Nulla dies sine linea

30 diciembre 2008

Obsesión

He viajado hasta aquí para ver brotar de ti esa necesidad de amor —y para llegar tuve que recorrer kilómetros de incertidumbre— los deseos con los que antes acompañabas mis tardes, las miradas que, brindadas en una copa para dos, degustábamos en silencio. Y busco incansable en tus ojos ese viejo sentimiento ya apagado, imposible de apreciar ante mi desesperación que recorre la parte más tierna de mi pecho. Llegué a este lugar para oírte decir lo que antes escribí en una libreta, dibujándonos a los dos sobre un papel, y me encuentro con tu frialdad, tu inapetencia de palabras, el regusto amargo de la indiferencia. Será por eso por lo que noto esa lágrima patrullando mis retinas, y el frío en los pies y el nerviosismo en las manos.
Reiniciar una nueva vida es complicado cuando todo lo abordabas tú, en cada escalón de mi rutina estaba anidada tu presencia, y en todos los calendarios brotaban los números de nuestra felicidad. Y siempre he sido cobarde e inseguro para poder salir adelante por mi mismo, necesito de tu ayuda incluso para naufragar, por ello no te asustes si te llamo demasiado o te molesto en exceso. Obligarme a prescindir de ti será más fácil con tu tormento, mi seguimiento, la negación de la realidad y el desespero mutuo. Porque antes de dejarme vencer daré siempre mi estocada, buscaré tu teléfono en sueños y no me importará la humillación y el honor personal perdido si consigo por fin el propósito de mi obsesión.

Cuadros rotos


Miranda, dices que soy orgulloso y que no puedo reconocer nada malo de mí. La verdad que he intentado mantener en mis años una postura de imposición obligada sobre los errores, tapándolos con la inoperancia vital, la imparcialidad de mi corazón, dejándolos en el aire, teniendo a mi pasivo cerebro de cómplice; no queriendo analizarme, no por vanidad o altivez como puedes pensar, sino por miedo a lo que pudiera encontrar, a las frías o duras conclusiones que llegara a alcanzar.
Pero esta maldita noche contemplé a mi hermana llorar de desesperación y echarse en mis brazos en busca de consuelo por su desdicha, y entre su llanto y las palabras entrecortadas me han llevado a recapacitar mi propia forma de errar a lo largo del camino. Me he replanteado todo lo que me ha llevado hasta aquí, lo que me ha llevado hasta ti. Miro aquel cuadro roto por su rabia. Me identifico con su dolor. Sin quererlo, ignorando lo que significaba para mí esa reacción, ella ha abierto dentro de mi cabeza una serie de emociones y sentimientos que se han volcado sobre el alma, como una marea derrumbada, en forma de recuerdos.
A lo largo de los años hubiera querido que me tragara la tierra en más de una ocasión, o desear poder actuar de otra manera; pero en verdad la peor sensación de todas, la más tormentosa, es aquella en la que te das cuenta que no puedes volver atrás, ni arreglar nada del pasado, que no tiene solución. Nada es comparable a ello.
Después de agradecerme internamente mi retrospección a rincones olvidados de mis vivencias, admito que soy lo que soy gracias a ellas.
Te puedo asegurar que me retracto de muchísimas cosas cometidas a lo largo de mi vida, que si pudiera retornar a otros años cambiaría obras sin dudar, que algunos errores íntimos y recuerdos imperdonables aún me atacan por las noches, con la guardia baja, me hielan la piel y erizan mi sangre. Tú y yo no nos conocíamos cuando empecé a torcer mi rumbo. Me arrepiento de no haber sido más franco y sincero en algunos momentos, y también de no ser todo lo firme que se requería en determinadas ocasiones, de haber callado mucho y gritando poco, de las ambigüedades sin solución a las que buscaba respuesta. Ahora, por muy mal que creas que estamos en este momento, aunque te haya dicho que te odio, aún tras cerrarte la puerta de mis palabras o pese a que el daño que siento por dentro te lleve a creer otra cosa, existe algo de lo que no me arrepiento, y es de quererte.

