Nulla dies sine linea

27 abril 2009

Está ahí

En la urbanización que cobijaba nuestras existencias, Sandra tenía siempre una luz encendida tres casas más allá, en la acera de enfrente. Era la luz de su habitación, donde había creado su mundo propio, como un apéndice de su cabeza.
Todo lo que hablé con ella, todo lo que llegue a intercambiar sin ser del todo consciente fue acumulándose a lo largo de los años hasta alcanzar el apogeo en aquella tarde nublada en la que se encontraron nuestros caminos entre la derrota y el optimismo, entre las lecciones con breves palabras y el cariño perdido que se renueva con los avatares del destino.

Desde bien pequeños se forjó entre nosotros una curiosa amistad que tenía el encanto especial de la inocencia desinteresada. Nuestros padres dialogaban mientras ella y yo jugábamos, ajenos y desconocedores de esa cosa por entonces tan absurda llamada amor. En el parque la cuidaba y la protegía, reía con ella y sus ingeniosas ocurrencias de niña, y me resultaba mucho más interesante y divertida que la mayoría de los chicos con los que, en las largas tardes de primavera y verano cuando los días eran eternos, nos dedicábamos a embrutecernos y hacer todo tipo de excentricidades infantiles.
Con el paso de algunos años, casi sin darnos cuenta, el mundo se nos abría en un abanico más amplio que aquella plaza y el parque, que las aceras donde caminábamos y que al hacerlo abandonábamos sin saberlo poco a poco pedazos de nuestra niñez. Siempre intentaba sacar algún momento en la semana para acercarme hasta la luz de su ventana, picar en sus dominios y contarnos las cosas que nos iban sucediendo. Era lista hasta el pasmo, llena de vitalidad, de energía canalizada en las cosas que amaba.
Nunca me paré a pensar si estaba enamorado de aquella sonrisa de muñeca, pero los dos dábamos por supuesto que cualquier paso más allá de nuestra especial relación acabaría definitivamente con ella. Admiraba su lucidez entrando en la pubertad, y charlábamos muchas noches según íbamos creciendo, compartimos todos los puntos de vista, congeniando hasta el asombro. Una de esas noches, entrando ya en esa fase de la juventud donde todo se vuelve confuso y difícil, en su terraza hablando bajo el humo de los primeros cigarros temerarios, tenía una especial locuacidad mientras yo permanecía un tanto desinteresadamente ajeno a sus palabras.
—Lo que esperamos de la vida no es otra cosa que lo que no conocemos. Cuando tengamos veintipico años seguro nos acordaremos de esta edad, pero desearemos otras cosas. Vamos siempre hacia delante, sin detenernos ni un segundo, buscando encontrar lo que no tenemos.
—Yo tengo un peta en el bolsillo—reí incauto, sin saber por qué, sin valorar sus palabras que vislumbraban la mujer que un día llegará a ser.
Se encogió de hombros y puso la mirada perdida en un punto a lo lejos, como hacía siempre que se introducía a pensar en alguna cosa suya, meditando.

Y mi obstinada estancia en el mundo dio un vuelco con 18 años cuando conocí a la persona que me hizo cambiar de una forma desmedida. Leticia fue como un mazo al corazón, una luna bajo la hierba fresca que llega sin avisar y que inunda todo con su luz. Enamorado al instante, perdiendo la cabeza por el amor que ella a su vez me profesaba. Todo mi mundo pasó a erguirse alrededor de su figura Intenté llevar las riendas, que no se me desbordara la situación de aquél sentimiento tan intenso como nuevo, pero las ilusiones eran tan ilimitadas que no se atisbaba techo alguno en nuestras esperanzas.
Pronto me percaté que ella sentía algún tipo de celos por Sandra, por nuestras frases especiales, las sonrisas sin intención, las conversaciones cotidianas. Mis tapa ojos que artificialmente me creé me llevaron a un distanciamiento paulatino de mi amiga, pero en los reencuentros por nuestra calle o las veces que compartíamos unas cervezas notaba que a la hora de la verdad nada cambiaba entre nosotros, me sentía yo al oírme a mí mismo hablar, y le abría mi corazón y le exponía la felicidad que sentía, desmembrando la situación. Como un acuerdo del destino, ella se enamoró de Óscar, un chico de dos cursos superiores en su recién estrenada facultad. Pude conocerlo y relacionarme con él, y nunca fue suspicaz a nuestra amistad. Nunca la vi tan ilusionada, tan contenta por aquello que no teníamos y que encontramos. Óscar entendía a Sandra como un libro abierto, aunque sospecho que no llegaba a comprender del todo el significado de algunos pasajes, de los recovecos de su personalidad y que yo, precisamente porque nunca la vi como un amor, conocía a la perfección.
Las veces que nos veíamos Sandra y yo fueron cada vez menos, pero, con los típicos problemas de las relaciones, nos juntábamos en aquel rito ancestral de su terraza y poníamos a parir a nuestros respectivos en el agravio, analizábamos la controversia y nos reíamos o nos dábamos consejos mutuamente.

