse poco a poco, para contemplar día tras día el brillo de sus ojos desvaneciédose lentamente, unos ojos que parecían mirar más allá, hacia la oscuridad de la noche, hacia la oscuridad del mundo; y aquella juventud esplendorosa que en su momento la embriagó se convertía en una sombra de lo que fue, atrapada en un matrimonio obtuso y de desesperante apatía, un pasaporte hacia ninguna parte.
Daniel no hubiera podido hacer lo propio con una mujer de la que no estuviera enamorado. Si la hubiera querido, o hubiera fingido quererla, podría haberse casado; pero nunca habría sido capaz de sentir la menor emoción, de ir más allá de las mentiras protocolarias.

Fue en una fiesta de cierto nivel, en la que a Daniel se le escapaba el secreto de la misma, la clave para sentirse cómodo y tranquilo. Aquel ambiente de superficialidad lo impregnaba todo, había algo violento en la atmósfera, un clima de competencia, de inseguridad. Las conversaciones entre mujeres eran vacías y falsamente juveniles o se iban apagando en un clima de recelo. Ella estaba conversando con un pequeño grupo en corrillo. Por primera vez en ocho años la veía, y tomaba consciencia de la existencia pública de ella. Estaba sola, sin su marido esta vez, representando ella a los dos.
No hablaron de nada de sus vidas privadas, se había vuelto esquiva, con esa habilidad para eludir las respuestas que le dan significado oculto a las palabras más insignificantes. Entre ellos estaba el agradecimiento omnipresente, la nostalgia de sus conversaciones, y una inmensa y casi asustada reacción que les empujaba a buscarse, fijando la mirada, gesticulando con los labios y los ojos. Sus ojos claros, bajo la capa de los años, seguían llenos de futuro, como si no acabara de ofrecer la posibilidad de tirar la vida por la borda. Tampoco él había conseguido amar verdaderamente, seguía soltero y en cada relación que trató de comenzar descubría siempre la sombra de María, tan alargada como la del ciprés.
Al acabar la fiesta, con los camareros recogiendo los vasos y platos y los últimos invitados más bebidos apurando sus últimos tragos, Daniel la vio recoger su abrigo y se ofreció a acompañarla hasta casa. Era ya muy tarde, la noche podía ser cómplice de hasta las mejores intenciones. No se pararon a pensar ni siquiera quisieron mirarse demasiado. Apenas la rozaba con el brazo notaba que ella se estremecía.
Era el mismo trayecto que en los viejos tiempos, cuando la noche era joven y eterna, con todo un mundo de ilusiones por delante y ese placer de la belleza radiante entre las luces de la madrugada, el calor del romance, comiendo del fruto prohibido, los atardeceres de vino y rosas.
Todas las resistencias habrían sido inútiles. Era su piso de soltera, aún conservado como una reliquia inmóvil de momentos mejores. Daniel pudo ver que, tímidamente en una esquina, había una pequeña fotografía del último agosto que pasaron juntos. Miraban a la cámara desafiantes, con una sonrisa de seguridad, ocultos bajo gafas de sol y la luz de la tarde otorgando calidez al paisaje. Tenían el pelo mojado y una playa de fina arena quedaba a sus espaldas, como un estío inteminable.
¿Era miedo lo que vivía en su mirada? Mientras se descalzaba y dejaba a un lado los incómodos zapatos, le ofrecía algo para beber, lo mismo de siempre, con un poco más de hielo. No llegó a tocar la copa. Daniel le acarició la mano cuando ella extendió el brazo para ofrecerle el vaso. Sus bocas se encontraron casi sin quererlo. La atrajo hacia sí, murmurando que nunca la había dejado de querer, ella jurando ser de nuevo los dos, mientras él buscaba sin preámbulos los recovecos de su vestido. Entre besos y susurros, prometiéndose, volviendo a base de pasión desenfrenada a aquel tiempo anterior, como cuando uno vuelve a leer una historia trágica con la insolente esperanza de que termina de otra manera, así volvían aquella noche, apretando los cuerpos, acariciándose con desenfreno. Podía abrazarla hasta que le dolieran los músculos. Su deseo volvía a crearla, perdía los rasgos de la nueva María y era otra vez la chica que se entregaba al amor con naturalidad, que hacía de ese acto algo normal, unida a su corazón en místico matrimonio. Daniel intentaba desesperadamente atrasar el reloj, volver a una noche hacía ocho años, con algo menos de celos y algo más de amor, el respeto y la admiración que tanto les animaba y esa certeza de que el amor no existe sin estremecimiento. Y fue el amanecer de nuevo para ellos, hasta que sin saberlo se durmieron, más cerca que nunca, tan cerca como siempre.