29 diciembre 2008

Cortinas

Contando pocos años, en el barrio de casas unifamiliares donde me crié, pasé estimulantes momentos pegado a mi ventana y observando aquello que me reclamaba vigorosamente la atención, y dicen respondía al nombre de Mercedes. Tenía que intuir, más que ver, lo que se escondía tras aquellas cortinas muy poco diáfanas que impedían mostrar claramente los objetos, pero daban buena cuenta de la imaginación. Imaginar, verbo predilecto de los niños que sueñan con dejar de serlo, compañero inseparable para los años venideros, a la postre su lacra y su fuente de deseos truncados.
Y detrás de esos visillos se hallaba la figura más hermosa que una mirada infantil hubiera podido observar jamás. Se desenvolvía con un desparpajo que rozaba deliciosamente la insolencia. Contribuía con sus contoneos al deambular de las sombras que proyectaba su silueta, y las formas se tornaban esbozos de cuerpo y sugerencias de pieles. Enfrente de mi casa se hallaba una habitante llegada directamente del edén,
Tenía una mirada inolvidable, y lo afirmo reconociendo que todo cuanto llegué a ver fue su contorno tras el cortinaje. El resto provenía directamente de mi interior, mi maravillada fascinación y la necesidad (necedad) de ponerle rostro al cuerpo, de otorgar ojos a lo soberbio.
El afán observador aumentó conforme me separé de mi niñez, y aunque no volvió aparecer Mercedes por su habitación —abandonó el hogar para buscar su vida más allá de un barrio construido para quedarse— trate de buscarme nuevas musas, aunque ninguna alcanzaba la categoría virtuosa y oscura de la predecesora.
Y probé labios e indagué en miradas y cuerpos, más ninguno conseguía estimular mi necesidad de obrar casi artísticamente entre mis dedos y mi cerebro.

Son anécdotas que cabe recordar ahora, que pasaron tantos años, abandoné al igual que ella el barrio, la vida me obligó a dejar de imaginar para contemplar la realidad de días frívolos, y ya no fantaseo, ni siento, ni observo. Porque mi falta de iniciativa más allá de lo imaginado me impidió conseguir a una mujer adecuada, al perder el rumbo entre mis sueños y tomar parte de ellos; y me resigné a la vulgaridad que se me presentó en forma de única estabilidad posible, siendo después el gran divorcio en seis meses.
Voy metido en un coche la mayor parte del día, hacia un lado y otro, tratando de vender unos productos descabellados, contando una historia inverosímil; y me quedo dormido en el sofá todas las noches, con la tele encendida, proyectando ella sola imágenes hasta el alba, con latas vacías a mis pies, con restos de comida basura en la alfombra y sobras de mis sueños entre brumas. He permitido llevarme a mi mismo a un territorio donde ya no acogen soñadores prófugos ni inocentes figuraciones. No supe hallar el termino medio entre mis deseos y mis actos, y al perderme después sin darme cuenta, me fue imposible dar marcha atrás para volver a ser un niño adosado en una ventana, y tengo que asumir la vida que he desperdiciado, poco a poco, segundo a segundo, año tras año sin percatarme que solo seguía las razones de lo simplemente correcto, y acabé perdido en algo que jamás quise alcanzar.

22 diciembre 2008

Estaré

Dejándome llevar por la vida al ritmo que entre los dos marquemos, pactando con ella mis tiempos y sus correas. Así permanezco.
Me ofrece un poco de lastre para que vaya imaginando y patinando a la vez, y de vez en cuando yo le doy en los morros con mi jovial juventud y la nula necesidad de presión. Y le hablo al porvenir de la certeza del amor también, sin que me irrite la piel la necesidad.
Me siento como un viajero a bordo de un tren, asomando a la ventanilla, contemplando paisajes plácidamente, viendo surcos pasar. Y es un viajero sin prisa, que mira cada pradera y cada estación, sin ganas de llegar a destino, sabiéndose con el tiempo en sus manos, degustando pausado.
Hay paz en mis pasos, destellan luces en mi interior entre alegría y expectación. Me noto en armonía con mi futuro, con su bella perspectiva, con la segura venida sin necesidad de búsqueda, porque espero con calma esa persona que vuelva a latir dentro de mí, esa perfecta conjunción; y no hay urgencia en mi camino, sólo seguridad, pues soy consciente de que llegará, tarde o temprano, la mujer con la que soñar despierto, las manos adecuadas que arañaran el corazón y recorrerán mi pecho, que me harán vibrar de nuevo y amar, por eso sonrío tranquilo al mirar el horizonte. Ella aparecerá por allí algún día y yo estaré entonces.