En los últimos meses fuimos encaminándonos conjuntamente hacia el dolor.
Tres años con Leticia en los que pude experimentar todos los angostos, complejos y tergiversados procesos que llevan a dos personas desde la cumbre al borde del precipicio, y desde ahí hasta la caída final, como torres de naipes que se desmoronan, y te paras a preguntar cuál era en verdad la naturaleza de aquellos cimientos, la estabilidad de su base. Puedo afirmar que hice todo lo que estuvo en mi mano para agarrarme a cualquier saliente en la caída, pero finalmente no pude impedir el epílogo de lo que para mí significó todo desde la mayoría de edad y los 36 meses posteriores.
La tarde borrosa que me hice a la idea de mi derrota, el cielo amenazaba lluvia sobre la urbanización y hacía un extraño calor que hacía sudar las entrañas. Había perdido lo que no conocía pero que al hacerlo me hice a la idea de que no quería vivir sin ello. Sin saber del todo el motivo, Óscar reventó el corazón de Sandra en un alarde de estupidez masculina, y seguro se sentiría triste y ligeramente traicionada. Me enteré por una llamada suya por la mañana. Hacía casi dos meses que no nos veíamos, distanciados y sin tiempo para el bien conocido. Supuse que la luz de su habitación estaría ahora iluminando un cuerpo tendido sobre la cama, absorta en alguno de sus discos de soul o sollozando con esa integridad que aún así la solía caracterizar.
Salí a la calle, con paso confuso y quebrado. Recorrí varios metros y sentada en la acera, con las manos apoyadas en las rodillas, estaba Sandra, a la puerta de su casa. Parecía que ya le había pasado el momento de llorar. O quizás no le llegó nunca. Estaba tristemente preciosa a la luz mortecina del atardecer, dándole unas caladas a un cigarrillo. Me senté pesadamente a su lado y la miré a los ojos en silencio. En ellos leí una solidaridad cómplice. Y en silencio dejamos transcurrir varios minutos, sintiendo una derrota destructiva recorriendo las avenidas, las calles, la plaza, hasta el lugar en el que nos encontrábamos, penetrando dentro del cuerpo.
—Y ahora, ¿qué esperamos de la vida?
Alzó la vista por encima de mi hombro hacia algún lugar del horizonte, sonrío levemente, como una brizna de aire inapreciable y dijo:
—La vida nos espera.

