Nulla dies sine linea

29 diciembre 2011

Años de invierno



Durante el trayecto en coche, atravesando en nuestro camino la creciente oscuridad del crepúsculo, Arturo, de aspecto más mayor y cansado, permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, mirando los últimos rayos rojos de sol por la ventana, absorto en un paisaje que conocía de memoria.
Hacía algunos años que no nos reuníamos, y fuimos los dos a nuestro lugar de siempre, los bancos al pie del acantilado escarpado, el sitio de nuestra juventud que tantas noche había visto pasar y tardes de verano entre baños y licores.
Nos sentamos uno al lado del otro, y abrí un par de cervezas, sonriendo interiormente a aquel momento, mientras bebíamos los primeros sorbos sin decir nada, escuchando el rumor de las olas, aquel sonido que lo impregnaba todo trayendo consigo recuerdos del pasado. De esa manera estuvimos unos agradables minutos, reconociéndonos el uno al otro en ese silencio para nada incómodo, pensando tal vez en nuestra infancia perdida, y todo lo entrañable que ese recuerdo acompaña.
Después de tres o cuatro botellines me empezó a hablar de su mujer. Cuando comenzaron a salir juntos era una chica guapa, endiabladamente lista y simpática, con un sorprendente matiz luminoso en los ojos; a nadie del grupo se le escapaba su salvaje sensualidad, aquella belleza controlada y exquisita, la viva lozanía modulada por el encanto de la tranquilidad y la seguridad en sí misma.
Arturo la necesitaba entonces más que a nadie, incluso años después de la boda, en los estragos físicos inevitables cruzada la treintena, conservaban todavía algo de pareja de novios, sus caricias suaves y brutales, necesitando mutuamente sus besos para regularizar el mecanismo de su ser.

Pero de un tiempo a esta parte todo había cambiado ferozmente. Cada uno sufría a causa del otro y, como una especie de sorda fiebre, algo estaba muerto en las angustias de su unión. Se daban perfecta cuenta de que se estorbaban recíprocamente, y Arturo me explicó cómo no querían reconocer de forma abierta que su matrimonio estaba en un punto fatal, a pesar de que de cara al exterior y hacia los demás ella utilizaba una mascara consciente, una actitud social, esencialmente una pose; papel que representaba a la perfección, gracias a la refinada hipocresía que le había dado su educacion. Así, cualquiera podía tomarlos por un matrimonio bendecido por el cielo que vivia en plena felicidad. Como si fueran los protagonistas de una comedia que se dilataba sin fin hacia el pasado y el futuro.
En algunas ocasiones se pusieron a buscar desesperadamente dentro de ellos algo de aquella pasión que antaño los consumía. Pero les parecía tener la piel vacía de músculos, vacía de nervios. Para Arturo, se presentó ante él la convicción del adulterio, al recordar entonces pequeñas circunstancias que antaño le habían parecido inexplicables. Me describió cómo al pensar en ello sintió en su interior un desmoronamiento que hizo pedazos su alma.
Habían llevado una existencia en común de afecto y dulzura, e iba a pasar el resto de sus días pensando en que estaba ya todo perdido con la mujer de su vida, como si no hubiera marcha atrás en el implacable deterioro, desesperado por haber trastornado su relación para siempre.
Estuve un rato sin decir nada, respetando su relato, y comprendí que desde el primer momento había visto en sus ojos su profunda herida. No era que fuera más mayor, si no que me encontraba ante un hombre que tenía frente a él una existencia desolada.
Y bebiendo las últimas cervezas estuvo con sus ojos puestos hacia el frente, más allá del mar, más allá de la línea del horizonte, perdiéndose su mirada en la noche infinita.

26 noviembre 2011

Palabras y legados



Al principio quedé en estado de confusión y me pregunté: ¿Qué le puedo decir, qué le puedo contar a mi pequeña en este día especial para ella, en su dieciocho cumpleaños? Formas parte de mí desde que eras un bebé recién nacido que lloraba al ver por fin la luz y se aferraba luchando por su propia supervivencia, te vi crecer y llenaste toda mi felicidad con una simple caricia, un “no te preocupes papá”, cuando salías los días vespertinos para volver antes de las 11. Escuchaste tan atenta mis recomendaciones, leíste los libros que te entregaba, te sentabas conmigo los domingos por la tarde a ver mis viejas películas, aunque muchas veces fuera simplemente por complacerme.  
Ahora encaro estos tiempos sabiendo que la última revisión médica no ha sido muy alentadora y el maldito cáncer aún es un peligro latente. Yo no voy a estar aquí siempre y quiero dejarte por escrito algunos deseos y humildes puntos de vista que puedan ser una guía o una luz en el camino. Tampoco estoy por la labor de hacer una teoría general de la vida ni volverme pedante con sermones paternos. Mi máxima ilusión es que tus preciosos ojos negros siempre mantengan el brillo de la curiosidad, el anhelo del saber y de la cultura. Ojalá que, negando y parafraseando a Silvio Rodríguez, nunca se te acabe “la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta”.
Estás en etapas de cambios y confusiones, de ver la vida como un territorio hostil y desconocido, y también un universo lleno de posibilidades de placer y diversiones que pueden tornarse artificiales. Necesitas tener presente que cuando el tiempo arañe la ilusoria capa que cubre las fiestas y el resplandor de las luces de los bares, cuando inevitablemente llegue el final de la euforia, te quedarán apenas un puñado de buenos amigos leales. Trata de no fallar nunca a esos amigos que son sólidos como rocas, que te reconocen y son fieles hasta en sus ausencias. Cuando necesites una conversación desesperadamente sincera, cuando reclames un apoyo, búscales a ellos. Y también entenderán cuando necesites estar sola, reordenar pensamientos y trazar el lugar en el que abatir las angustias.

Intenta ser siempre digna, no malvendas lo mejor de ti a quien te infravalore y sólo pretenda  un fácil juguete. Debes hacerte respetar y para ello tienes que empezar contigo misma. Y piensa que el amor no es una conveniencia, que nunca se debe practicar por lástima, venganza o interés. Hay una esencia que niega cualquier sospecha de pertenecer al sexo débil. Me refiero a esa forma que tenéis las mujeres de acuchillar sin armas, de hacer más daño con una mirada o un silencio que con cualquier golpe físico. Pero nunca utilices esa ventaja para dañar a un hombre sin necesidad. Que poseas esa capacidad no quiere decir que puedas ir hiriendo impunemente; pues la última imagen que dejes en la retina de alguien será la que prevalecerá, y la existencia puede ser demasiado corta para dedicarse a acumular rencores y cultivar odios en terceros. Más que nada porque hay cabrones firmes que cuando te regalan su desprecio e indiferencia lo hacen para toda la vida, fijos a sus propios y anticuados códigos de honor.  
Habita una historia detrás de cada persona y, pese a la intrínseca complejidad que traemos de serie, hay palabras que te definen con mayor acierto. Deja que sean ellos quienes se tomen la molestia de descubrirlas, y, si son merecedores de tal honor, concédeles saber cómo suena tu voz en un susurro, o el color de tus mejillas al amanecer. Puede también que te encuentres desolada por una relación que ha terminado de manera triste e inmerecida, dominada por la impotencia y la amargura; pero tengo que decirte que el azar reparte sus propias cartas, y resulta que a veces, sin tú preverlo, las mejores historias de tu vida comienzan justo después de un adiós. Uno de los más gratificantes acontecimientos que pasan (y pasan) es recobrar la esperanza cuando, después de una despedida, se encuentra a la vuelta de la esquina el inicio de una aventura maravillosa y fascinante.

Busca tu lugar o tu refugio en las cosas que amas. Una novela, una película, un disco. Ponle banda sonora a tus días según tu estado de ánimo. Debes saber que un libro puede ayudarte a encontrar respuestas y a ordenar pensamientos e ideas, a entender tu lugar en el mundo.  Acude a ellos para paliar el miedo, los momentos de incertidumbre y para vivir otras vidas. Son herramientas de las que echar mano, que apaciguan y te dotan con armas de lucidez, que siempre te van a ser fieles y colaboran a pasar las noches en vela, las tardes muertas, o cuando únicamente busques estar a solas contigo misma y un buen libro entre las manos, tranquila, ajena a todo lo demás. Y dejarás entre sus páginas una secuela personal, una marca de tinta, sangre o vida. O la huella de una lágrima.

Viaja siempre que puedas. Es increíble la cantidad de complejos, prejuicios y provincianismos que se borran viajando, la manera serena que tiene de templar la osadía de la ignorancia. Lánzate sin miedo con una mochila a las salas de espera de los aeropuertos. Patea las ciudades que siempre quisiste visitar, sin prisas, mirando y aprendiendo a mirar. Siéntate en una terraza y simplemente observa la gente pasar. Busca los rincones con más encanto y ten conversaciones con los oriundos del lugar, ampliando tus visiones con sus testimonios, trata de vislumbrarlos como el resultado de su entorno y su ambiente, su historia y su genética. De dónde vienen, qué les hace ser cómo son, cuál es su trayectoria o quiénes les oprimen. Algunos viajes se hacen para recordar y otros para olvidar, confirmando una huida, pero siempre siéntete libre, auténticamente libre cuando imprimas tu presencia en ciudades y países que recorras con entusiasmo.

Llegará un momento en que abrirás un viejo álbum de fotos y te verás ahí, tiempo atrás, más joven y con esperanzas caducas, quizás pasando el brazo alrededor de alguien, sobre su hombro, en señal de camaradería o confianza; y puede que no reconozcas a esa persona que junto a ti sonríe a la cámara, que se haya perdido en la memoria y tu propio yo de esa foto tampoco exista. Resonará entonces el eco de antiguos conocidos, personas que pasaron por tu propia novela un verano, en un trabajo temporal, o que viven en ciudades que ya no frecuentas; todo serán recuerdos acumulados como restos de un naufragio. Pero son los rastros que vas dejando en tus anales.
Trata de entender los  actos y las aflicciones de las otras personas cuando obran con buena intención, y asume los tuyos como una parte de tu originalidad; nunca te avergüences de la intensidad de tu emociones y sus consecuencias, al fin y al cabo, en nuestra frágil naturaleza, cada uno ama, sufre y llora a su manera.

