Nulla dies sine linea

21 noviembre 2017

La pendiente



Irma encaró los dos kilómetro finales de desnivel y se apoyó en sus últimas fuerzas para hacer frente al enemigo de su propio dolor. Aquello suponía una tortura y una terapia;  y ese el motivo por el cual la hacía.
Los que saben del tema dicen que en las carreras de montaña los dos últimos kilómetros son los más duros e implacables. Crees ver ya casi el final de tu recorrido, que comenzó a un trote lento y tranquilo muchos porcentajes de inclinación atrás, pero en realidad esos centenares de metros se alargan hasta lo indecible, parecen interminables, cuando ya tu cuerpo y tu mente están en otro lado, muy lejos de esa cima, en la ducha y el sofá, en el trago de agua y el corazón volviendo a sus pulsaciones normales. 
Pero agachó la cabeza con furia e inercia y siguió corriendo, notando el bloqueo en unas piernas que no siente como suyas, y el oxígeno tratando de abrirse camino a través de los pulmones.
Hoy han sido 1.200 metros sobre el nivel del mar. Una cuesta de camino asfaltado que hace las veces de penitencia por el purgatorio azul del cielo.
Tal y como acostumbra los días que va, Irma corre bajo el amanecer, la luz diluida del alba deslizándose sobre el valle y perfilada en las robustas caras de los montes. Cuando, varios kilómetros al sur, la ciudad aún se despereza y expulsa de sus monstruos de ladrillo a sus primeros madrugadores.
Reta a su propio aguante físico en cada zancada, y en cada kilómetro de los puertos que asciende, su capacidad para hacer frente al sufrimiento. Se aplica en no pensar en la acción congestionada de los tendones y las fibras, y sí en procurarse el ritmo y la cadencia necesarios para devorar la carretera o tierra que desfila velozmente bajo sus pies.
Subir puertos corriendo. A los veinticinco años es una actividad cruel. A los cuarenta y seis una debería ser advertida por un médico y recibir el alto de un policía local que le impidiera realizar semejante deporte.
Pero la mejora de su condición no importaba. El hecho que probablemente no hubiera una mujer en toda la región capaz de subir ese puerto en la marca en que ella lo realizaba tampoco.
Lo que realmente importaba, algo que Irma nunca podría atreverse a explicar a los lugareños o pastores que sonreían y la vitoreaban al verla pasar, era utilizar el dolor para combatir otro dolor que siempre se hallaba presente, el dolor que no se iba nunca, el dolor de la hija ausente, del matrimonio perdido, el todo perdido.

Porque, si bien cuando llega a casa exhausta pero satisfecha, su marido aún suele estar durmiendo, sabe que muy pronto reiniciarán la vieja rutina de herirse mutuamente. Con gestos o ausencia de ellos más que con palabras. Él no se da cuenta que lo evita, que Irma empieza a desaprobar el contacto físico por inercia, las sábanas arrugadas y el sudor del sexo. No se percata porque su marido, con toda la bondad que alberga, posee una coraza infranqueable: sus buenas intenciones y su ignorancia.
Ignora casi todo de su mujer, incluso se le escapan los detalles más nimios: una mirada huidiza durante la comida, un silencio denso y prolongado, la falta de alicientes domésticos con los que hacerle frente a la rutina. Está segura de que él la quiere. Pero tantas veces querer lo es todo y sin embargo no es suficiente. Por eso empezaba a culparle. A despreciarle en silencio y reprocharle en público. Por no saber hacer caso a las señales que ella emite, como un sordo grito de socorro. Cree que lo odia a él, pero lo que odiaba era el porvenir junto a él. El incierto y gris futuro que se avecina juntos en una casa que se había quedado demasiado grande y silenciosa ahora que su hija se había ido a la universidad.
De tanto que lo conoce, se ha convertido en un extraño. Un mero compañero de las decepciones mundanas.