22 abril 2009

Radiante



Si no la hubiera visto esta tarde hubiera seguido con la certeza de que no resultó ser más que una prolongada resaca. Ya me había olvidado del resonar de los corchos de las botellas y el esplendor de los focos y las risas. Ya me había olvidado del último amanecer y de las portadas de los periódicos.
Qué cercano volví a sentir el recuerdo de Sara, al vislumbrar a los lejos su larga melena rubia, la inconfundible melodía de la forma de su cuerpo. La conocí cuando era lo suficientemente bella e ingenua para que aquella combinación fuera una puerta abierta a sucumbir ante un camuflado mar de defectos. Me quedé prendado de ese rostro singular de la misma melancólica manera que lo hiciera de la trompeta de Chet Baker. Ella quería ser una mujer de mundo sin haber probado aún muchos de los placeres que sus sombras esconden. La inocencia altruista era la mayor incitación al deseo desmedido. Y la prefería así, arrogante pero cándida, con la sonrisa pintada de juventud, cuando su pelo era más brillante que ella misma.
Luego se sucedieron aquellas madrugadas inmensas que evocan su recuerdo un pasado mejor. La llevé de la mano por los lugares que solía frecuentar y acabó adquiriendo más fama y glamour por sí sola. Se devoraba a tragos la noche, quedando muchas veces a rebufo, agotado de su vitalidad, de su inmensa seguridad en sí misma que iba poco a poco ganando. Era la gran estrella de una época donde los locales de la ciudad estaban en su mayor apogeo. Ambientes selectos, bebida cara, trajes a medida. Todo a sus pies. Su cuerpo era una trinchera que abierta de par en par resultaba ser una tentación volcánica. Para las mujeres era un tan distante como general foco de envidias y recelos, adquirió una mirada penetrante y decidida de una intensidad que causaba rechazo. Juntos fuimos por ese sendero de marcada pendiente. Descendiendo irremediablemente a una espiral de noches enfermizas y resacas disuasorias entre el amor volcánico y las discusiones agrias como nuestro aliento al despertar. Algunas habitaciones de Hotel aún se acuerdan de nosotros y el inusual fuego que ardía testigo de una época irrepetible. Y yo no puedo contar el número de camareros y camellos con postín que llegaron casi a formar parte de la familia.
Pero nos queríamos demasiado, con todo y a pesar de todo. De la misma forma éramos repelidos y atraídos; y en largas temporadas de retiro volvíamos a ser una pareja donde ella recobraba toda su primeriza ingenuidad.
Cuando una fiesta en la casa de verano de unos amigos terminó trágicamente con un fin anunciado rayando el alba, Sara siguió su camino para convertirse en la reina de los bulevares y los ricos elegantes con disimulada afición al ocio nocturno. Saltó a la palestra de las revistas de actualidad con un sonado idilio frente a un conocido empresario, y de ahí a copar páginas de prensa fue un paso.Y los años la fueron llevando sin rumbo de un brazo a otro, de vez en cuando me enteraba de sus andanzas por algún medio.
Radiante igual que siempre, así la vi descender esta tarde por las escaleras del hotel donde yo acudía a una recepción y se juntaba lo mejor y lo peor de la ciudad. Y veo sus ojos, aquellos de color indeterminado que los hombres que se habían enamorado de ella no lograban olvidar. Me ofrece una cálida sonrisa, desde la cumbre de cristal en la que se encuentra, aunque ninguno de los dos creamos ya en las luces de neón, en los taxis urgentes a la salida de los locales; pese a que nuestro mundo haya cambiado y aún tengamos presentes el año del comienzo, perdidos en la incertidumbre, atenazados por el miedo cuando nuestras pasiones eran jóvenes, sabiendo que nuestras vidas tarde o temprano serían separadas por la fuerza del desgaste, pero sintiendo algo irrepetible, extrayendo de cada beso un significado que nunca había tenido antes y que nunca volvería a tener.

