Nulla dies sine linea

27 octubre 2009

Espectros

Vaya noche. No sé si fue un sueño o lo viví. El recuerdo es confuso, pero tremendamente real. Creo que pertenece al territorio de la ensoñación, pero otras estoy seguro que así aconteció.
Oí un ruido en el salón, a eso de las tres de la mañana. Una luz encendida me confunde. Tal vez esté sonámbulo.
Me calzo las zapatillas y entro en la sala. Allí están sentados, alrededor de la mesa, bebiendo y jugando a las cartas, los amigos que se fueron, todos mis queridos muertos, y junto a ellos, compartiendo tapete, las mujeres que amé y que ya no están en mi vida, aunque que yo sepa todavía se encuentran entre los vivos.
Todos sonríen y me saludan, me invitan alegremente a que me siente con ellos.
Allí, rompiendo la noche, tomando una copa, rechazando entrar en la partida. Descubro intrigado que cada carta que juegan es la estampa de algún hecho acontecido a lo largo de la vida, y en todas estoy yo. Barajan y apuestan con ellas.
Allí está el compañero de farras y confidencias al que el cáncer devoró, los dos vecinos de mi barrio, primos en la pandilla, que se salieron en esa curva mortal una noche aciaga. Ríen y hablan. No han cambiado mucho. Van muy elegantes, peinados y afeitados. Pienso que tienen que conversar más bajo o despertarán a mi mujer.
Está esa novia de los 15 años precisamente con esa edad, mi amor de la universidad y también con la que estuve a punto de llegar al altar y decidimos dar marcha atrás al descubrir que nos habíamos convertido en unos buenos amigos.
Es mi pasado de reunión en mi salón. Hablamos de los viejos tiempo, evocamos días perdidos, me muestran a la luz de nuevo algunas sensaciones olvidadas del amor. La verdad es que es bonito recordar, de alguna forma me siento mucho más vivo.
Alguna me pone la mano en el muslo. Por Dios, eso ya pasó, soy un padre de familia.
Murmuran todas, reconozco algunas heridas en sus carnes, abiertas en mí, las recuerdo con cariño, fueron parte de mi vida; son mi biografía.
Veo lo mucho que me echan de menos mis amigos, pero no puedo irme con ellos.
El reloj de pared va marcando las horas de la madrugada. Brindamos por el pasado. Nos emocionamos otra vez juntos, nos encontramos de nuevo.
Fue una noche fantástica, lo pasé genial, recordé que no viví en balde, pero con el primer rayo del alba que entra por las rendijas de la ventana esas ánimas se evaporan, filtrándose en la pared, y me quedo solo en la silla, frente a una mesa vacía. Me sorprendo triste y pensativo. Echaba en falta veros, a ellos y a ellas, hacía mucho que quería saldar algunas cuentas. Pero comprendo lo que fue, lo que fui y lo que quiero. Recordar, como en esta aparición, pero nunca desandar el camino.
Vuelvo a la cama y tres horas después abro los ojos, envuelto en legañas y con un agrio sabor a alcohol en la boca. Ella está a mi lado, noto el dulce olor a hembra de la piel canela de mi mujer.
Me pregunta qué me pasa. Me mira atónita y confusa cuando la beso en la frente con fuerza y le digo: “Te quiero, te quiero mucho. Quiero seguir siempre así, quiero vivir el futuro contigo, no cambiaré nada, no me arrepiento de nada, pero sólo miraré hacia adelante”.

26 octubre 2009

Vertedero

Desde que mi matrimonio se rompió y aprendí lo que significa la propia autodestrucción lenta e irreparable, yo me dedique a abrir las madrugadas hasta verle la panza al día, muy avanzado. Frecuentaba eso bares que abren cuando los demás cierran, sórdidos agujeros de vidas en colisión, que el tiempo se detiene en la oscuridad. Allí se juntan errantes drogadictos de última hora y también solitarios en busca de refugio.
Ella bebía sola, puesta por la vida en aquél taburete y el carmín en la mirada. Allí aprendió a besar copas de ceniza, brindando con la soledad, buscando en vano que alguien le devuelva los veranos perdidos, viendo pasar los trenes que nunca se cogían, bebiendo nieve por la nariz, escondiéndose de la luz de la mañana, sangrando recuerdos de una vida pasada y lejana. Era hermosa y melancólica. Apenas pude entrever sus problemas.
Colecciono heridas, me dijo, y sin quererlo me uní a ellas con la blasfema tentación de acabar siendo una más. Creo que aún le debo un tajo en el brazo.
Lo que me animó a hablar con ella con descarnada sinceridad sobre mi derrota fue esa sensación que te invade cuando miras a alguien a los ojos y ves en ellos la tristeza instalada, como un parásito adherido, una brizna de esperanza herida.
Nunca la vi fuera de aquel local, pero ella sabía que volvería cada noche y yo sabía que iba a estar en el mismo sitio de la barra, con una copa mediada que nunca dejaba acabar sin reclamar otra. No salíamos a la vez, yo abandonaba el lugar y el sol me daba un puñetazo en los ojos, y dejaba atrás todo lo allí vivido, en ese oasis de autoayuda dentro de lo que eran mis días.
Sus besos dolían, los labios tenían fuego, aceite hirviendo.
Sin saberlo yo soñaba con abandonar poco a poco ese ambiente. Las heridas no son eternas, una mujer no iba a dejarme anclado tatuado a un vaso, pues mi matrimonio ahora lo veo como una constante carrera de convencer, me pase todos los años queriendo mantenerla a mi lado, conseguir que me quisiera, y si al final nos fuimos cada uno por nuestro lado no fue por otra cosa que sus propios deseos y decisión.
Pero iba viendo poco a poco la luz. Sin ningún aviso, me ausentaba varios días del bar; a la vuelta ella no hacía preguntas ni reprochaba nada.
Con el nuevo trabajo y la necesidad de estar más tiempo con mi hijo algo se iluminó dentro de mí y dejé de salir a las noches y de acabar regateando al nuevo día hasta que la hora de comer me pillara borracho.
No sé cual fue el empujón, si acaso tenía que ocurrir así, si lo iba a hacer de todas formas. Tal vez no debimos hablar tanto del pesimismo y de la mala suerte, tal vez no debí contarle mis teorías sobre el perder.
En el mismo lavabo donde tantas veces provocó a la vida se abrió las venas en un último gesto de valor.
Y una vez a la semana tomo una copa en honor a un alma perdida que habita ahora en el calor de alguna estrella. Donde quiera que estés, no me olvido de que viví algo parecido al amor en la admiración de un desastre compartido, y si un te quiero de vertedero, con rosas del suelo de la barra desde donde solo pudimos regalarnos el fracaso.