Irma no había nacido para ver pasar sus días sin haber cumplido ni la mitad de los sueños que albergaba en la adolescencia. Ni siquiera para el gris presente que tenía en su existencia cotidiana. Ella, como la gran mayoría de las chicas de clase media alta de este país, había nacido para licenciarse en una buena escuela de negocios y vivir su vida en una gran ciudad, con viajes, trajín cosmopolita y fotos sonriendo a cámara, con un marido e hijos y una promesa bastante decente de poder dedicarse a disfrutar de la vida, la libertad y la felicidad.
Nada tenía por qué haberse torcido. Nos ligamos a las personas que satisfacen nuestras necesidades. Y nadie cuestiona, nadie se plantea. Sus amigas no tienen esas crisis, ¿verdad? Al menos ninguna lo manifiesta, ninguna deja ver las grietas que descienden sobre la cabecera de su dormitorio. No se habla, no se comenta. Son acuerdos tácitos de esta sociedad. Sólo tienes que ser discreta, trabajadora, buena esposa y madre y sonreír convenientemente en las cenas de Navidad.
Por eso cuando se pone el calzado deportivo es libre de verdad. Libre de afrontar su propio suplicio. Y vuelve una y otra vez a enfrentarse al reto que le impone el cansancio, y a poner su aliento al límite para escapar del enemigo invisible, y le gusta la fatiga, no se detiene aunque se haga más difícil cada zancada, porque para ella es un bálsamo necesario, se siente a gusto infligiéndose el alivio momentáneo que le otorga el dolor.

06 noviembre 2017

La luna de acero



Las langostas no tienen rey, pero todas salen agrupadas en rangos
Proverbios 30:27


El primer encuentro visual se produce cuando Julio mira de soslayo, y cree ver una cara vagamente familiar, distinta a la de los parroquianos habituales, y que por un momento le distrae de las dos acciones que está realizando al unísono en ese momento: dar buena cuenta de un White Label rebajado con agua y observar el escote de la resignada camarera con manifiesta aprobación; pese a que, incluso en noches así, la contemplación de un cuerpo le parece poca cosa; quizá durante su vida ha vistió demasiados cuerpos que no pertenecían a nadie, ni siquiera a sí mismos.
El bar Aragonés es un antro por donde se dejan caer bastantes veteranos, un lugar de atraque en el que reposar después de toda una vida de vaivenes, tropa para siempre varada frente a las costas de la barra, tras aprender que la vejez y la desesperación resultan más sólidas que la juventud y la esperanza, tan inestables y ficticias; y uno encuentra un lugar cómodo allí, entre gente de pasados y silencios, siempre que comparta los mismos códigos y sobrentendidos; los mismos que asume la chica que sirve, una joven de buen ver aunque ordinaria de maneras, testigo de tanta soledad creciente y deliberada, a la que no ayuda el suntuoso alarde de sus cabellos y su perfume.
Hay humo de tabaco a partir de ciertas horas y cuando la persiana está echada, con el fulgor siniestro de los mecheros que bendicen las últimas copas. Casi todos allí se conocen y a veces la reputación que precede a cada cual sirve para ser convidado a un trago de una figura al otro lado de la barra, aceptando con un asentimiento de cabeza.

Pero aquella noche es demasiado pronto para casi todo y nadie se aventura todavía a encender sus cigarrillos dentro del local, así que él se pone la gabardina y sale a fumar afuera; aunque no a la calle por la puerta principal, sino por el lateral de emergencia que desemboca en un sombrío callejón, donde se puede pensar y orinar sin el ruido incómodo de los coches o el trajín discreto pero constante del cuarto de baño de caballeros.
Enciende un cigarro que chispea bajo una media luna blanca, desnuda, pálida y fina sobre ese callejón deshabitado, más viejo que cualquier otro ser viviente, insignificante pedazo de una ciudad sucia que apenas es nada para esas estrellas que mueren en la oscuridad en el confín del mundo.
Intuye un movimiento, alguien que sale por la misma puerta que él. La figura se acerca despacio entre la penumbra. Julio lo reconoce al instante, al resplandor de la luz de luna, como un espectro del pasado. Está en manga corta pese a lo intempestivas de las temperaturas.
Se lleva un cigarro a los labios.