Lucha siempre por lo que quieres; y aunque pierdas, tendrás la satisfacción de haber peleado hasta el final, resistiendo en tu Álamo hasta el último cartucho. Hay ocasiones que crees que todo está perdido y te sorprendes sacando fuerzas de rincones propios que desconocías. Somos fuertes, y nos sobreponemos de situaciones de las que no nos creemos capaces. Tenlo presente si alguna vez abres los ojos y sólo ves oscuridad.
Ríndete cuando ya no haya nada por lo que luchar, o para evitar causar daños a otro, si no, que la derrota te pille en plena acción, mordiendo hasta donde puedas llegar y esto ha sido todo.

Mi objetivo como padre fue intentar que obtuvieras siempre tu punto de vista, tus propias opiniones, huyendo de los dogmas. Sé consciente de todas las personas que, debidamente trabajadas, manipuladas en la estupidez y la ignorancia, cometieron auténticas barbaridades o han perdido la lucidez mental. No me gustaría verte nunca plegada o de rodillas ante lo irracional. Cuando te intenten contar milongas sobre verdades absolutas o altares, cuando quieran abusar de su desfachatez, gira la cabeza hacia la biblioteca, ésa que te hemos legado, y sobre los tomos de historia, sobre los filósofos racionalistas, sobre 3.000 años de cultura de España, pensamiento grecorromano, esplendor mediterráneo  y revoluciones traicionadas, exclama: mentís como puercos.
Debes tener tu propia ética hecha de conocimiento y sentido común, tus valores intransferibles  que no correspondan nunca a pensamientos teledirigidos por terceros.
Tú ya has nacido con unos derechos adquiridos, pero antes precede mucho sufrimiento para hoy poder disfrutar de ellos, y demasiadas bocas que fueron tapadas, raciocinios silenciados e ideas fusiladas. No olvides jamás de dónde vienes y las cenizas de las hogueras que crearon, nunca permitas que traten de robarte tu afán de ser libre y ostentar orgullosa tus propios pensamientos que sean la bandera de tu independencia.

Algunos fantasmas  tardan en marcharse, y de vez en cuando te vienen a visitar por las noches, en forma de un recuerdo, de un error o un remordimiento. Y  te pasas la madrugada entera dando vueltas en la cama, o mirando el techo hasta el amanecer. Es el peaje que debemos pagar. Se vive, se cometen errores y a veces no se nos concede el perdón, o el arrepentimiento rumia por dentro, cada uno con los suyos y quien más y quien menos carga con su cruz. Tienes que estar dispuesta a asumirlo y comprenderlo. A reconocer las amargas verdades. Y no sirve de nada si no sacas algo en claro de las lecciones que brindan el transcurrir de los años. Pues en el pasado está el recordatorio de lo que fuimos y a menudo de lo que somos.

Hay muchas cosas que me gustaría poder transmitirte. Me aterra pensar que no me quede demasiado tiempo para verte recorrer sola la aventura de tu conversión a mujer. El porvenir te pertenece. En tu mano está hacer de tu vida una experiencia épica y evocadora. Que cuando exhibas en tu madurez la belleza de las arrugas, sean el resultado de las luces y sombras de tu biografía, escrita con el impulso de la llama constante que habita en tu interior.

21 octubre 2011

Captura



Óscar no era el tipo de hombre cuya idea de honrar y respetar a una mujer consiste en no proporcionarle nunca ninguna emoción. Irónico y altanero, pertenecía a esas personas que sacan partido al ocio, que traen consigo su propio ambiente y una sobrecarga de vitalidad, además de un admirable talento para embaucar a mujeres de toda edad y condición con un atractivo difícil de definir y un buen manejo de sus cualidades. Como fotógrafo, mantenía la inercia de vislumbrar destellos en las cosas más simples, de adivinar marcos o intuir historias dignas de ser plasmadas detrás de una sonrisa, una mirada o un paisaje. Y lejos de sus virtudes con una cámara, tenía la extraña facultad de advertir las diversas peculiaridades de la gente; y más concretamente de captar las señales que predicen el futuro o el destino de las mujeres, como si pudiera leer en sus rostros y en las líneas torcidas de sus personalidades la idiosincrasia y clave secreta de su vida.                                                                                               

Pensó de primeras que había algo sutilmente inmoral en la luz de los grandes ojos castaños de Noemí. Perfectamente entallada en aquel traje verde, jugando con la copa en la mano, cogía el vaso con gesto más bien desafiante y paseaba de un lado a otro de la sala con el desparpajo innato de quien todo le es familiar y agradable en un ambiente postizo.                             
Resultaba incómodamente hermosa, con un impulso de energía que era el resultado de la contradictoria mezcla de seguridad en sí misma y juvenil inconsciencia. Así atraía todas las miradas, dando la apasionada impresión de que, pese a encontrarse en una multitud, no formaba parte de ella, como si habitara en un plano aparte.                                                           
Allí había otras mujeres con deliberado deseo de agradar, cuyo aval para la altivez era una supuesta belleza como máximo argumento, cercadas con disimulo por hombres igualmente inofensivos, tímidos y carentes de interés. Hombres como los que se enamoraban de Noemí con incondicional entrega, e incluso se dejaba besar, consciente como era de ser virtuosamente superior y de que siempre podía dominarlos; tal vez por eso, en el fondo de su corazón, los despreciaba por ello.

Al tomar su cuarto trago y decidirse a intercambiar palabras sólo era para ella una voz, una manera como otra cualquiera de pasar el rato, aunque pronto comenzó a mirarlo con interés. Por momentos, Óscar se encontraba perdido como un nervioso novato. Su lucidez mental, todos aquellos inagotables recursos que creía haber adquirido mediante la ironía, habían desaparecido. Le preocupaba la idea de ser, después de todo, nada más que una mediocridad con facilidad de palabra. Se preguntó si reconocer esa carencia pudiera coincidir con el lento declive de su audacia. Y es que dar expresión a los propios pensamientos nunca le había parecido tan deseable y tan imposible al mismo tiempo. Con desoladora falta de inspiración, se despidió con unas breves palabras y convidó a verse en otro momento. Y así trato de no forzar las cosas con divagaciones sin conclusión.                                                                                    
Conocía sus limitaciones y también las características de un proceso. Ser certero con una chica como Noemí era un trabajo de precisión que requería la cantidad exacta de silencio, la cantidad exacta de insistencia y la cantidad exacta de diplomacia.

Ella, cuando estaba borracha con esmero, era capaz de sentirse fugazmente atraída hacia otras mujeres, lo que no pasaba de ser la manifestación, hasta entonces reprimida, de su inclinación a experimentar. Cerca de los treinta era aún una joven dispuesta a las aventuras intelectuales y románticas, que fantaseaba con leer y soñar, con arañar y poseer algunas de las fascinantes existencias de las personas llamadas a ser los protagonistas de momentos importantes, una mujer cuyo fuego radiante y cuya frescura eran el material vivo con el que estaba hecha la belleza muerta de los libros. Porque en aquel entonces Noemí encarnaba la juventud como nunca volvería a hacerlo y era capaz incluso de triunfar sobre la muerte.

Durante los siguientes días, a Óscar le tocaba esperar, para encontrar el orden y un camino dentro de la maraña de detalles sutiles de las relaciones humanas, confiado en que no hubiera quedado en la memoria de ella tanto la falta de inspiración de sus palabras como su presencia bien parecida. Él pensó que sólo Noemí podía darle lo que necesitaba y ninguna otra persona estaba en condiciones de hacerlo.                                                                                                      
Pero Óscar lo sabía, podía notarlo. Conocía al hombre que caería rendido a sus pies porque ha sido tantas veces la misma vieja historia a lo largo del tiempo. Con extraordinaria capacidad para la autoafirmación y el manejo de los posibles en su vida, se permiten maltratar o incluso despreciar con embustes al tipo que está a su lado, pues cuentan con el convencimiento de que el hombre al que insultan volverá a ella como un animal doméstico, sin ni siquiera ser conscientes de que les abandona el último vestigio de dignidad, la auténtica falta de carácter. Y mujeres como Noemí alcanzan así la madurez con la impresión de estar reuniendo la estabilidad necesaria para ordenar su vida hacia la consecución de la felicidad. Y la dulce chica del vestido verde ajustado que juega con sus zapatos, apenas sujetos por los dedos de los pies, sería la mujer de uno de esos hombres dóciles y entregados, una de esas esposas que, con el tiempo, sabiendo que antaño habían poseído lo mejor del amor, se aferraban a lo que quedaba, vacía de prosperidad, ahogando la intensidad de sus miedos en un silencioso presente. Y envejecerán en su compañía, les darán varios hijos, y flotarán desvalidas y descontentas sobre un incoloro océano de tareas monótonas y esperanzas perdidas. Y así, sin darse casi cuenta, cambian la lucha por el amor por la lucha contra la soledad, la lucha por la vida por la lucha contra la muerte. Noemí era consciente de aquellas cosas, pero nunca llegaba a admitírselas del todo.

Tras otros encuentros breves pero más gratificantes, un viernes noche, tres semanas después de verse por primera vez, tuvieron bajo el manto de unas copas una conversación muy larga, una conversación radiante, llena de oscuro sentimentalismo mientras se miraban con ternura auténtica y extrema. Él no sabía verdaderamente el motivo, pero sabía que era suya.                
Los ojos centelleantes de óscar brillaban por el whisky y por la emoción que le embargaba, mientras subía a la habitación del hotel, ansioso de poseer lo deseable y destinado, como se hallaba, a uno de esos momentos inmortales tan llenos de luz que el recuerdo de su esplendor permite ver durante años.                                                                                                              
Primero la aplastó contra él en un triunfante y duradero abrazo, pudiendo compartir los latidos que revolucionaban sus pechos, y mientras le quitaba la ropa, sintió que la fisionomía del mundo estaba cambiando delante de sus ojos. Descubriéndose mutuamente en la oscuridad palpitante de aquella habitación, con la sensibilidad erótica a flor de piel y emociones llenas de deseos que la noche había engendrado en el corazón de los dos. Con ganas de poseer su alma y su belleza, su cuerpo y su memoria, justo en el momento en que habían llegado a la cúspide de su juventud volcánica libre de arrugas y de miedo, con la certeza de que después de los dos todo cambiaría, entregándose a la pasión sobre el borde del precipicio en el intermedio de sus vidas.