Él despertó pronto. Era aproximadamente el mediodía. Miraba su espalda desnuda, ella reposando boca abajo sobre las sábanas, que le cubrían hasta la cintura. Podía sentir el ligero movimiento de su respiración. En un lado de la mesita había una foto de bodas, ella con su marido. Se vistó en silencio, procurando no hacer demasiado ruido. Con pasos suaves se diriguió a la puerta, no se volvió hacia ella, que continuaba plácidamente dormida, y salió cerrándola tras de si por última vez con un pequeño golpe, y sintiéndose extrañamente vacío.
Habían estado allí donde la vida floreció, había vuelto a ver, a través de los ojos de María, los colores de otro tiempo; pero ahora se desvanecían en el tapiz gris del pasado. Durante la noche, por un momento, por un pequeño y casi imperceptible instante mientras la besaba, comprendió que aunque buscaran durante toda la eternidad nunca encontrarían aquel verano perdido.

04 marzo 2011

Elogio del individuo

Soy el héroe de mi vida, mi mundo el primer papel.

Durante mucho tiempo, Rhett Butler, Clark Gable en Lo que el viento se llevó, fue mi ídolo de carácter y raza. Mi abuela decía que era su película favorita, pero siempre se quedaba dormida en algún momento del largo metraje, mientras yo aguantaba por ver la escena final. En el momento en que Gable decía "francamente, querida, me importa un comino" se convertía en mi héroe moral, mandando a paseo a aquella cría caprichosa, egoísta y que se casaba siempre por interés. Ella juraba recuperarle en ese epílogo abierto, pero yo confío en que él no volviera, que no cedería a su chantaje de cara bonita, que le martirizó todo el tiempo con el otro, el otro, el otro...Gable era un hombre con muchísima dignidad que merecía toda mi admiración, coger esa puerta y no volver la vista atrás.
Ya lo empecé a entender mucho más con el tiempo. Esa autonomía que conservamos, el individualismo salvaje que nos arrastra por las arenas del tiempo por bares, pieles y países.
Cuando da la madrugada y salgo afuera de las barras, con la agradable tibieza de la noche, y pienso en las lunas que vendrán, en los momentos de vivir a nuestra manera, con esa pasión adscrita a todo lo que hago, de recorrer aeropuertos una y otra vez, de disfrutar del viaje sin volverse loco con la llegada, ese final del trayecto y de todo. Cargar una mochila y lanzarse a un país desconocido, es apasionante, buscar la agradable compañia de las barras de los bares, de que el futuro sea sólo una palabra más.
Conocer tantas bocas ajenas, buscar arena de playa bajo el asfalto, intentar tocar los atardeceres, luchar con la joven convicción de un mayo francés, encontrar en páginas las palabras, las hojas de la maleta de un libro misterioso entre las tapas; el sabor del mar, no conformarse con menos, coger ese tren, envolverse en la contradicción, ese fracaso que nos une, vivir deprisa y sin prisas, no tejer más sueños sin fruto, recolectar gotas del rocío, cargado de historias, un olvido sin llantos.
Ser felices, tú y yo, por una noche, ser todas las noches que me quedan, y dar gracias al próximo día que vea tu cara, ver en tu sonrisa mi estrella, echarte de menos con el calor de un trago, atender las peticiones de romper con todo de mi alma, ser el que siempre regresa a su ciudad, saltarse las fronteras con un pasaporte a algo nuevo, darle cariño a quien lo pida, ser mi única razón, matar a todos los fantasmas, limpiar el corazón con nuevos sabores, comer tu cuerpo sin temor, ser indecente, acusado de robar las horas de los años del tiempo perdido; ser deslumbrado por las luces del alba, ponerle los cuernos al sol, sentir cada cosa que se hace, no olvidar tu olor, purgar la juventud, ser envidiado siempre con una alegría en el rostro.
¿Quién necesita a una Escarlata O'Hara que nos retenga en la apatía de la rabia? ¿Lo hueles? Huele a libertad.