20 abril 2009

Viaje

Algunas situaciones de increíble autenticidad se presentan de lo más improvistas que uno se pueda imaginar. Reaccionar ante ello es difícil, es igual que cuando alguien dice un comentario comprometido en familia sobre uno de los miembros, y los demás se debaten entre ponerse de perfil y silbar pajaritos o meter baza de una u otra forma.
Viajaba en un tren nocturno rumbo a Zaragoza, cómodamente dispuesto sobre una de las literas, concretamente la inferior, sin más pretensiones que pasar dignamente la noche y así al abrir los ojos me encontrara ya en la estación de llegada. Hallábame yo recién instalado, metido en esa impersonal cama con uno de mis más emblemáticos pijamas de rayas cuando pican a la puerta del compartimento un par de veces, pequeños nudillazos intermitentes. Me incorporo dubitativo y al abrir compruebo que detrás de la puerta se encuentra uno de los acomodadores, revisores, o cómo se les designe al personal currante del tren. Dice que hay un error en la distribución de los compartimientos (creo que eso fue lo que dijo) y que va a ocupar un hombre esa misma habitación, es decir, deduzco que la litera de arriba. Pongo cara de escepticismo y me encojo de hombros. Ya dormí con extraños alguna vez en aquellas infernales acampadas de festivales musicales donde sabias con quien llegabas a la tienda el primer día pero no con quien acababas.
Por detrás del botones (yo lo llamaría así) aparece el tipo en cuestión. Un hombre bajito, moreno, de mirada esquiva y hombros encogidos hacia delante. Lleva un traje gris marengo que no favorece demasiado su cuerpo escuchimizado, y una pequeña bolsa de viaje colgando de su brazo derecho. Le saludo con un escueto “Hola” y él responde con un alzamiento de cejas bastante impersonal. Cuando el hombre que nos presentó cierra la puerta tras de sí prosiguen en el interior unos segundos de extraño silencio, con el recién llegado plantado en mitad de la habitación con la vista puesta en el suelo. Yo dijo un “bueno”, y me muevo dándole a entender que regreso a recostarme en mi litera. Cierro los ojos una vez echado y noto como comienza a deshacer su bolsa. Luego sigue un ruido de ropa revolviéndose y finalmente accede despacio a su elevada parte de colchón.
Estiro el brazo para apagar la luz, y me alivia notar que el tren en movimiento promulga un arrullador sonido que impide un absoluto silencio dentro de nuestra noche. Busco la postura fetal para entregarme a Morfeo, y voy pensando en la tediosa reunión que me espera al día siguiente, antes de caer en la cuenta de que llevarse las inquietudes del día futuro a la cama no es buena idea si se intenta conciliar el sueño. Da vueltas la imagen del arrogante y trepa secretario de la oficina de mi destino cuando percibo un leve crujir metálico proveniente del piso de arriba. Le sigue un pequeño jadeo y a continuación el sonido de un esfuerzo muscular se hace permanente y rítmico. Empiezo a notarme incómodo y me pongo totalmente rígido, estirado sobre las sábanas. El golpeteo en aumento que invade mis oídos me hace entender que mi compañero ha decidido darle rienda suelta al onanismo. No me acabo de creer del todo que ese hombre callado y desconocido se halla sacado la bisectriz tan guapamente en el compartimento que compartimos—de ahí, supongo, su nombre—y le esté dando rienda suelta al manubrio. Comienzo a poner caras de circunstancia en la oscuridad, como un gato en un garaje, y empiezo a cambiar de color, mientras intento hacer el mínimo ruido posible. El traqueteo del tren amortigua el rechinar de somieres del que estoy siendo testigo. Yo estaba apunto de reventar, rojo, congestionado de la sensación entre el pudor y la expectativa. Jadea el tipo en un tono más sonoro y luego comienza a respirar con dificultad, hasta quedar totalmente en silencio. Me hierven las sienes y tardo bastante en dormirme, presa de una inmensa incertidumbre entre la congoja y la incredulidad.
Cuando me despierto con el toque informando que estamos llegando a destino, mi compañero ya está vestido y recogiendo su bolsa. Intento no mirarle a la cara. Me da los buenos días cortésmente y se los devuelvo algo dubitativo. Al arreglarme para salir, se paró en medio de la puerta y me dijo, sinceramente risueño: “Ha sido una noche tranquila”. Salgo rápido por el pasillo del vagón con una expresión de tímido terror gradual en mi rostro. Y que lo digas majo, y que lo digas.