Destruir


Sonreía con gracia sorda, como sonríen los siniestros payasos de peluche de tétricas encías. Observaba orgulloso el resultado de su propia abyección, aquella mujer inclinada sobre sí misma, tapándose el rostro para que las lágrimas no fueran a su vez percusoras de la vergüenza. Sollozaba víctima del engaño, de la rabia y el miedo, del pudor que sentía hacia sí misma. El hombre que tenía enfrente permanecía firme, con los brazos en jarra, impaciente y divertido a la vez. Se diría que disfrutaba con todo aquello, en su macabro juego del dolor. Se regocijaba agrediendo a esa silueta temblorosa, envalentonándose con superioridad, queriendo obviar que en cada golpe, cada insulto, iba sumergida la rabia de sus propias frustraciones, de su vida sumergida en la nada, del alcohol y las noches sin futuro. Y destruía a cada impacto la vida y la integridad de lo que había llegado a querer más que nada en el mundo, víctima y reo a la vez de su personal decadencia. Y esa noche usó la hebilla del cinturón después de atizarla fuertemente con los puños. Borracho y confuso, sonrío sin saber si había llegado demasiado lejos, si realmente lloraba o permanecía quieta.

Para ella no existía otro modo de sentir que el miedo, y únicamente esa sensación le provocaba el que era su marido; y la desesperación se adueñó poco a poco de su razón al comprobar que no conocía nada del hombre con el que se casó, y un terror pavoroso calaba su juicio y su ánimo en las envestidas del nuevo día, desconociendo el límite de su túnel, ignorando si algún día sería él quien cambiaria o sin saber si volvería a sentir alguna vez el amor.
Hoy le miró con arrogante valentía, con el temor camuflado de quién recuerda un abismo tenebroso, y sin mediar palabra la pegó. El pánico mudo la poseyó, hasta que notó sobre su cabeza la firme dureza del acero, perdiendo sensibilidad hacia aquella violencia, y los sonidos comenzaron a llegarle más distantes, como procedentes de un mundo lejano; únicamente sintió un extraño cansancio, hasta quedar reposada sobre sí misma, con las manos cubriendo su rostro.

Cuando el mareo se apaciguó, se irguió intuyendo que habían pasado bastante tiempo desde que perdió ligeramente el sentido. Encaminó tambaleándose el camino del pasillo hasta llegar al baño situado al final. Él ya dormía, respirando seco, roncando sonoramente en la habitación, y no pudo saber que su mujer contemplaba su cabeza ensangrentada en el espejo del baño; que las lágrimas se juntaron con las gotas de sangre en la visión de aquel reflejo. Sus ojos se nublaron ante la visión de aquella caja de barbitúricos, y tal vez no quiso esperar más para rendirse.