Había un mutismo sepulcral sobre ellos en la oscuridad destapada por una luz difusa que vagamente iluminaba los contornos de sus pieles. Noemí mantenía el rostro en expresión vacilante, y parecían haberse refugiado en sus ojos reflexiones demasiado profundas para poder expresarlas con palabras. Cualquier frase que Óscar pudiera haber dicho habría parecido inadecuada ante la perfección de su silencio.                                                                            
Estuvieron allí tumbados algo más de dos horas, al menos así lo calculó él, por el simple procedimiento de reunir los retazos de tiempo. Noemí se hallaba finalmente a medio camino entre el sueño y la vigilia, en un placentero estado de sopor que embarga después del amor. Con la claridad creciente y las sábanas a sus pies sin complejos; él miraba discretamente y con ternura aquel cuerpo desnudo tendido sobre la cama, como si su vida ya en declive fuese una cosa muy dulce.                                                                                                                                   
Óscar, en aquel momento, deseaba fotografiarla más que ninguna otra cosa, fijarla tal como era, tal como —­­­­con cada segundo inevitable— dejaría de ser para siempre.                           



13 agosto 2011

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NOTA DEL AUTOR:
Este blog permanecerá inactivo por un tiempo inconcreto. Me voy a mirar, a vivir, a leer. Y volver con la imaginación más desarrollada gracias a las huellas de la experiencia, lo que nos invita a escribir de nuevo, otras historias, nuevos relatos de ficción; pero una ficción que necesita el carburante de unos dedos más firmes y más maduros. Entre lo que capte del exterior y lo que aporte mi interior, labraré más personajes de Estrella Errante. Ahora voy a ver si me encuentro (o me cuentan) algunas ideas.

10 agosto 2011

Tinta emérita

Conocí a Carla cuando era demasiado joven para tener un pasado al que darle la espalda, cuando estaba muy lejos de realizar el ejercicio de hundir el brazo en la oscuridad y sacar a la luz los recuerdos perdidos. La conocí cuando su mirada no era como una cinta de seda alrededor de una bomba.
Me leía las historias que garabateaba con admirable precisión en su libreta de anillas y después me observaba, expectante y en silencio, esperando mi aprobación, mi mirada clarividente, el pequeño comentario o gruñido a modo de visto bueno. Incluso cuando yo aceptaba a regañadientes escuchar sus cuentos, parecía extrañamente satisfecha. Le sacaba algunos años y para ella mi opinión y mi tiempo lo eran todo, con su inocencia de niña que vive el sueño de la literatura.
Con el paso del tiempo recordé enternecido, como recuerdo ahora y recordaré siempre, sus primeras historias que trataban de alcanzar algo que se le escapaba, el incomprendible mundo de los adultos con sus alegrías y pocas miserias, donde todo era fascinante, misterioso, extraño. Retrataba ese lugar llamado madurez como un sinfín de aventuras y vibraciones, con un intento vaticinador que era adorable por lo ingenuo y por el esfuerzo profético.
Esas libretas, aquellas palabras de su puño y letra la vieron nacer y crecer, espiaron sus primeros pasos, escucharon sus primeras voces, y fueron testigos del despertar de su sensibilidad a los riesgos y maravillas del mundo exterior. Y tengo en un prodigioso lugar de la memoria la teoría que su padre le narró una noche y que Carla me dijo. Ésa que decía que la vida es una maleta que vamos llenando, con trastos y objetos que son la experiencia de lo vivido y lo que sabemos y aprendemos, las personas que vamos conociendo, la propia fragua de la personalidad. Ese interior va cambiando, vamos tirando lo que ya no nos sirve, introducimos nuevos complementos, nuevas formas de pensar. El interior de la maleta va transformándose, pero el exterior, la propia maleta, somos nosotros, es nuestro yo más puro, la misma esencia que tenemos desde que nacimos. Y tan sólo esperamos llegar al final sin el equipaje muy lleno, demasiado cargados o con los abalorios que no supimos o podimos desprendernos de ellos a tiempo.
Yo no recordaría este episodio si no me lo hubiera repetido de niño y de mozo hasta la saciedad. Y me recuerdo junto a ella, en la penumbra del inmenso cuarto de estar, absortos en la lectura de sus escritos, que poco a poco iban dando forma y sentido a episodios de otras vidas que nosotros nunca llegamos a conocer.
Porque Carla siguió escribiendo y cumpliendo años, y llegó a ser considerada por algunos certámenes juveniles y de literatura novel como la escritora con más talento y proyección.

La primera vez que huyó de la ciudad lanzándose a territorios agrestres a vivir como una alimaña y permanecía meses a solas con ella misma, todos en su entorno pensaron que lo hacía por satisfacer su gusto. Porque nadie sospechaba que allí en la ciudad llegó un momento en que ni ella entendía lo que hablaban ni era capaz de hacerse entender. Que sus largos períodos sin dar señales de vida era en contraposición con el estruendo de la avaricia, la trampa, la mentira, la cobardía y la lascivia que campean en el mundo. El enigma merecía aclaración que nunca se tuvo. Su mirada no volvió a ser la misma, su semblante era diferente; aquella boca nunca se volvió a abrir para reír de la misma manera. Una nota a pie de página de un libro reproducía una frase atribuida a Frida Kahlo: "El alba siempre está demasiado lejos. Ya no sé si la deseo o si lo que quiero es hundirme más profundamente en la noche".
Supongo que había pagado también su cupo de miedo, y quiero pensar fue feliz mientras desapareció. Tal vez fue el duro choque con la realidad, la imposibilidad de transcribir el dolor, o la conciencia de un hombre envilecido, el contacto con lo humanamente deleznable. Algo moralmente situado en el último peldaño de nuestra especie, lo que le hizo cambiar. Tristes peculiaridades de la condición humana que se deslizan a ras de tierra y que a una mujer de espíritu exquisito le resulta insufrible confesar, dejándolo para ella, al precio de una íntima repugnancia.
Pocos saben de sus actividades, y yo aún leo con deleite los viejos garabatos que una tarde hace muchos siglos me regaló, y me gusta pensar en el esfuerzo de Carla por mantener el equilibrio del relato, aunque ya no los veo como una parte inseparable de sí misma.
Creo que trabaja mucho en una ocupación que no les gusta casi nada. Ella dijo algo de un punto de partida hacia nuevos rumbos. Habló de una etapa de transición. Pero Carla nunca volvió a escribir.



03 agosto 2011

Seguridad

Con diecisiete tenía la estatura perfecta y una belleza que florecía maravillosamente, cada día más exuberante y cálida, abanderada por unos ojos llenos de un mar que era como un sueño azul. La gente se quedaba sin respiración al verla, y los hombres eran como muñecos en la noche. Los dieciocho años deberían haber significado muchas cosas. Con dieciocho podré…Hasta que una chica no llega a los dieciocho….verás las cosas de otra manera cuando tengas los dieciocho. Julia al cumplir esos años únicamente poseía una certeza extraña para su edad. Para ella la mayoría de los chicos no eran nada: ni héroes, ni hombres de mundo, ni modelos de virilidad, ni nada de lo que se había imaginado. Sólo eran fáciles. Los que la atosigaban y también los que trataban de hacerse los duros. Ni siquiera sentía un estremecimiento especial al besarlos, porque era una especie de consecuencia lógica, algo a lo que no se le otorgaba demasiada importancia.

Un día sin número Julia comprendió que nunca volvería a tener veinticinco años, y por primera vez en su vida no se sentía segura de sí misma. Tenía amigas que decían haberse casado por amor y cuya eternidad duró lo que tarda en pasar tres inviernos.
Puede que las personas tuvieran un capital fijo de emociones, y ella había agotado los suyos jugando a ser el objeto de sus cacerías en la bochornosa oscuridad, derrochando energías en romances breves mientras creía que el chico perfecto que esperaba tal vez se hubiera convertido en una proyección de sus propios sueños, una radiante y nebulosa masa de luz.
Por dos veces había tenido ese amor al alcance de la mano, a su cabeza acudían palabras y pensamientos inmemoriales, que aún siguen siendo útiles, que todas las mujeres tuvieron alguna vez, ese estremecimiento que a veces se siente por un hombre que se acaba de conocer, diferente a todos los que se había tratado, con ciertas condiciones que saltan a una primera vista, o que acaso creemos intuir. Pero cuando quiso agarrarlo, cuado se popuso estrechar el brazo sobre esa mano tendida, se descubrió sin fuerzas, carente de ánimo, sin nada que ofrecerle; sólo su experiencia en el juego de manipular y el retorcido arte del mentir. Pero, ¿de verdad había pasado eso? Es inverosímil, Julia lo sabe, la gente lo sabe y la cree. Nadie tan hermoso puede hacer algo verdaderamente malo.

28 julio 2011

La travesía



Cuántos sueños había acariciado Yolanda, con lo ambiguo y turbulento de esa edad maldita, con las ilusiones a flor de piel; mientras tanto, como siempre, buscando el conocimiento en el fondo de una botella de vino, en la mano firme y vigorosa de un hombre, en la compañía tan cálida y volátil de las barras de los bares.
La vi, durante mucho tiempo, ir y venir, mostrando esa audacia de las mujeres cuando deciden que nada se les ponga por delante, ese ímpetu de vanidad triunfal, lanzándose a morder y escupir su existencia de quien se sabe incorregiblemente bella y disimulando una furia enloquecida alimentada por la ambición. Se le podía seguir el rastro, en terminales de aeropuerto, con una sonrisa deslumbrante que sugería algo parecido a la libertad; aquella esperanza que nos habita mientras se ignora que el mundo es sólo un campo de batalla llenándose con los cadáveres de todas las despedidas cargadas de juramentos.
Era un gustazo verla. Su inteligencia, su sentido del humor, su sensualidad. Lucía una piel clara llena de pecas, sus caderas contoneaban ligeramente al andar como la Sue Lyon de la película, y era poseedora de unos senos firmes que todos los caballeros adinerados querían tener derritiéndose en sus bocas.
La felicidad desinteresada hacía de las suyas con un adecuado disfraz, ella no reparaba para tener a todos los hombres capaces de alquilar habitación de hotel elegante y discreto en el que los lazos de esposas no conseguían atraparlos, ofreciendo perdición eterna sobre una almohada y una copa de champán.
En la frontera distorsionada de la juventud bailaba la Yolanda más incontrolable, y fue de quien pudiera quererla o comprala, mientras soñaba con el cielo y la gloria, con lo impreciso de una promesa columpiándose para ella en el horizonte del porvenir, apretando la pequeña cruz de plata que se anudaba a su cuello, obsequio de infancia de sus padres. Y así trazaba pequeños arrebatos místicos, entre visiones de eterna bienaventuranza.
No planeba nada; se dejaba llevar, y la fuerza irresistible que había en ella hacía el resto. Era feliz y se enamoraba de varios imposibles que le regalaban un abrigo y un olvido barato. Unos zapatos bellísimos a precio de coste; ¿a cuánto se pagaba por aquel entonces la carne?
Deambuló sin llegar del todo a asentarse, frecuentando las fiestas en que se precisa invitación, yéndose de los brazos más atractivos y fantaseando con las películas o la fama, las revistas, los yates; con la necedad del que no se imagina que un día la juventud iba a ser sólo un lúgubre espectro entre bambalinas.
Con algunos amantes se sentía fuerte y segura al poder manejarlos. Mentir llegó a hacerse para ella una manía, algo necesario y hasta placentero. Los medios le hicieron caso por un tiempo, pero con esa constancia efímera de las cosas banales. Estuvo bajo las miradas y las figuras de renombre. Por un tiempo.