15 abril 2009

Consejos

Llevo diez años viviendo de esto y se de lo que hablo. Por mi consulta llegan situaciones de todo tipo. Unas parejas buscan juntar como pueden los pedazos de una antigua pasión ya insalvable, otras acuden en busca de consejos que les puedan rescatar del naufragio, cuando la balsa que los sustenta es frágil y quebradiza. Algunos desean la fórmula mágica de la felicidad, y vienen bajo el menor pretexto cuando sus situaciones pueden ser llevadas por ellos mismos si se hubieran parado a pensar 5 segundos cada cosa antes de acudir a un sitio como este. Piensan que el esfuerzo que supone mantener el equilibrio entre dos se puede solucionar con unas terapias y cuatro palabras de un desconocido disfrazado de asesor. La relación que muchos individuos mantienen con sus parejas equivale a un diálogo de sordos. Veo hombres derrumbándose, sacudiendo la cabeza como un perro al salir del mar, con el veneno de las dudas minando su entereza. Sospecho que esto ocurre al sentirse interrogados, al hablar con pudor a un extraño de un fracaso anunciado, al igual que el que se lanza al abismo buscando la plenitud, sabedor de que nadie sería capaz de impedírselo.
Y yo… ¿trabajo en esto para olvidar? Aconsejar a los demás mostrando una supuesta experiencia por encima del resto, disertar y escucharles es gratificante para huir de tus propias heridas, decirles que hablen, que busquen en su interior y en el de la otra persona, hundir la mano en las más profunda oscuridad y sacar a la luz los sentimientos perdidos, que se revelen como una excelente terapia. Por desgracia no está solo en mis manos conseguirlo, sino en las suyas; sobre todo, en las suyas. Una muralla impenetrable de miedo e indecisión suele cubrir normalmente esa oscuridad. Lo cierto es que no soy espectador sino en parte participante de un esperpento de mi propia vida. Sugiero a los que dicen tienen talento para ello que piensen escribiendo, desarrollar esa cualidad para conectar con el otro. Es una sugerencia en el fondo falaz. Durante mucho tiempo escribí pinceladas de realidad camufladas en ficciones, para comunicar hechos o sentimientos. O al menos eso creía. Pues jugamos con palabras y momentos queriendo traspasar fronteras invisibles de besos y sentirnos alguien importante.
Y al final del camino solo nos encontraremos con palabras envasadas al vacío. Porque podemos creer que todo eso y más lo hacemos por un fin común, para transmitir emociones o completar con broche el círculo del amor, para clausurar o abrir una relación, para pedir por aquello en lo que creemos tenemos futuro, en cartas de apertura o de cierre, y plasmando eso en consultas que nos ayuden a poner fin a algo por el bien de los dos decimos, o continuar aquello que nos llena; pero en realidad, y esto es tan duro como cierto, sólo lo hacemos para salvarnos a nosotros mismos.

Los muertos

Su vida marcada por unas raíces y un viaje a aquella tierra inolvidable. En ese viaje en el que se encontró con el único verdadero amor que tuvo en su vida. Volvía a ellas con la magia intemporal que le otorgaban los libros. Hay palabras e imágenes que acompañan y que su significado con el paso de los años adquieren el carácter de mito. Como descendiente de abuelo irlandés, mi madre tenía un especial apego a la literatura de Joyce, aunque por mi parte jamás conseguí terminar el Ulises.
Y, siendo una mujer sin aspiraciones de conocimientos profundos sobre cine, recuerdo desde muy pequeño verla turbada cada vez que visionaba la adaptación y excelente retrato de la sociedad irlandesa de principios del siglo XX en “Dublineses”, y ante todo, se le escapaban las lágrimas en el conmovedor epílogo con la confesión de Anjelica Huston sobre el amor perdido y la reflexión final de su marido. Intuía la identificación que podría relacionar a mi madre con ese monólogo y esas nieves que descienden sobre los campos de la república, y yo notaba como se me erizaban los pelos de los brazos con algo cercano a la emoción, y sospechaba que aquello debía de ser lo más próximo a la belleza que se podía estar viendo una película. El lirismo descarnado del que se sabe perdedor dentro de la propia aceptación de la vida y de la muerte.
Ya no hay una referencia sobre la que construir esas emociones, pues los significados se pierden en una sociedad despreocupada, rápida e insignificante.
Y así fue envejeciendo sentada sobre una silla de palisandro cercana a la ventana, y los libros no ofrecían más que un viaje temporal. ¿Cuántas veces habría visto caer la lluvia pensando en esas palabras, en la mirada perdida de un amor? Sus ojos esquivos renegaban de cualquier amago de compasión, y abrazada a una dignidad conmovedora entrará en el rumbo final de su vida con el rumbo equivocado, desoyendo las frases del que siempre prefirió irse joven que vagar sin rumbo hacia el abismo, el mismo que nos contempla en silencio, porque “uno a uno todos nos convertiremos en sombras, es mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando y marchitarse tristemente con la edad”.