18 diciembre 2008

Derrocado




Estaba frente a mí bajo la lluvia y no pude decir ni una sola palabra. Todo lo que salió de su boca lo hizo con la fuerza ineludible de la razón. No podía negar lo contrario, sería engañarme a mí mismo y siempre he rehusado esa necedad.
Era ella la que había hablado, era ella la mujer que amaba, la misma que trasgredió todas las normas en su día para guiarse por el puro instinto que pauta el corazón, la que no pedía explicaciones cuando no se necesitaba respuestas, que callaba cuando el silencio era hermano de la necesidad, la que se cansó de losientos, la que no permitió apariencias, la que huyó de la cobardía y el ardid y le plantó cara sus propios miedos cuando estos le permitían la condescendencia de pensar.
Habló la persona que fue agotándose por las decepciones, los distanciamientos del carácter desconcertante, las excusas y las aclaraciones a destiempo que no justificaban actos ni dichos. Sus palabras eran las de la sólida y segura chica que no flaqueaba en sus convicciones, que rasgaba su genio para dejar abajo, derrocadas, las fragilidades e inseguridades.
Qué inerme que sentía ante la lucidez de su coraje, la fuerza de su espíritu; admitiendo mi inferioridad sobre su arrojo, la personalidad de la mujer supera mi simpleza más anodina y por eso no dije nada, ante la prudente, extraña y seductora sonrisa amarga de su conclusión, de su expresión turbada, las cejas contraídas y el punto final de su mirada.
Cuando acabó, llovía sobre un asfalto sigiloso y no reaccioné más que contra mí mismo, en penitente soledad. La certeza no admite interrogantes, y la impotencia que no necesita aclaraciones es la más injusta, la más dolorosa.

17 diciembre 2008

Dulce

Con un aparato en los dientes y el pelo rizado, así la recordaba. Se sentaba en el extremo derecho de la primera fila. Para mí era la niña más hermosa que podría encontrar, un torrente de dulzura, que se esfumaba cada vez que llegaba el fin de semana y no regresaba hasta el lunes. Todos los chicos de clase estábamos enamorados de Ana. Su figura, su sonrisa deliciosa, el delicado tono de su voz, la virtuosidad de sus pupilas, la forma a la que respondía todas nuestras gamberradas…no existía un solo chaval que, correteando por el pasillo, empujándose por el patio, arrancado patadas a la espinilla del compañero…no se calvara como un cuadro y quedara firme cuando ella estaba cerca. El peor de nosotros quería ser honesto ante sus ojos. Tenía la pureza de la infancia en una época donde jugábamos al amor con la inocencia de la ignorancia, y nuestra idea del mismo era una sola palabra de ella.
Fui yo quien la besó en el último curso de colegio haciendo un alarde de inusual cobardía. Interceptándola a la salida de aulas, no le dejé tiempo para pensar y ya junté mis labios con los suyos, antes de que se diera cuenta los separé y sonreí, expectante. La perplejidad de su rostro se tornó en una mirada indulgente; devolvió el gesto y dio media vuelta. Ambos teníamos doce años.

La semana pasada me la encontré en un bar. Yo estaba solo y ella estaba ausente. Pedía una extraña combinación al camarero y sorbía lentamente aquel mejunje minado de hielos.
¿Cuántos años habían pasado, veinticinco, treinta? Me acerqué al rincón donde su noche se desgastaba, y le llame por el nombre. Ana, la chiquilla; Ana, la cautivadora prohibida, el amor de niño, estaba allí, después de tanto tiempo que las palabras quemaban. Pareció reconocerme increíblemente, y sin más se puso a dialogar, con ritmo, con naturalidad, sin preguntas.
Tenía los mismos ojos, pero surcados de arrugas, unos párpados que intuía habían sustentado muchas lágrimas, que hicieron surco por el desfiladero de sus mejillas. La voz estaba rota, como un viejo gramófono oxidado, y la forma en que había encaminado su vida intuía feroz y poco agradable. Y, demonios, seguía siendo hermosa.
Aquel recuerdo escolar bebía a mi lado y hablaba de un destino y una tragedia, de lo complicado que son las cosas cuando lo tienes todo, cuando la belleza no te permite elegir, cuando el camino se tuerce por vías que se cortan abruptamente. Decía haber vivido en un lustro más de toda una vida, y que las marcas de decadencia perceptibles en su rostro eran solo una cruel y mínima muestra de lo que había debajo. Se le notaba con ganas de desahogarse, de contar, pero… ¿por qué a mí?
Fue estupendo volver a verla, ambos eramos personas totalmente distintas pero la rememoraba aún sentada en su rincón, sin hablar mucho, con toda la vida por delante, ese aparato en los dientes y su dorado pelo rizado.
Esa noche cerramos el bar. La acompañé varias calles hasta que se volvió, entre el desconcierto y la curiosidad, y dijo:
—Por cierto, ¿quién eres?
Por una décima de segundo divisé aquel beso en el pasillo de un colegio.
—Nadie, no soy nadie.
Me alejé entre el brillo tenue del amanecer.