No fue fácil verla regresar al ingrato país de la realidad. De los años que pasan y te pasan por encima. Tarde o temprano la propia vida, la lucidez, las lecturas y la necesaria experiencia te acaban despejando el cielo de dioses. En su caso, Yolanda lo aprendió con el tiempo, y finalmente, cuando volvió a casa de sus padres, su firmamento estaba vacío de divinidades, pensando que su cruz le había fallado, acentuando el tono de la angustia.
Trancurrría lentamente la miseria, el dolor se convierte en una costumbre que destroza todo, sin detenerse siquiera ante el recuerdo del ayer. Y Yolanda buscó la soledad, odiaba todo a lo que se estaba viendo abocada, no tanto a los hombres y a la sociedad como a su propia debilidad.
Comprendía que la ambición había colocado ante sus ojos un espejo que, al presentársele como una mujer fascinante, la deformaba.
En su propio exilio le llegaban recuerdos de los tiempos del oropel y las veladas infinitas, cuando pensaba que la vida tenía reservado para ella un destino formidable. Su boca era un fina mancha rojiza sobre la cara. Sin expresividad, sin nada que sugerir. Esa boca que se había abierto para mentir, que había gemido de orgullo y aullado de lujuria. Su rostro, prematuramente envejecido, desprendía destellos de una sabiduría antigua que sólo se imparte en las escuelas de la vida, un puñado de verdades elementales que los intelectualoides y pedantes no podían aprender a través de sus filósofos o en los libros de las bibliotecas.
Y lloró con mayor amargura al comprender que la nada acabaría triunfando sobre el mundo que había conocido.
Quedó relegada a ser su sombra por el barrio, en los días más grises y lluviosos del invierno, bajo un cielo tapizado. Yolanda, borracha de tristeza, tiritaba a través de sus ropas notando más intensamente el frío en los pies y la muerte en el alma.
Y la vida hay que tener valor para dejarla cuando nos echa de su lado, elegancia para que la salida sea a tiempo. Saber el momento en que ya se está al margen, que la existencia carece de más sentido. Es la lucidez de quien ha vivido sobre los focos del éxito y se dispone a largarse antes del apagón total. Sabía que toda la belleza estaba destinada a morir con ella y a quedar olvidada en la mente de los hombres.
Intentó rememorar algo que se le apareció en la remota pureza de su adolescencia, mientras su cuerpo febril y desnudo se introducía en el agua de la bañera, apostada sobre una esquina varias cuchillas de afeitar.
Para los vecinos del barrio que se arremolinaron en torno al lugar de los hechos, Yolanda ya no era nadie a quien evocar, un rostro casi anónimo bajo un sudario. Para ellos, el cuerpo que los sombríos operarios sacaron del portal era un ligero recuerdo o un viejo sueño que la corriente del tiempo había traído, como la madera que el mar arrastra hasta la playa.

13 julio 2011

Enmudecer

¿Dónde estarán todas las cosas que quedaron por decir? Seguramente perdidas en algún lugar a punto de morirse de sed y pena, tiesas como la mojama. En determinados momentos de nuestra perra vida el silencio puede hablar más que cualquier explicación o excusa, un silencio largo como una sombra que envuelve y entierra el último trozo de ti. Cuando la nube empiece a clarear ya no dolerá, anuncia el renacer de las nuevas épocas. Pero seguiré pensando cuáles habrían podido ser esas palabras, ese discurso, esa conversación que nunca será concedida. Te conozco lo suficiente para saber que no tengo la más mínima oportunidad de volver a escucharte cerca de mí, hablando despacio y seguro de ti mismo, mirándome con dulzura.
Pienso en ti, Miguel, y cómo al final no te abstuviste de dedicarme una sonrisa despectiva, más de compasión que de menosprecio, una sonrisa del que se sabe por encima de destinos o de la propia vida escrita, escrita para representarme en el papel de esposa honesta; del que es capaz de reírse de todo eso con un golpe de cara angelical y sarcasmo, para después marcharse como si nada.
Para ti todo necesitaba obligatoriamente una motivación, un porqué, y comprendías que una mujer pudiera buscar apoyarse en algo que fuera más solido que el amor, pero comprenderlo no te libraba de despreciarlo, pues no creías que hubiera razones más poderosas que el amor. Pero en la partida demencial de la existencia entran en juego muchos factores, y no siempre jugamos con los que más nos gustaría. Palabras como ambición, miedo, beneficio, conveniencia, estatus, seguridad, adiestramiento, interés, oportunidad, también están dentro de la baraja.
Tú pensaste que podías solucionarlo todo con el amor, Miguel, y esa ingenuidad fue la que te hizo darte el golpe. Pero sigues empeñado en vivir en busca de ello y es respetable; luego llegó el silencio y las cosas que quedaron por decir. No las oigo pero puedo notar tu indiferencia y tu repulsa en ese silencio abultado, tan lleno de odio altruista y natural, odio que emerge de lo más profundo de ti, que yo sé te acompañará siempre aunque ni lo notes, que habitará en algún rincón apartado de tus entrañas, y alguien sabrá intuir en tu mirada cualquier noche que vuelvas a observar con desconfianza y a hacer preguntas en principio extrañas pero que para ti signifcarán mucho y muy concreto.
Lo llevarás dentro como llevas todas las cosas que fuiste, todo lo que viste y que perdiste, las veces que triunfaste sin que nadie te regalara nada o cuando te enfrentaste a todo lo que se oponía a tu desarrollo vital con ese encanto de pelear por ello hasta entregar el sable, poseyendo la certeza de que estabas vencido de antemano. De la misma manera que no olvidas el rostro de la primera persona que te besó ni reniegas de los sentimientos calcinados, que recuerdas los aromas de pieles y paisajes dentro del encuadre de tu felicidad. Es tu marca imborrable, es tu destino marcado a fuego por tanta intensidad en el amor y en la traición.

12 julio 2011

Sus noches

No me acuerdo del momento en que soñé con ellos y desperté aún confuso, como si regresara de la tierra perdida de la infancia, de los confines de mi primera juventud. Sé que allí estaban los valores, los terrores, la valentía. Allí estaba él, como siempre, el eterno borracho, follador empedernido, carne de prostíbulo, cadáver viviente, depravado, en definitiva, mi amigo Charles Bukowski. Mucho tiempo sin acercarme a él, viejo.
Por ahí andaba también Emil Sinclair, que quiso venir a darme las buenas noches y casi me mata del susto, igual que Burroughs cuando me dijo que le acompañara a probar otro almuerzo desnudo. No tuve tiempo de saludarlos a todos y aún tenía una carta en la mano de Dick Diver, el hombre que ya apenas envía cartas desde las páginas de la novela más triste. A lo lejos me parece distinguir al Federico Luppi de Martín (hache) y un poco más atrás, más hermosa y decadente que nunca, la Romy Schneider de los últimos años.
Y llegó Baroja amarrado a El árbol de la ciencia. Le intento decir al donostiarra que reconozco su sensibilidad hacia los indefensos de la tierra, pero me cansa su pesimismo, su amargura…y como es un sueño, no me hace mucho caso y me da en la cabeza un mamporro con un ejemplar de La lucha por la vida, mientras me mira sin quitarse ni la boina.
No estoy muy seguro pero podría afirmar que de fondo sonaba el piano de Bill Evans y me pareció reconocer a Chet Baker antes de saltar por el balcón, cuando su trompeta y su voz eran emisarios de melodías rotas.
Aparece también el Robert Jordan que se daba perfectamente cuenta de que no habría futuro más allá de aquellos cuatro días, y se dio el dulce gusto de soñar una quimera y morir, ya que su vida continuaba en María y porque ‘sólo tiene derecho a morir aquel que ha vivido’ y porque en cuatro jornadas puede habitar la plenitud de toda una existencia. Hay quien vive toda una vida sin saber lo que es eso. El propio Hemingway era fiel a sí mismo y era el hombre que un día le dijo a su esposa: “Si no puedo existir a mi manera, entonces, la existencia es imposible”, por lo tanto fue coherente también para despedirse de este mundo, cuando el alcohol, la impotencia y el cáncer le atenazaban y no había una luz al final del túnel. Me recuerdan que hace 50 años Don Ernesto se puso una escopeta en la boca.
Por el pasillo apareció Onetti y me larga ‘Bienvenido, Bob’, y sigue su camino sin mirarme, sin explicarme nada, más que el golpe con el que yo recibía sus cuentos, la fatalidad de todo aquello en algo que empezaba a vislumbrarse como esperanza y miedo.
En la cocina, sombrero calado y gabardina, calzándose un gimlet estaban Marlowe y Sam Spade, en blanco y negro, como yo siempre los imaginé y seguro también sus célebres autores.
Cuando se apagaron las estrellas era de nuevo el hombre maduro y canoso que regresa a una realidad no siempre necesaria.

10 julio 2011

Creer



Y así vencimos. Fueron los tres años que amamos peligrosamente, y fueron también los más intensos, profundos, largos y apasionados de mi vida. Debo recordar en mis reflexiones, como un homenaje y un sentir, a esa mujer que reclama o reclamó el derecho a su vida, a la libertad de vivirla frente a la incomprensión y a la hipocresía. A todas ellas que durante siglos agacharon la cabeza y aceptaron su destino, y sólo en el momento último antes de la muerte reconocieron haber vivido sin el amor que todos creían y que sólo aparentaba. Y en estos tiempos que (re)corren aún existen taras y guiños ancestrales de cuando imperaba el decir sí y callar la boca, de someterse a anticuados patrones sociales o antes de tomar una decisión tener que mirar la cartera y de reojo a la familia.