07 abril 2009

Sobreviven

Pasaron cinco años hasta que Carmen se acostumbró a lidiar con el miedo al sonido del silencio. Un sonido atronador que siempre acompaña a los que se sienten en su rol coqueteando con el destierro. Ese miedo que aborda en los tiempos muertos del día, en el espacio que separa la cena del sueño o la tarde del crepúsculo. Supo arreglárselas en el arte de rellenar huecos, y esos huecos eran a menudo volcados en paseos mentales, cuerpo en movimiento, vacío existencial que cubría como más o menos podía.
El miedo al sonido del silencio, estando conectados televisión y música, el silencio que habita en la memoria mientras el pasado sigue significando plenitud. Evitaba por todos los medios esos puntos vacíos, aunque fuera encendiendo y viendo nada en la bien llamada caja tonta, ojeando revistas inservibles de vidas de cartón.
Un tiempo que repiquetea vacilante en las rejillas de la puerta, en paredes de las que surgen voces lejanas de pisos contiguos, de viento fresco de otoños que vuelven a existencias quemadas. Ya había dejado atrás la época en la que creía que madurar era mudar continuamente de ilusiones, y se estancó en la única que le dio forma y carácter a su vida. El eco de la mirada de Rafa aún perduraba palpable en cada estancia, y casi se podía sentir, de igual forma que se siente una presencia silenciosa en la noche sin saber el motivo. En el mejor de los casos lo consideraba una dura prueba que se imponía para renacer lejos de esas evocaciones muertas.
Si el silencio es amortiguado—a modo de colchón—con botellas de brandy mediocre al apagarse las luces del día, entonces la sensación de irrealidad la mantiene como un bálsamo. Tenía mucha experiencia en la bebida sin calor, pero siempre recuperaba la sensación de que surcaba un territorio inexplorado de materia virgen, como si cada copa, cada noche, le mostrara formas distintas de interpretar su propia soledad, con la emoción de un niño que da sus primeros pasos.
No tener a nadie a quién recordar es una mala sensación, echar de menos a alguien es una mala costumbre, que se agrava con los años. Y entre la maraña de recuerdos que crujen y se entrelazan con el silencio haciendo de su mente un hervidero en depresión, existen aquellos que permanecen bajo llave, lejos de cualquier reminiscencia alcohólica o espacios de tiempos vacíos, a buen recaudo en su corazón, a salvo de ningún sonido. Carmen los conoce porque ni siquiera los rememora para que no se estropeen ni se marchiten. Y no duelen pues son hermosos más allá de las penas. Son los momentos que sobreviven a lustros de soledad.

