Nulla dies sine linea

21 julio 2010

Lo demás

Sentir que alcancé su corazón. Ver en sus ojos ese no sé qué aclaratorio de un inmenso sentimiento que esa mirada no puede disfrazar, imposible de esconder. Con eso me basta, con saber que algo se le ha removido por dentro como efecto de una conquista casi milimétricamente planeada. Y como víctima de mi propio juego, caer más y más en la ilusión que siempre acompaña a futuras pasiones, hasta casi desear con todas mis fuerzas descubrir ese impacto y esa confesión silenciosa de su rostro. Y llegado este momento estoy casi tan colgado como ella, es inevitable no sentir ese miedo inconsciente a la pérdida, como si temiera verme a mí mismo de nuevo cayendo al refugio de una soledad resentida, sumando derrotas o huidas con vergüenza torera.
Cuando estoy con ella me doy cuenta con desbordante felicidad de ese perfecto equilibrio existente entre los dos, al dialogar susurrando en la levedad de la noche como buscando todas las conversaciones que no tuvimos en los años en que fuimos desconocidos, y al mirarnos como queriendo recuperar velozmente todas las miradas de la tierra que en vida fueron dirigidas a cualquier otro sitio menos a nosotros; a los ojos del otro y una eterna sonrisa pincelada en su rostro.
Y estamos cansados de eternas promesas de caducidad precoz; por eso no se habla del futuro ni se fantasea con el cómo seremos, simplemente un abrazo fugaz entre dos avenidas cuando nadie nos mira es la prueba más latente del presente, de esos días que van cambiando a la vez que nosotros, un mundo que no se detiene aunque queramos sellar el tiempo en cualquier madrugada para hacerlo por entero nuestro, alejados de la humanidad y sus mediocres rutinas, sabernos por encima de todo lo mundanal y lo común; viajar entre parábolas a su continente y que me hable de su tierra, herida de derrotas y desesperación.
Mi propia percepción de la realidad y mi autocrítica me hace reconocer que con menos no me hubiera conformado. No sé si sale el sol para todos los demás corazones que buscaron siempre en su interior una canción gemela, que nadaban continuamente en orillas provisionales, entre el triunfo y el peligro de perecer ahogados. Pero no me importa, me vuelvo tremendamente egoísta con plenitudes semejantes, el prójimo puede morirse de desolación y las mentes torturadas y complejas que sólo hallan consuelo en unos labios ocasionales pueden seguir en su estúpido vagar. Tengo lo mío, la gran satisfacción de indescriptible goce de sentir que alcancé su corazón.

15 julio 2010

En tierra

No sé si fue el mejor pero sin duda es el que más aparece grapado a mi memoria con la evocadora fuerza que ensalza un recuerdo, el apego de una visión, una playa y el tacto de un cuerpo; el olor fresco del mar, la cálida brisa. Fue el verano en el que el hombre llegó a la luna, y sentada por la noche en la arena, contigo rodeándome con el brazo mientras el mundo cambiaba, en ese silencio respetuoso de un pueblo inundado de estrellas, la sorda complicidad de no decir nada entre nosotros al mirar en la madrugada el firmamento, más fascinante que nunca, un cielo inmenso y pensando que yo estaba allí abajo y en ese círculo plateado que era la luna unos hombrecillos posaban su pie. Fueron momentos mágicos bajo la bóveda celeste, con esa plácida felicidad, sintiendo el peso de la humanidad y sus logros sobre mis párpados enamorados, nosotros tan piel contra piel, protegidos por el rompeolas del tiempo, del que creíamos nuestro aliado, y ese verano la luna y yo dejamos de ser vírgenes para nunca volver a ser las mismas.
Ahora que soy lo que los jóvenes llamarían una señora, con sus cincuenta y muchos, saber que no te volví a ver y cuántas estaciones trascurrieron desde entonces, cuántos cientos de miles de mareas se sucedieron en esa playa, barriendo con su lengua de agua los restos de lo último que fuimos, de la última frontera que separaba al hombre de lo inimaginable y a mí de la madurez. Y es que hubo conjuros de eternidad y abrazos tan agresivamente sinceros que yo llegué a olvidarme de que ese verano terminaría. El invierno y el tiempo se encargan de poner hielo de por medio en las relaciones. Tal vez tomé la decisión equivocada al irme. Sólo sé que el cielo ya nunca fue igual.
Pero haciendo un repaso de lo que ha sido mi vida ahora y desde entonces, en la vuelta de los calores y al empaparme de evocaciones cuando ya me había dejado resbalar por el olvido, es inevitable que mi fuero más interno repita la interminable pregunta sin respuesta, ¿qué hubiera pasado si…? Demasiados interrogantes y demasiados supuestos para una existencia donde sólo tenemos una oportunidad, donde las segundas ocasiones siempre llegan con un cuchillo escondido dentro de la bota; ese tiempo que nos dice que tan difícil es recuperar lo perdido como llegar a vivir en la luna. Pero tengo el recuerdo a pesar de esa pregunta maldita.
Mi hijo adolescente, en su círculo de amigos, se refiere a mí como “su vieja”. Tal vez veranos como ese y su imborrable memoria son los que me ayuden a ir tirando y a sonreír cuando me seduzca poco a poco la vejez.