Como mujer siempre luché enconadamente por ser la dueña de cada tramo de mi realidad, jamás ofrecí la espalda ni me puse de perfil cuando se reclamaba dar la cara, y nunca me vendí al servilismo, al peloteo ni consentí bromas estúpidas burlándose de mi sexualidad, cuando empezaba mi tranformación de tierna niña a proyecto de mujer en ciernes.
Al principio, al conocerle, tuve muy poco tiempo para estar junto a él. La primera vez casi llegó, sonrió, y se fue, regalándome esa ensoñación que se fija sobre aquello que nunca más ha de volver, ese dolor interno y extraño cuando sabemos que una vibración se va ir apagando insensiblemente por la falta de un combustible que evite las cenizas.
Pero volvió, después de prolongado tiempo, apareció otra vez por la ciudad y por mi vida, y entonces me planté frente a una puerta opaca que era el reflejo de mí misma y me dije que si lo dejaba escapar tal vez evitaría un montón de quebraderos poco recomendables de cabeza y exabruptas turbulencias, pero también perdería seguramente la gran oportunidad de mi vida en materia de amor. Y no quería pasar el resto de mi existencia apegada a las cosas materiales y sencillas, viviendo con extrema comodidad pero con ese vacío inmenso, inabarcable, de amor vacante, de plenitud no satisfecha.
Tuve que ser firme, quererme a mí y creer en lo que hacía; ser brava y olvidar mi férrea educación, destapar mi mente, dejarme volar y así abrir los ojos y los labios, y besar, amar, sentir, tocar, envolver cada minuto que pasaba junto a él. Cada hora que fue un torrente de una emoción primeriza y desconocida.
Y nada me importaba, ni el futuro que querían negarnos, ni las desaprovaciones del entorno; lo que estaba dispuesta a hacer era la gran satisfacción de obrar a mi manera, ser rica por ser libre, libre para elegir y evitar que cierren mis pestañas los que nunca supieron qué es abrazar a alguien y antes de que llegue su olor sentir ya el miedo de perderlo. De no pasar una noche cerca del hueco existente en una cama solitaria que conserva aún los restos invisibles de un cuerpo.
Los diques del camino me hacían envalentonarme y ser aún más feroz en mi empeño de tenerle. Cuando algo así ocurre, no hacen falta señales ni explicaciones, una mujer lo reconoce cuando le llega, identifica el delirio con total seguridad, sin titubeos.
Es corto de contar pero grandioso de vivir, porque así vencimos, y ahora que estamos juntos no pienso en qué hubiera sido de mí de no ser como soy y de no ser él como es, no pienso en ello por no ponerme a temblar de imaginar que, en todas las oportunidades que tuve y en los días que quería rendirme, hubiera optado por lo fácil y seguido mi otra vida, y ahora todo lo que hoy tengo y disfruto no fuera más que un mudo secreto, un párrafo en el libro ese que todos tenemos y que nadie leerá jamás.

07 julio 2011

Los ojos abiertos

Lo cuento porque es una manera como otra cualquiera de liberarse. Ni mejor ni peor. Yo también tengo mis manías y mis cositas que si no hago, después no me dejan dormir. Viejos conocidos con los que ajustar cuentas, o ajustármelas a mí mismo si es necesario. Peor sería roncar a pierna suelta sin sentir ningún tipo de remordimiento, creer que el mundo es únicamente de color azul turquesa y dar de regar a geranios de papel, mientras pensamos ingenuamente que a nuestro paso a nadie hacemos daño, que no hay víctimas en las cunetas.
Hoy creo que le toca a ella, es hora de hablar de esa historia. Mucho tiempo sin confesarme.
Ella tenía esa forma de encarar los días, con furia, pasión, templanza…que a mí me dejaba de una pieza y admiraba profundamente. Sabía cómo tratar a los tontos, y cómo tratar a los listos. Los chulos de discoteca y los zoquetes de la manada apenas ya la rodeaban porque no era de las que se dejaban querer por gente de esa calaña. Tenía una mirada que podía ser cálida como un abrazo o dura como un madero de labrar.
Yo la conocí (después de mirarla durante semanas) porque le puse un par, porque a veces hay que arriesgar y porque es mejor jugársela a quedar como un panoli que pasarse los restos preguntándose qué hubiera acontecido de no haber estado a resguardo como un cobarde, sin apostar. Por eso me puse la vida por montera, puse a su vez cara de bueno, fui hacia ella seguro y preciso, y le dije “Hola, muy buenas” con una decisión y desvergüenza bastante admirables.
Tengo que matizar que era un chavalín con más ganas que empeño, y en eso del amor (y su divertida variante, el sexo) era un maestro de la más perfecta ignorancia. Pero estaba dispuesto a ponerle remedio con ella y por ella. Me encontró perfecto y adorable, o gracioso y bonito, que no es lo mismo. Con esas caderas en las que no se ponía el sol yo por mi parte encontré noches que creo que aún me duran. Tan contento de mi suerte y escuchimizado, ella igual que una soberbia modelo de revista y todos los guapitos moscones alucinando al darse cuenta de que me quería a mí, mirándome con mala envidia reprimida.
Y, con extrema despreocupación, dedicaba algunos de los momentos en que aquel prodigio de la naturaleza quería estar conmigo a emborracharme y vivir sin pensar, que es la manera más fácil y más feliz de vivir, aunque también la más idiota. En esa edad emergente en que cada noche te fascina como la mirada alucinada de un recién nacido ante los nuevos sonidos e imágenes, yo andaba un poco desentendido, insumiso, dispuesto a conocer los oscuros placeres de la madrugada y las botellas, de la camaradería de los amigos y las buenas anécdotas que provocan el descontrol y los excesos, sin más alicientes que la sobrentendida pretensión del alistamiento al descarrío. Descuidando el amor que tanto me llenaba, no pensando en las probabilidades de la pérdida.
Y esa mujer, radiante, preciosa como un zafiro sin pulir y mucho más preparada que yo para afrontar la vida, me miró un día a los ojos resacosos y me dijo que debíamos terminar aunque eso le quemaba más que un fogonazo en el pecho; y lo dijo con una brizna de sincera tristeza que a mí se me encogió el corazón y empecé a pagar el sucio peaje de la existencia, del arrepentimiento cuando haces daño sin querer. Ya al salir de su casa era una sombra entre las farolas, sólo unos pasos que se alejaban por la calle; y maduré de repente, cuando de un momento a otro, de la noche a la mañana, pierdes.
Por eso lo cuento y aunque no alivia, me ayuda un poco a no permanecer, cada vez que intento dormir, con los ojos como platos, pensando en la mujer que perdí por no saber quererla ni yo saber estar, y ahora que ya tengo más de los treinta de rigor no hay un sólo día en el que no cambiaría parte de mi vida por volver junto a ella.

06 julio 2011

Palabras

Si en verdad la felicidad existió alguna vez, si en algún momento obraron juntas felicidad y melancolía, fue en todo lo que aconteció en esos instantes extraños de mi juventud, cuando todo está por hacer, o va haciéndose a medias. El recuerdo de aquellas manos tecleando compulsivamente sobre una redacción que cerraba, mientras tenía unos ojos clavados entre la timidez y la expectación; el oír de voces dentro de la cabeza que quieren hablar sin educación con uno mismo, allí en el lugar en que la vida era distinta, mirar con dignidad el candor de una batalla perdida, entregar los últimos reductos de una guerra librada, el poco consuelo que otorga haber rendido armas en una huida con honor, suponiendo que exista algo de honor en las huidas. O el dolor de sentirse burlado.
El vistazo inconstante a una botella de tequila medio vacía, no dar cuentas a nadie en las eternas guardias del amanecer, aquella sonrisa densa y roja; y lo peor de todo es que casi quieres que te mienta, casi prefieres ser un idiota cornúpeta y seguir viviendo sin saber, mordiéndose el alma, aunque la encuentres culpable e indefensa, aunque a esas alturas ya no quede cabida ni para el cinismo ni para la mentira, sólo para la crueldad, entremezclándose el desprecio y el asco, el amor pordiosero, y jurar no ser como esa pestilente comparsa aduladora que es capaz de perder el orgullo y la ínfima dignidad.
Y pensar en las aceras con firma propia, las ciudades que albergaron algo parecido a la libertad, alguna madrugada dejada de cualquier mano retozando en brazos que jamás olvido. Porque las noches que nunca se olvidan son las que tampoco se repiten nunca.
El tiempo es algo que no vemos ni tocamos, pero se puede percibir su paso en los rostros que intuyen cómo serán, en las fotos que demuestran cómo han sido y en el presente que te explica cómo eres, y todo lo que llevas encima desde que nacieron los siglos.
Para conversar y dar vueltas sobre las órdenes indiscutibles, los posos de café por las mañanas, la ternura violada, la violencia del desquite, aquella expresión en la comisura de los labios, el rumbo perdido en senderos que quedaron por abrir, aplastando hierba, esa existencia aún por estrenar (aunque el lazo ya apeste a alcohol y a semen), escenas y sensaciones intensas, deambulando de aquí para allá buscando una historia, un cuerpo, una inspiración, escuela y vida. Llorar y reír son, al fin y al cabo, el camino del aprendizaje. Al final todo se reduce a las palabras y momentos; momentos vividos y palabras cosechadas, directamente del papel al olvido.