13 diciembre 2008

Lienzos


Muchas veces son las pequeñas pero determinantes discrepancias las que hacen brecha, irremediablemente, en la vida de dos personas que se quieren tanto; y la falta de diálogo o la desigual mentalidad provocan abismos que siempre intentan sellarse demasiado tarde.
Mi padre nunca entendió que le desobedeciera de esa manera, que me largará a vivir mi propia vida lejos de su tiranía, que decidiera mis pasos incluso por encima de los que él había planeado para mí.
“Estudia medicina como tu padre, olvídate de esa tontería de la pintura”—siempre gruñía.
Ya desde el colegio le trastoqué demasiadas noches de sueño por todas las ocasiones que desde la dirección llamaban, “que hay que meter en vereda a la niña (…) que hoy la hemos cogido dibujando las hojas de los libros (…) que no nos presta atención”—aquellas brujas inquisidoras querían un rebaño de señoritas perfectamente perfectas, perfectamente iguales, lamentablemente simples.
En casa, el cabeza de familia siempre me había preparado y mentalizado para la medicina, y nunca quise herirle afirmando, por ejemplo, que la visión de la sangre me provocaba delirios gástricos, que un brazo roto o una víscera latente eran torturas en mi cerebro y repulsiones más allá de mi control.
Mis ensoñaciones eran tan firmes que nunca dudé de mi destino, y tampoco vacilé con lo que quería. Por eso veía la rabia y el pesar en sus ojos, cada vez que hablaba exhausta en la mesa sobre pintura, los cuadros que quería hacer, la fuerza y la viveza de tal o cual autor, y lo lamentaba porque es un buen hombre, sólo que nunca comprendió cuál era el camino de la felicidad de su pequeña.
Le fue muy complicado soportar mi escapada a París, abandonando mi ciudad para seguir mi estela, mi matrimonio con un escritor de la capital francesa, saber que su hija vivía en un pequeño estudio encaminado hacia las bohemias incomprendidas y felicidades compartidas. Allí vendí algunas obras a un precio factible, y la vida con mi esposo, los comentarios sobre arte, las noches de la ciudad, el apasionante entorno del que me rodeaba, y la criatura que tres años después crecía en mi vientre, colmaban mis pasiones y todo lo que había imaginado en aquellas tediosas tardes de colegio cuando hacía minúsculas obras artísticas en cualquier esquina de papel. Estaba viviendo una vida completa cuando todo el mundo afirmó en su día que estaba loca.
Me resultaba muy complicado volver, por la actitud de mi padre, y las ocasiones que regresaba, me sonreía sin ganas y no hablaba más de lo estrictamente necesario. La jubilación no le había hecho ningún bien, y yo no había seguido el intachable apellido de mi familia en el campo médico. Era como una traición a lo que estaba prescrito para mí, pero nunca pedí que me insertaran a fuego un guión vital antes de nacer.
De las últimas veces que regresé, mi madre siempre suspiraba y decía que se estaba volviendo cada vez más viejo e intratable, que no había nada que le agradara y que a veces, por las noches, decía mi nombre y el sonido salía angustioso como procedente de algún lugar lejano, una llamada a la hija huída, a la ilusión castrada, al nieto que nacería en suelo francés lejos del verdadero hogar de su madre.
Yo quería mostrárselo a ellos cuando el niño tuviera al menos un mes. Tenía que volar con el bebé ya que era consciente de que él nunca se acercaría por aquí.

Mi hijo tenía una semana de vida cuando la de mi padre se apagó. Súbitamente, una noche no despertó, y el improvisto con el que la muerte hizo aparición impidió que pudiera llegar a España a tiempo para que conociera a su nieto. Mi madre, que estuvo esa última madrugada dormida a su lado, me dijo entre sollozos que antes de acostarse, se deshizo lentamente de su pijama, sentado sobre el colchón miró hacia la ventana y dijo: “Esta semana iremos a París a conocerle”.