06 julio 2010

El luto

Dos días antes, Amalia se había levantado y estuvo consciente, dialogante con todos y tranquila de una manera inusual, con la fría y resuelta recuperación de los viejos frente a la muerte; esa breve mejoría como anticipo a la expiración.
La enterramos en el sepulcro familiar, un lugar siniestro con nichos construidos pero aún vacíos, sin epitafio pero aguardándolo, que recuerdan que todos estamos a la espera, de esa mentira de paz traficada.
Decidí hacer la vuelta a casa caminando, el viento lamiendo suave el rostro y contigo reservada siguiendo el paso, a mi lado. Pensaba en mi padre, que ya empieza a tener más personas queridas en la otra orilla que en ésta. También reflexionaba en silencio: una vida de ecos lejanos cuyo recuerdo queda en el panteón del pasado y otras que empiezan a bullir con la efervescencia aún sin calcinar de algo muy parecido al amor, de manera que me costaba situarme en el presente, cavilando sobre esa extraña simbiosis.
Preparamos juntos algo para cenar con un sentimiento de vacío y también de respiro reconfortante de estar en casa, y me adapto poco a poco al entorno, a seguir mi recorrido junto a ti, a continuar trabajando esta inmediatez.
La tele no sirve ni siquiera de distracción, y hace cada vez más calor en la noche cargada de estaciones que siempre regresan. Intento disfrazar la turbación que me produce verte sentada a mi lado con ese pijama tan corto, la piel bronceada campando libre y juvenil, esa sonrisa que yo siempre interpreto como retadora y el peso de toda la jornada sobre mis hombros y mi cerebro.
No hay nada ordinario en tu vestimenta. Como siempre es sutil, es sugerente sin pretenderlo y atractivo sin dejar de ser cotidiano. Al posar suavemente la mano sobre tu muslo, siento cómo se te eriza la piel, la vibración de tu pecho y esa mirada de incertidumbre. Aún están en al aire los restos del olor de los cipreses y por eso la confusión se apodera de tu rostro. Tal vez es la necesidad del triunfo de la vida sobre la oscuridad y las despedidas, de seguir germinando la pasión como muestra de esperanza, intimar en la noche como protección del miedo al abismo. Ha sido un día duro para los dos, tú con toda mi familia dando sepultura a Amalia y aguantando estoica los rostros contenidos, los silencios prolongados, el aura inquietante, la incómoda sensación que sienten los jóvenes al participar en un rito fúnebre y palpar cómo se tocan los dos extremos del círculo de la existencia.
Al principio todo tiene un regusto embarazoso, pero no pierdes el encanto, incluso rechazando con dulzura las manos que pretendían desnudarte; pues necesito vivir por encima de la pérdida, hacerte sentir mujer para ser yo menos terminal.
Me acojo a tu piel sin sentimientos reprimidos, adquieres finalmente la desnudez mental y física después de ver durante días el deterioro y punto final de un organismo demacrado. Busco con ternura y nerviosismo mal disimulado los recovecos en el hueco de tus piernas, y me embargan los cálidos estímulos que recorren mis manos con la humedad de tu cuerpo. Beso de forma intermitente y prolongada tu cuello mientras sujeto firmemente tu nuca, giras la cabeza para ofrecer la boca entreabierta, y me empujas suavemente hasta quedar recostados, para dejarse llevar, anhelando la posición horizontal; reclamando con determinación caricias y jadeos, y acompasadamente unirnos con ímpetu hasta quedar adosados, fundidos en la media oscuridad.
No me siento mal, no me siento bien.
Después no digo nada, no dices nada, me vuelvo hacia un lado oyendo respirar a la penumbra, y ambos empezamos a fingir que dormimos.