30 junio 2011

Estreno

Hay pocas cosas comparables a una puesta de sol a orillas del mar. Es como si el alma se desplazara con mayor libertad surcando esa extensión sin límites. Esa contemplación eleva y nos hace concebir pensamientos de infinito, de ideal.
Porque la fascinación y la poesía están en el mundo, en la naturaleza, en el lirismo de un paisaje para los ojos de quien sabe verlo.
Similar efecto es la impresión colosal de una persona con la belleza y sensibilidad interior suficientes para tener la hermosura crepuscular de una puesta de sol, y hacen aborrecer de los personajes vulgares. Creo que cada ocaso vino a ser como la inauguración de una nueva etapa en mi vida. Y tengo que admitir que no conocí a ninguna mujer que estuviera a la altura, que su capacidad de pensamiento y percepción volara más allá de los mandatos más básicos, sin una mente que intentara buscar las respuestas, la emotividad de la vida, lo deslumbrante de amanecer cada día o con el bagaje cultural suficiente para no dejarse arrastrar por la masa imperante que obliga a pensar y actuar siempre bajo sus cánones.
Mujeres que huyan de la mediocridad de sus existencias, que prefieran llenar su biblioteca antes que su vestuario, que no se conformen con dejar pasar las semanas una detrás de otra todas iguales, sin llegar nunca a amar de verdad, a sentir de verdad, a pensar libremente de verdad.; o que no intenten engañar a su corazón anteponiendo la razón y así convencerse de que éso es el amor, que es lo que quieren, lo que anhelan tan profundamente que les lleve a ser una pareja con aval ante los ojos de los demás, el certificado social pero el llanto posterior en la intimidad, cuando abren las piernas y después únicamente les queda sentirse sucias.
Enamorarse de una mujer vulgar es la garantía hacia el fracaso y la sensación de derrota, y muchas veces te seducen y engañan con copias baratas de inteligencia y fuerza vital, y cuando descubres que debajo de esa impostura sólo hay medianía, falsedad, egoísmo y un tremendo vacío conservador…probablemente sea tarde para uno mismo, y la decepción te hace querer jurar que nunca creíste que las mismas cosas se pudieran repetir nunca otra vez en sitios y épocas diferentes, en cuerpos distintos; y no hay más coraje que pensar que la parte que queda por vivir tiene que ser mejor, que la próxima va a conectar tan hondamente que al mirarla a los ojos nunca tengas que dudar de su honestidad, y todo sea perfecto como un sol que muere en el horizonte, preparándose para la noche más cálida.

28 junio 2011

Con nuestra edad

Había perdido la batalla contra la juventud y la primavera, y con su dolor redimía un pecado imperdonable y propio de su edad: negarse a morir. Pero no hubiera podido adentrarse desolado en la oscuridad sin haberse agotado un poco más; lo único que había querido, al fin y al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte corazón. La lucha, la lucha en sí, valía más que la victoria o la derrota.
Cuentos reunidos. F. S. Fitzgerald

Cuando finalmente estaba a punto de romper el estío con todo su fulgurante esplendor, y el invierno sólo fue un recuerdo lejano de inmensas noches, Montse y Toni ya habían agotado su capacidad de resistencia. El aire traía hacia ella tantos recuerdos y pensamientos tristes que le era imposible no sentirse, en ocasiones sin previo aviso, melancólicamente angustiada, y entonces su mente se le nublaba y el corazón se le encogía hasta sentir un fogonazo de hielo intenso dentro de su pecho y una tenaza oprimiendo su cabeza.
Había pasado largamente de los cincuenta y aquellas ilusiones incesantemente renovadas de la juventud eran quimeras carbonizadas en hogueras cuyas cenizas se secaron y de las cuales ya no quedan ni las ruinas, y la mujer metódica en que se había convertido después de muchos años viviendo sola era únicamente un premio de consolación.
El método de su vida era llevar las cosas en un escrupuloso orden, desde el momento en que se levantaba y tenía en la cabeza la lista de la compra, pasando por la colocación de sus facturas y vestuario, hasta el instante de meterse en la cama y seleccionar uno de sus vinilos para que la acompañara en ese viaje hacia el sueño, en ese vacío por llenar, y que nadie supo sustituir desde que él se fue, o se fueron, o decidieron mutuamente irse antes de que sus cuerpos se secaran.
Pero ese orden se vino muy abajo en el preludio de los sofocantes calores del verano, de inhalar aquel aire viciado de los tubos de escape de los coches y el asfalto ardiendo bajo sus ruedas, con la llegada en marzo de Toni por trabajo a la ciudad, y querer verla, y recordarle otros tiempos y otras vidas, y su cara mucho más mayor y cansada (había envejecido, tenía una sombra de severidad en el rostro y sus ojos rebosaban seguridad en sí mismo) volvía a recordarle lo que un día de despedida fueron: una declaración de intenciones hacia la derrota, de vida negada por inercia, por sobrevivir al dolor.
Como si en esos treinta años el tiempo no hubiera existido más que para los dos, y la madurez les hubiera enseñado a ser pacientes en el empeño de olvidar o de esperar, aunque las navidades se sucedían unas detrás de otras, volando impersonales, y las hojas del calendario fueras arrastradas, suprimidas, sin darse cuenta; y así justo antes del verano, en una jornada pegajosa, Montse se echó sobre su cama, apoyada la cara en el cobertor que cubre la almohada, y partió la tarde en un intenso llanto, sin explicación, sin detenerse, lloró ininterrumpidamente hasta bien entrada la noche, de forma lineal, con disciplina marcial, hasta quedarse dormida, exhausta y aliviada.

Aferrarse a la vida como algo que está más allá de los caprichos del amor, era lo que reclamaba ante el empuje insistente de Toni, los recuerdos maravillosos o el último tren que pasaba en el terreno sentimental; y dejarlo irse, simplemente para preservar el recuerdo, para no contaminarlo con lo que no querían, lo que únicamente necesitaban.
— ¿Qué te pasa? —le decía—. Pasó mucho tiempo desde que teníamos la juventud recién estrenada, pero ahora soy un hombre nuevo, mas asentado, más estable, y ambos queremos poder pasar la madurez, los últimos años, juntos. ¿No puedes comprenderlo?
Lo comprendía, y ése era el problema.

25 junio 2011

El vuelo

Desde la verdad literaria, estética, moral, que conquista el tiempo, la imaginación, la sensibilidad, la vida.

Creo que el recuerdo de Gema es al que más veces he recurrido para explicar, en primer lugar, uno de mis modelos de mujer favorita, la chica joven y valerosa, decidida a sacarle a la vida el máximo partido. Cuando la conocí, en el último día de una dictadura que terminaba, tenía el brillo imperecedero de las cosas eternas, y un conjunto de miradas a su alrededor, admiradoras y recelosas, que la acompañaban allí donde iba, allí donde sus pies pasaran con tanta gracia y delicadeza, con la sonrisa afectuosa y la mente puesta en alguna ilusión remota.
Yo era mayor que ella, tenía la atracción de la confianza y la perfecta posición que en su casa le recomendaban.
Sin que su alma hubiera cumplido los dieciocho, averigüé que su cuerpo podía ser más inmenso que el mismo océano, sólo con darle cada noche una forma distinta, un recorrido nuevo y especial. Era necesario quererla pese al desapego con el que encaraba cada nuevo quebrar del alba, como si cada día fuera necesario renovar las identidades, presentarnos otra vez como dos desconocidos e ir llevándola poco a poco, con extrema sutileza, hasta el borde de la cama en el que conseguía desnudarla.

Y podía constatar con preocupación que existía ya por aquel entonces una tendencia de ella a sentirse atraída por los aspectos más turbulentos y poco recomendables, el coqueteo con los preceptos más peligrosos de la libertad. Como si su belleza y (mi) algo parecido al dinero no fueran suficientes para todo el provecho personal que podía sacarle a una vida sosegada.
Todo lo que conseguí de ella en su huida fue una postal desde la Riviera francesa y unas rápidas divagaciones sobre la necesidad de un cambio, de virar el rumbo de sus expectativas de aventura y felicidad. Tratando de establecer algún tipo de coherencia en lo ocurrido, mandé algunas cartas a la dirección remitente, y sin ningúna respuesta, fue pasado tres años cuando supe que se había casado con una especie de intelectual francés que tenía mucho tirón en las revistas de la época. Si los años 70 tuvieron algo renovador en el aspecto sociocultural, para Gema fue experimentar con el candor inyectable de la heroína, y esa forma única de viajar y de soñar que le producían los opiáceos.
Cuando su marido apareció una madrugada con la tez pálida y la mirada inerte, cogió su maleta rumbo a su ciudad natal y al encontrármela vi que sus sueños seguían en pie, porque en el fondo los hombres eran únicamente un motivo, nunca una solución, y el fin era la motivación de cualquier medio.
Fui una especie de descanso, y durante algunos meses la dejé dormir en mi cama y en mi pecho aunque sabía con desaliento que nunca podría tenerla, que jamás sería de nadie. Como un torbellino puso patas arriba mi rutina de trabajo y negocios, pero me bastaba con mirarla al llegar a casa, creyendo inútilmente que se quedaría, que vencería la fuerza de la costumbre.
Y es que mi sensibilidad hacia las personas había cambiado por su energía devastadora, por la forma de amar tan temporal, tan intensa en sus achaques y finalmente tan volátil. Me confesó que no supo aprender a quererme, que todo lo que podía ofrecerle era una perfecta estabilidad imperfecta.
Lo extraordinario no es que Gema fuera ingenua en el devenir de su propia vida, sino que los sueños que tenía y la forma de avanzar sin miedos y con una admirable fe en sí misma le hacían conseguir poco a poco los objetivos de su propia manera. Fue reclamada por hombres que le dotaron de la fugacidad de las cosas, la felicidad que existía en las madrugadas, en chequear distintos amaneceres en países distintos, las ciudades que a su paso se rendían a su belleza incontestable.
Creo que mi único error fue anhelar atar a tan excepcional ser a mis costumbres y mi conservadora concepción de los años. El de ella fue morirse demasiado pronto, sin haber cumplido los 60, con el menor de los sentidos, de la forma más incomprensible y sin lograr finalmente la felicidad de su causa de ilusiones caducas.
Aquí hubo una batalla librada y perdida, y la crisis y la materialidad de todo lo que tiene verdadero valor me hacen evocar de nuevo las escapadas de aquella chica que nunca se conformó con aceptar sin más a alguien como yo, y buscó sus propias huellas en sus correspondientes senderos, aunque hubiera errado el camino, la memoria baldía de su figura me hace saber que la quise pese y precisamente por eso, porque ella equivocó sus pasos en un laberinto sin salida pero no dudó en rechazarme por huir de cualquier destello parecido a la resignación.