—¿Tienes fuego?
Lo pregunta con ese tono suyo de distraída amabilidad. Se fija en sus facciones, más envejecidas. Una aureola de arrugas ha ido tomando posiciones alrededor de los párpados con el pesar de los años, pero mantienen esas propiedades casi férreas. La cicatriz sobre la mejilla derecha está ahora rodeada de barba gris, salpicada de canas que endurecen su expresión. Observa con desconfianza aquel rostro cauterizado. Le acerca la llama del encendedor y después da dos pasos hacia atrás. La noche es húmeda y el frío le condensa el aliento. A pesar de la oscuridad, puede notar cómo sus ojos glaucos lo estudian valorativo. Esos ojos oscuros del Comandante están fijos en él, hay cierta implacabilidad, y también puede ver el cálculo que se desarrolla en ellos. Como tratando de reconocer al chico que era décadas atrás, tal vez tratando así de reconocerse a sí mismo.
Incluso con esa luz baja y parpadeante, Julio puede ver las venas que trepan por el brazo de su antiguo Comandante y mentor como si fueran vides. Y entonces él sonríe. Es una sonrisa helada, siniestra y burlona, casi canina. Luego también retrocede dos pasos hacia atrás.
Julio inicia el movimiento de llevarse una mano a la cadera de forma intuitiva, aunque lo deja recién empezado, sintiendo, al contacto con el antebrazo, el contorno de su vieja Llama M-82. El leve gesto, casi un amago imperceptible, es advertido por el Comandante, los resabios de quien está acostumbrado a interpretar reflejos de ese tipo.
—Entonces, ¿es la única manera, verdad?
La pregunta es ascética, si ningún tipo de emoción ni entonación especial. Casi como una certeza.
Su rostro impone su signo de interrogación. De paciente ambigüedad. Luego un silencio que se puede cortar. Ambos saben la respuesta. Lo saben desde hace mucho. Por la lealtad a lo que un día fueron, por el concepto que tenían de ellos mismos, por unas personales reglas y una manera de pensar y de vivir que van más allá del bien y el mal, de lo cotidiano o lo correcto. Una fraternidad tácita que no admitía traiciones.
Y eso que ya no es aquel chico que hace todo lo que se le ordena con una terrible ferocidad, producto de su juventud impetuosa; el mismo que veía en su ya su viejo Comandante una figura paternal más que un mando, e intuye que pese al evidente transcurrir del tiempo, su superior sigue siendo el mismo, aquél que es difícil que pierda su sangre fría. Su temple. Al que tanto admiró, porque tenía poder para proteger y conferir honor y fortalecer la determinación de los hombres, cuando querían arreglar los derretidos cimientos del mundo.

No eran hombres buenos, pero eran valientes y honorables. Pero no se puede cambiar el pasado, cuando todo se torció: unas órdenes desobedecidas, una mujer, un vidrio de cristal sobre la cara. Un interrogado al que el corazón le dice basta. Cuando vio que la duda nublabla su rostro por primera vez.
Y piensa: los vínculos más fuertes que conoceremos en nuestra vida son los de la desgracia.
El Comandante se lleva, como al descuido, una mano al costado que posa en la cadera. Julio sabe, sin necesidad de confirmación, que atrás, sobre los riñones, está su Star B de 9 mm Parabellum, tan antigua como fiable.
Julio menea la cabeza dubitativamente. Como buscando realmente otra manera. Pero es sólo un instante. Luego se mantiene el pulso contenido ahí, en la oscuridad. Ve con claridad que toda su vida conducía a este único momento y todo lo posterior no conduciría ya a ninguna parte.
La atmósfera se impregna de esa quietud antinatural antes de cualquier estallido. Deja caer el cigarro al suelo. Y del suelo parece subir la tensión que se acumula en las ingles y trepa por la boca del estómago, por espacio de unos latidos; la garganta reseca, la lengua que sabe a ceniza, los sentidos expectantes en estado de alerta. Siente los nódulos linfáticos a ambos lados del cuello presionando el esófago y la tráquea.
El Comandante lleva rápidamente su mano derecha hacia la parte de atrás de su pantalón y agarra su Star justo al mismo tiempo en que Julio aparta su gabardina y alcanza en el costado su pistola.