Una tarde en el cementerio, el encargado del mantenimiento advirtió extrañado como, en una tumba, encima de las habituales ofrendas florales, alguien había depositado un cuadro de colores pardos, de lo que parecía era un hermoso niño pequeño, con poco tiempo en el mundo, en brazos de un hombre mayor asiéndolo con trémulas manos, sobre un atardecer de tonos ocres por el Sena.

12 diciembre 2008

Preso

Desde hace un tiempo me llama poderosamente la atención las vidas ajenas. Pero no en el sentido del cotilleo y el despellejo español, sino como ejercicio intelectual para el desquite. Como en mi casa soy ya prácticamente un extraño—mis hijos apenas me miran para hablarme, mi mujer prefiere ver la tele a verme a mi—me imagino constantemente historias que van y viene por el aire, al ir caminando hacia el trabajo, paseando al perro por el parque o viajando en autobús, me cruzo a extraños y no tan extraños, siempre de un lado hacia otro y pienso quiénes son, que llevan colgado de sus cabezas, su infancia, sus miedos, sus deseos, sus parejas…la ciudad está llena de historias y a mi se me ocurren por nada. Soy de los que opinan que hasta el más simple de nosotros guarda secretos, vergüenzas, anécdotas turbias o tristes, apasionados sentimientos y alguna que otra majadarería. Es un buen anestésico para olvidar la mía propia; abstracción para el sufrimiento y la soledad. Ellos no son conscientes de que potencian mi imaginación, y así me entretengo luego desmembrando sus rutinas. Algunas ideas son delirantes, otras inteligentes, las hay sorprendentes y hermosas.
Pero lo que más me he atraído y alimentado mis evocaciones inventivas y literarias es que durante todo un invierno había ido, puntualmente cada día, a la misma hora, a ese mismo quiosco y pedía el mismo periódico a una chica de profundos ojos atezados que sonreía en silencio mi hábito de presencia. Su figura hipnotizaba toda la estancia. No era voluptuosa, era similar a un frágil ángel de perfiladas facciones y con un intrigante mundo interior que se apreciaba por su forma distante de comportarse, sin dejar de ser dulce; la dureza de su mirada, sus gestos sublimes. Era bello porque no nos conocíamos de nada, pero con el pasar de los días y las semanas, repitiendo siempre el mismo protocolo, había entablado con ella una relación no verbal y secreta que me llevaba luego a fantasear con su vida, su nombre, como sería su olor, su tacto, el terso de su piel, el motivo de que nunca hablara, sus inquietudes diarias.
Luego entraba en un profundo estado de letargo que se acomodaba en mí varias horas, y sobre papeles blanquecinos escribí un puñado de historias con mi única y máxima inspiración de aquellos ojos, aquella figura de musa que se tornaba un tanto ridícula ya que solo era una mujer detrás del mostrador de un quiosco. Llegué a convencerme de las cosas que contaba en tinta, y cada jornada que volvía, la observaba con disimulado disimulo e indagaba sobre nuevos aspectos de su persona.
Hoy he decidido a dar un complejo vuelco a toda esta situación. Tardé cierto tiempo en aventurarme, pero he metido en el bolso de la gabardina todos los escritos y análisis sobre mujeres silenciosas y sus vidas de felicidad o tristeza, y quería explicarle que solo soy un soñador, un tarado que se fija en las cautivadoras miradas extrañas y utiliza la inventiva que considera está detrás de retinas oscuras como la suya. Quizás me internen en un frenopático.
Al entrar por la puerta, una cara insólita apenas alzó la vista. Era un tipo de avanzada edad con unas aburridas gafas reposadas sobre la nariz, el pelo blanquecino e insertado tras una camisa blanca de rayas. ¿Quién era ese hombre? Tal vez estuviera supliéndola momentáneamente. Sin decir nada salí receloso del establecimiento. Mañana volveré a pasar por allí. Algo me dice que estoy viviendo preso de mi propia imaginación.