10 junio 2011

Promesa

Podía verlo, tumbado en la cama, despierto pero totalmente quieto. Apenas era una sombra sepulcral lo que le rodeaba el rostro, y más allá se distinguían aquellos trajes en perchas, colgados en la oscuridad como criminales ahorcados.
Con el suicidio determinamos una acción que no nos exige responsabilidades. Una acto, sea bueno o malo, tiene consecuencias que debemos abordar en un futuro. El suicidio es el único movimiento en este mundo que es auténticamente puro, pues nos exime de las responsabilidades, de los sufrimientos, o de las alegrías a largo plazo. Y después del percutir de un gatillo no hay nada más, por mucho que se empeñen las mentes piadosas. A él también le hubiera gustado poder creer que después de la existencia llegas a ver a un señor de blancas barbas entre bambalinas. Sería el camino fácil, la forma más feliz de vivir y de no pensar.
Pero no quería eso, quería probarme hasta el final, verme en esa habitación esperando hasta que decidiera que era el momento.

Y allí estaba él, con un respetuoso octubre que se volvía gris en su honor, echando por la boca parte de sus entrañas, húmeda bilis que salpicaba las sábanas y el suelo, mientras, de abajo, a través de la ventana entreabierta, dos individuos discutían con pasión sobre la intolerable injustica del penalti que no fue pitado.
Permanecí días sentada en una silla, a la vera de su cama. Admirando macabramente el tono amarillento de su piel, sabiéndole con el hígado destrozado y sin que él dijera una jodida palabra. No sabía cuánto podía aguantar ese cabrón antes de pedírmelo. Una vez mi marido me definió como una hija de puta controladora, puntillosa, de miras estrechas, engreída y satisfecha de sí misma; pero lo de este tarado que se negaba al hospital al saberse sentenciado era desquiciante, el tío más fuerte que conocí en mi vida, que se retorcía de dolor y vomitaba sin dirigirme una palabra o sin comentar al menos “qué tarde más hermosa se ha quedado”. Nada. Quería ser el dueño de cada etapa de su final, marcar los tiempos, tal vez pensar en ello como un mal obligado por una vida desoyendo los consejos de todos.
Una noche, seis días después de entrar en ese dormitorio para cumplir mi trámite, me miró directamente, alumbrado por la tenue y lúgubre luz de una lamparilla, tragó saliva, sonrío y repuso: “Está en la mesita”. Todo había acabado. Una promesa dicha desde bien jóvenes, cuando el amor y el odio se juntaban en la eternidad: Justo antes de morirme, prefiero que me mates tú.
Al levantar lentamente la pistola y apuntar sólo vi en su mirada una especie de amabilidad glacial.

08 junio 2011

Tarea para casa

Planes. Nos pasamos la vida haciendo planes. Unas vacaciones, un examen en el futuro, un apartamento, un trabajo, una novia a la que entregarle tu amor y tu voluntaria monogamia, una hipotética que pedir, una isla que visitar, una cuenta pendiente que cerrar. Mañana. “El mañana”, temible expresión para ansiosos, para tensiones de provecho, cantera para farmacias y farsantes.
El único plan que la vida nos tiene reservado es la muerte. Ése es el plan más perfecto. El futuro cuando aparece lo hace vestido de presente, por lo tanto no lo alcanzamos nunca, al tenerlo y pensarlo ya está ahí, y borra del mapa cualquier después.

“Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para logar ser artífice de la propia vida”, leí en no sé qué guía de autoayuda de algún mameluco, cuando creía en las guías y en las autoayudas. Pero mierda de manatí hembra para todas ellas. Me hice mayor observando mi propio comportamiento desde dentro, analizando las funciones de la mente y sus impulsos como se comprueba las reacciones de un motor, esquivando cada golpe por vivir con intensidad, escribiendo pensamientos en un cuaderno desvencijado, con el señor Waits de fondo. Cayendo en las pastillas recetadas y el alcohol en una mezcla explosiva de salvaje resaca, volviéndome loco, perdiendo mujeres, ganando amigos, teniendo la lucidez para renegar de todos los dioses clásicos y modernos, viéndole la cara al miedo y su mueca burlona.
Gané aplomo, fui aprendiendo a ser más fuerte, más maduro, a expresar mis sentimientos a la gente que más quiero, a ocultarles la verdadera cara del terror.
Tenía un refugio de soledad y música, una mirada al vacío, una botella en la mesita, una masturbación carente de sentido, el fino hilo que teje la tarde cuando cae el sol y las sombras recogen la palidez de tu semblante.
Porque en lo más profundo de ti, frente a tu verdadera mente y personalidad, estás solo, completamente solo contra tu mundo en el que ganar es asunto tuyo, una tarea particular; y ni las pastillas ni la familia ni las guías van a salvarte si no aprendes a salir del pozo, identificar los espectros, enfrentarte a la propia obstinación, codearte con los fantasmas y romperles la cara, a mirarle a los ojos a la nueva semana y decirle que no vas a rendirte. Nos hace vislumbrar un poco la grandeza que atesoramos.
La influencia del pasado como forma de atacarte en la tibieza de la madrugada. Y a su vez siempre hubo un miedo innato, atávico, inexplicable, al futuro, a todo lo que nos queda por vivir y de qué forma será.
Tengo un máster en ansiedades. Puedo jurarles que nunca llegó mañana. Mañana es hoy. Hoy que te tengo, hoy que te irás, hoy que marcharé dejándote un reguero de incertidumbres en la mirada. Hoy. Nada más.

07 junio 2011

Tu metraje


¿Te acuerdas cuando vimos juntos Verano del 42? Y ese punto de vista divertido y a la vez tan conmovedor que me diste mientras te aplicabas una copa entera de Hendrick’s con lima y hielo picado. O cuando estábamos murmurando durante el visionado de New York, New York y quedamos a la vez en respetuoso silencio durante todo el tiempo que Liza Minelli canta la canción ante la atenta mirada de un joven Robert De Niro, sin despegar los ojos de la pantalla, y decidimos ir a Manhattan, o adonde fuera, a disfrutar del jazz y de la vida.
Nunca imaginaste que volverías a aquella isla de la película de Mulligan, siempre te creíste, en tu despreocupada inconsciencia, que no regresarían las imágenes para rebelarse contra ti, el chico malo de los bares de gente bien, el seductor de las insensatas que se dejan engañar con una cita o una canción certeramente recomendada y algunas palabras de filósofo de mierda mientras las miras a los ojos.
Pero la vida tiene esa extraña y cruel capacidad de echar la sal de los recuerdos sobre los fotogramas que más duelen, y hoy han puesto por la tele de cable Sabrina y tú siempre te creíste Humphrey Bogart; por lo que te imagino sentado delante del sofá, volviendo a pensar que aún es posible recuperar algo del encanto de los dioses y también poder irte con la Hepburn.
Pero el buen cine es tan traicionero que nos invita a soñar, a compartir el bagaje emocional, aunque nuestra vida sea una castración de los sentimientos, una forma de existir tullido para el amor y sus deleites. Porque no eres el chaval arrogante y decidido que quería ser Marlon Brando en La jauría humana, más bien estás rayando un tenue crepúsculo en el que el recuerdo se hace camarada del dolor, y ya no tienes noción del tiempo que pasó desde que me dijiste que me parecía a Gloria Grahame en lo perverso y a Eleanor Parker en el rostro.
Soñabas con las actrices de cine y encontraste el dolor y el olvido, al menos en mi memoria macilenta de estampas, y ni tú miras con la firmeza de antes ni yo me siento Jennifer O'Neill bajo la nebulosa del estío.
Pero como mujer me percibo unida a tu recuerdo porque es la película de nuestra vida, pero una cinta por la que pasan diversos personajes que cuando se van, no dejan un fulminante 'The End' sino tiempo real en el quedarse a asumir esas pérdidas y los errores, y las palabras que no estaban en el guión, las que se dijeron de más y los silencios que estuvieron de menos.
Y porque puedes ver y vivir tu propio fracaso, sin tener que proyectarlo en ningún aparato doméstico o en la cómplice oscuridad de un sala de cine. Y puedes percatarte de que las segundas, terceras oportunidades sólo son descubiertas por la gente con suerte, que lo más habitual y lacerante es irse marchitando hasta que se baje el telón, y nadie va a hacerte un homenaje por tu última, larga y más lograda función: es el cuerpo y el alma de tu derrota en directo.

04 junio 2011

Dos décadas

Vidas que vuelven a reincidir. Cómo poder olvidar a la pasional y abnegada Eva. Conocía perfectamente cada mirada de sombría irritación. Era más bien su inseguridad acumulada en el silencio, que provocaba un invisible velo de angustia.
Compréndanlo, yo nunca quise ser el plan de la vida de nadie, y para mí y mis veinte años estar con una mujer que me doblaba la edad era solo una aventura y un golpe para mi masculinidad rebosante de testosterona, que encontraba en mi madura amante un destino donde desplegar toda su fuerza. Ciertamente, tampoco hallaba otros estímulos; desprovista de talento, triunfantemente ignorante, ella había conseguido vivir con bastante comodidad sabiendo lo superficial de casi nada. Pero había algo que me ataba a aquella caótica espiral de la que nadie podría salir bien parado: me escuchaba, me recibía cuando estaba borracho, que por aquel entonces era muy a menudo, y claro, en esa época de mi vida no me flaqueaba esa parte del cuerpo que ahora empieza a notar los efectos de los excesos y de la gravedad.

Y yo no pensaba en sus sentimientos ni en la súplica que el tiempo le había impuesto, pensar no entraba dentro de mis propósitos, me dejaba llevar entre sábanas que olían a un intenso perfume y al amanecer tardío correspondía bastante poco a sus abrazos o caricias con pretensiones de ternura. Era duro e insensato, y desconocía que aquella mujer de intensos ojos verdes (y no menos entusiastas caderas) estaba a mi merced. Aunque de haber tenido esa absoluta certeza tampoco hubiera obrado de forma distinta, me temo.
Caía rendido a su cama después de conquistar alguna fémina adolescente cuyo cuerpo estaba tan prematuramente desarrollado como su estupidez, y ni siquiera podía hacerle el amor porque los vapores que desprendía mi cuerpo rezumaban ginebra en cada poro. Y por la mañana no había reproches, ni indicios de querer reprender mi conducta.
Sólo cuando comencé a oler a otras mujeres (tardías pubescentes cuya juventud aún seguía adherida a mi piel al ir con Eva) llegaron esas miradas sombrías y el gesto amargo. Joven sin preocupaciones de amor ni ansiedades, ni siquiera tenía desarrollado (como sí pasa en las relaciones) ese sentido de la responsabilidad para el engaño. Me limitaba a restarle importancia y además continuaba siendo bien recibido en sus piernas, por lo que tampoco me excedía en ocultaciones.