01 abril 2009

Naipes

En realidad no conozco otra manera de obligarme a concederle ese derecho, de seguir mi camino por la bebida en soledad.
Sonia ve pasar mis días y me mira como se le mira a un desahuciado minutos antes de que lo conduzcan al patíbulo. Lo que sus ojos muestran es una profunda tristeza embadurnada del color ocre que pinta sus pestañas.
Qué inmensamente bella era y que endiabladamente guapa me sigue pareciendo, aún desde esta deformidad constante en la que he instalado mi cabeza.
Yo la amba con mi mente, la estrechaba en los brazos en aquellas tardes infinitas y las noches giraban entorno a dos cuerpos barnizados de amanecer. Por entonces no existían las horas y mucho menos los minutos. Fueron los años en que las razones para hacerlo no necesitaban ser rebuscadas ni explicadas, cuando todo lo llenaba su presencia, los años del éxito y el glamour. Ahora me siente zafio, grosero, si intento tocarla con esa pestilencia que me envuelve. Sonrío con el borde de la copa resbalando por mi mejilla.
No tiene ninguna obligación de aguantar esto. "En lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad", había dicho el cura el día de la boda, pero por todos es sabido que los lazos celestiales que forjan una unión son tan perecederos y quebrantables que la única manera de hacerlos factibles es la propia voluntad terrenal, la que nosotros imponemos. Y Sonia es testigo de una decadencia que comenzó el mismo día que cometí el pecado imperdonable del fracaso, de mandar al carajo al editor y refugiarme en esta cárcel ilusoria de alcohol y despotismo que me sumerge en un círculo de abnegación involuntaria de mis deberes vitales y como hombre. El despertar violento de este infierno que me ha convertido en un dipsómano ansioso es mucho más horrible por permanecer en todo momento al tanto de la forma en que destruyo mi vida y la de mi mujer. Ha decir verdad yo ya me importo poco, pero ella...ella fue la primera persona que abrazé cuando publiqué el primer libro, la que amaba mi causa de futuro; ella ha endeudado los mejores años de su vida por este proyecto que se desmorona como un castillo de naipes, ella vio y escúchó cosas que llevarían al límite de lo soportable a cualquier mujer, y ella sigue aún al pie de mi cama cuando la resaca me revienta el estómago y suplico entre dientes un trago que calme ese temblor.

Será mi mujer hasta el fin de mis días, pero seguiré solo hasta el final. Cuando Sonia despierte mañana espero estar muy lejos de su cabello dorado. Tengo todo lo que creo necesitar. Sobrevivir tampoco es un problema si deambulo por los lugares donde nadie me va a buscar. No habrá palabras para una despedida tan trágica. La observo y lo sé: tiene que ser feliz. Así recordaría que había estado viva y su juventud iluminaba otros caminos lejos de un espectro acabado. En realidad no conozco otra manera de obligarme a concederle ese derecho.

Trampas

Vuelo más alla de mi evidente atractivo y reniego en ocasiones de esta incómoda carcasa provocadora de tanta frivolidad sexual ante el género masculino. Pero supongo que solo soy una brillante imitación de una mujer con ideales, un intento de personalidad sobresaliente. Paso ya de los treinta y siento que tengo mucho que aprender aún. El reloj de la certeza me corroe y me enseña desnuda mis carencias. Tengo que rencauzar estas inquietudes y me pongo mis tareas: no había leído nunca a Shakespeare, ni a Nietzche, ni las obras completas de Fitzgerald, ni a Flaubert, ni si quiera había indagado a fondo en Hawthorne ni buceado en el perverso mundo de Poe. No había sido más que una pseudo intelectual vanidosa, una atractiva cultilla experta en trivialidades.
Y en mi consiente interpretación siento debilidad por los hombres inteligentes. Estoy harta del tan habitual ejemplar que puebla la fauna nacional que lo único que saben hacer es hablar de sí mismos, reir con los amigos e intentar llevárseme a la cama.
Como he dicho, soy complicada, vivo entre la certeza de mi atractiva personalidad y por eso al mismo tiempo sigo asustada, sigo buscando...en cierto modo sigo buscando sentirme realizada.
Aunque no rehuyo los ojos nobles donde pueda entrever más pasión que promesas; la visión de una certera serenidad ligeramente almibarada de fascinante intelecto siempre ha estado presente en mis ilusiones. Intento no perder el tiempo construyendo castillos en el aire, soy diáfana sobre mis convincciones pero despreocupada por mis objetivos.
Por eso consigo descubrir al pretencioso, al difícil camuflado, al lleno de trampas, al vendedor de humo; para desenmascararlo antes de que sea demasiado tarde y haya caído en unas redes en las que, para ser sincera, sucumbía con intolerable asiuidad en el pasado, y luego desenredarme cuando se terminaba la capacidad de sorpresa. Intento destaparlos para diferenciar el fraude de la autenticidad. Mi imaginación tiende a crear seres magníficos que luego solo crean problemas. Busco mi propio problema real, discutir con buen talante sobre las eternas dudas, sobrevivir con alguien al inmenso caos que supone todo vuelvo en la vida llegado de relación, anhelo la sabiduría serena, o la inteligencia volcánica, incluso aunque acabe apavullada por su despectiva superioridad.