Pero el gran error de mi Eva fue pensar con insensatez en una compañía perenne. O amar en loca soledad el ímpetu de la existencia visto como algo desaforado, sin prisas, el chaval que se presentaba sonriéndole con desdén al futuro y a los años. A día de hoy, más de veinte inviernos después de mi paso por su vida, creo sigue sola esperando un amor para compartir los últimos lustros en plácida y estable armonía. Espero no le abandone la esperanza.
Porque entiendo más que nunca ese sentimiento de apego. Una chiquilla descarada, de insolente erotismo, con sólo dos décadas vividas me tiene amargado el corazón. Y ella se ríe y mira divertida a alguien que peina canas cuando le abrazo y la observo con ternura.
Sé que no puedo tenerla más que cuando ella quiere, y que no es completamente mía; llego hasta ser insistente y controlador con llamadas inoportunas o esperas cuando sale por la noche. Esa dulce criatura de piel espléndida y andares provocadores; su desapego e inmadurez sólo aumenta la tortura del deseo.
Todos buscamos tal vez el cuerpo con el que sentirnos rejuvenecer, esa tabla de sujeción que contagie algo de vida recién estrenada cuando el descenso grisáceo del tiempo se vislumbra ante nosotros. Y es un descenso que no se detiene, que no perdona.

01 junio 2011

Persuasión


Mañana acudiré a comisaría, pero antes déjame explicarte brevemente, querida hermana, cómo fue el proceso a lo largo del tiempo y a la vez el sorprendente chispazo definitivo que me hizo cambiar de esta abrupta manera el rumbo de mis días. Permíteme que te lo cuente por escrito de manera personal al ser tú mi familiar más cercano.
Estaba en la ducha, dejando que el agua fría (fría de la única manera que el agua de media tarde a conciencia puede estar) penetrara por los poros de mi piel y pusiera un hielo silencioso y cortante sobre mis heridas. Y fue un instante, esa decisión repentina y dura que aparece en la rara reflexión de los momentos más extraños cuando, en una milésima de segundo, como un fogonazo que cruza por mi memoria pero se instala su rastro de forma implacable, me vino la toma de contacto con mi voluntad.

Creo de manera triste me he pasado los últimos años de lo que hasta ahora fue mi existencia viviendo en una coraza ilusoria de recuerdos, como antídoto para el horror. ¿Tú te acuerdas cómo era Andrés al principio? Afirmabas que o me casaba con él o me arrepentiría siempre, que determinadas oportunidades sólo se presentan una vez en la vida…y varios comentarios de ese ámbito. Mantengo aún muy fresco en el cerebro la forma en que su sola presencia me estimulaba, yo tratando de sacar siempre lo mejor de mí, queriendo dar el máximo en cada terreno; y nuestras conversaciones y encuentros primeros, maravillosamente incitantes, evocados después con tanta gracia.
Más adelante, cuando ya se podía entrever en un horizonte cercano las líneas de la boda, sé que adivinabas, por mi sonrisa y esplendor de la cara, el ímpetu, la deliberación carnal de mi futuro marido, la consagración de una pasión exultante que iba más allá de lo puramente convencional.
Luego, mientras todos pensabais que nos iba de perlas (nadie indaga en la profundidad de los dormitorios ajenos, de puertas hacia adentro desaparecen las sonrisas y las buenas costumbres que se ofrendan en el exterior) llegaron los cambios de humor y las épocas de la persuasión, de querer convencerme siempre de su forma de ver las cosas y de restarle importancia con infinito desdén a mis opiniones y criterios, imponiéndose, sacando a relucir las trampas de su personalidad; y un día de improviso, un arranque de violencia demencial, inesperado, una locura que me atravesó la mejilla como una llamarada de odio.

Puedes hacerte una idea del volumen de mi espanto, de la rabia contenida, de lo pueril de mis súplicas. Aquello se convirtió en una descorazonadora constante, aliñada con un velo de alcohol y sangre en su global. Su voz ronca de tabaco y vino sonaba como los cristales rotos de botellas —que me dejaba como regalo en cualquier rincón de la casa—. Brutalmente decepcionado de su trabajo (y por extensión de su vida) se introducía cada vez más profundo en el lodazal de su propio túnel, funesto túnel; mientras mis jornadas transcurrían viendo los auges y declives de un pequeño monstruo, un hombre perdido en territorio enemigo, con el demonio que llevaba en su interior, devorándole paso a paso, incapaz siquiera de una pequeña e inane muestra de cariño, de humanidad; no se dominaba ni conseguía controlarse a sí mismo ni vivir en armonía propia, por lo que arremetía con furia contra la persona que tenía más a mano y que más vulnerable se presentaba, un bucle que lo atrapaba hasta hacerlo estallar también en fieros asaltos sexuales, desprovistos de todo lo referible al tacto.
Yo (fíjate a lo que llegaba por no encarar el terror) disimulaba las llagas de mi piel porque no era capaz de creérmelo auténticamente; pensaba que ocultando bajo la ropa las marcas, tal vez desaparecerían bajo esa capa invernal y también así despertaría de la pesadilla. Evitar mirar el candente surco rosado de los cigarrillos apagados en el hombro, los hematomas de los puñetazos en el estómago, maquillando deliberadamente los capilares reventados alrededor del ojo y otras contusiones que hacían de mi cuerpo la frágil imagen de un muñeca rota, arrancada de las entrañas de sus sueños para volverla ajena a cualquier felicidad que la vida pudiera ofrecerle.
Así pasé tiempo —más del que hubiera soportado otro ser humano sin mi entereza—, mientras vosotras (tú y nuestra ingenua prima) me decíais de hijos, de viajes, o me contabas cómo echabas de menos a papá y mamá.
Pero la cruda realidad que se cobija tras algunos silencios es tan impresionable que ni a la persona que más te quiere eres capaz de acercarte para una temblorosa confesión. No es nada fácil hablar del ruido seco que hacen los nudillos al golpear un pómulo, cómo ese sonido se engancha a tu memoria y te aterroriza en los silencios y en los pasos.
Hoy ya nada importa, cuando hayas llegado hasta aquí, sabrás el desenlace de mi andar por el amor y el odio más intensos.
Te decía, hermana, que algo fuera de mi habitual percepción me tocó en la ducha, aparte del agua fría, como una súbita descarga que me hizo ver clara una idea atroz y necesaria: Iba a matarlo.

28 mayo 2011

Compañeros

Aquella horrible inmovilidad de sus últimos años fue lo más injusto de un hombre por naturaleza activo e intelectualmente inquieto como fue mi amigo Eduardo Ransome, mitad norteamericano y mitad español castizo por parte de madre, una castellana vieja, cruce habitual e histórico de esas tierras por cuyas venas corría la sangre morisca, judía y destellos celtas.
Probablemente el mejor periodista y filósofo que conoció esta región contemporánea y uno de mis mejores amigos, al que admiraba por encima de nuestro salto generacional y respetaba con recia lealtad; su final fue en la modestia y la suerte de no tener cerca a esa infame carroña rentabilizando lo trágico y haciendo morbo vendible de una agonía.
Recuerdo verlo postrado, pero con la firmeza de ánimo necesaria para dedicarme algunos minutos intercalados, ningún signo de demencia, miradas de soslayo afligidas hacia el pasado, recordando viejas conversaciones y pequeños grandes momentos; y yo evocando algunos de las mejores anécdotas que la noche y el soltar de lenguas de las bebidas espirituosas nos trajo. Y todo lo que aprendí con la amistad que nos enlazó mientras pudimos; la realidad no dicha de ser mi mentor, el oleaje de alcohol o la serenidad de las tardes atravesadas por una reflexión, el indolente caminar por las lúgubres avenidas del pensamiento, la realización de nuestros deseos y una profunda necesidad de amar unida al más provocador libertinaje sexual.

Nuestras conversaciones cruzadas y pausadas, también la excitación de creer haber descubierto el sentido intemporal de la existencia a través del fondo de un vaso, reíamos y nos abocábamos a lo eterno, hablando sobre mujeres que nunca tuvimos, desvelándome secretos de sus calurosas divorciadas, o éramos infantiles creyentes del amor eterno apegado a las sábanas, con la perfecta impunidad que nos concedemos cuando soñamos.
Venían a visitarnos por aquel entonces Nabokov, Onetti, Flaubert o Fitzgerald, y los sentábamos a nuestra tétrica mesa de fantasmas que tan vivos nos parecían, que eran de lo mejor que alguna vez curtió de tinta nuestra alma ávida de saber.
Determinadas novelas llegan con la edad, y hay algunas a las que les había llegado mi hora. Eso me decía, sonriendo, mientras me guiñaba un ojo de viejo perverso y me entregaba, resbalando por la mesa, un ejemplar de Lolita.
Sabía que el recuerdo de la dulce Mariana aún estaba muy vivo en esa habitación a media luz que es la memoria. Ningún hombre podría olvidarse de ella con total osadía, ni de ella ni de su pelo negro como el ébano y esos ojos tan oscuros que dentro de ellos podría habitar el mismo corazón de la noche.
Y así se mezclaba en realidades y recuerdos, cogiéndome como testigo, hasta acompañarlo a la desesperada perdición dichosa de una mujer a la que llamaba puntualmente a su puerta cada madrugada que se tornaba etílica, y yo, entre la sordidez y el hastío, veía asomarse esa visión, burdamente pintarrajeada, con la complaciente profesionalidad de una joven prostituta.

Me dejaba especial poso con lo que en sus momentos más certeros me apadrinaba: "A veces tienes que elegir entre el riesgo de la aventura o la estabilidad desconsoladora, el ansia de vivir lo que queremos, lo que podemos o lo que nos van dejando. Esto último se torna una realidad según pasa el tiempo, cuando las opciones van poco a poco desapareciendo y tenemos que escoger un camino tullido, amañado de antemano, con la única opción de la huida suicida hacia el desatino de la soledad o la servil resignación".
Me lo decía a mí porque se preocupaba, al verme con los resquicios de juventud que aún me quedan y tal vez con las mismas ilusiones que él un día tuvo, de que no corrompiera por nadie mi andar, que siempre tuviera esa luz firme en la mirada y pagar las facturas por ello, manteniendo en pie lo que ambos sabemos que somos, y creer en mí, creer como sólo él lo hizo, como ahora me siento en deuda de seguir nuestro estilo de pensamiento libre y vida voraz; ahora que se ha ido, dejándome con un dolor sordo en las raíces más hondas de mi ser.