Qué sabes

Mierda de café, qué rematadamente malo es el de estos bares pésimos de hospital. Ese desconocido con pinta de chulito que pregunta si puede pedir una copa como si esto fuera una discoteca.
Mi padre ha empeorado, maldita sea ese monstruo de la depresión, ahora le toca a él. Hay que esperar. Qué lugares más sórdidos y escalofriantes son estos sitios.
Hablamos mucho. Al final el tipo me mira y me pregunta por mi situación. Lleva el pelo ligeramente largo y engominado hacia atrás, me fijo que luce un reloj caro en la muñeca derecha.
“Yo conozco también lo que es eso, una tía mía lo pasó!, me dice. Conocer no es saber de primera mano, ingrato, me digo para mí mismo. “es fastidiado, una de las peores cosas de la vida, lo sé de sobra. Y la vida colega tiene momentos muy duros”. Recalca. La vida, que bonita expresión. Personas así que se creen saber todo sobre ella y alardean de ello. Alguien que haya conocido el ocaso simplemente calla, deja a los demás que se lancen un farol. Los que creen saberlo todo no van de vuelta de nada. A los que se les dio siempre todo hecho no valoran nada.
Me río para mis adentros. Qué sabes tú, pobre diablo, del fracaso, de levantarte una y otra vez. Qué sabes de tener miedo del amanecer, de sentir ese terror en el pecho. Qué sabes de la depresión si la tuvo una jodida tía tuya. Qué sabes de llorar de impotencia, del quebrar de dientes. Qué sabes de dormir y soñar que al abrir de nuevo los ojos el monstruo ya no esté ahí. Qué sabes del lento y pausado efecto que van logrando las pastillas, qué sabes del volcán, de mezclar medicamentos con alcohol. Qué sabes sobre que no quieran dejarte solo en casa y vigilen las ventanas. Qué sabes de la muerte si nunca las has sentido cerca, si no la has mirado a los ojos y le has dado la espalda. Qué sabes de la lucha por la vida.
Qué sabes de esa vida de la que tantos hablas, de la sensación de humillación, que te auguren un futuro pésimo y rebelarte contra él. Qué sabes de la incomprensión, de pelear duro, de no entender el mundo.
Qué sabes del amor y de sus traiciones, que sabes de sentirte engañado, de tragarte los sentimientos y saber decir no en el momento oportuno, de dar todo para que al final del camino sólo quede una inmensa nada, de reinventarte una y otra vez, de cerrar cicatrices. Qué sabes de la dignidad y el orgullo, qué sabes del desgaste, de la certeza del nunca más, de los momentos que jamás regresarán.
Qué sabes de mojarte de verdad por alguien, del honor, de la fidelidad, de ofrecer tu corazón y hacerlo para siempre, de desterrar de tu vida a alguien más. Qué sabes del valor, de la sinceridad, del compromiso.
Qué sabes del perder de los años, del sabor de las copas de la derrota, qué sabes del bajón de la coca , que sabes de una trompeta que te hace llorar. Qué sabes de la sangre en los labios, y de la sangre ajena. Qué sabes de dar la primera.
Qué sabes de poner tu alma en un papel, del autorrespeto, qué sabes de las mujeres de turno de noche, de una mano que te reclama, qué sabes del sexo en garajes, de la luna de agosto.
Qué sabes del vómito, de las resacas tremendas, de los polvos urgentes.
Qué sabes si siempre has habitado en la comodidad, qué sabes de buscarle las cosquillas a la vida y sonreír porque en una existencia de fracaso has logrado una pequeña victoria.

22 octubre 2009

Condiciono yo

No creo en la fortuna, en la ruleta de la suerte. La única vez que jugué en un casino habían salido cuatro negros seguidos. Aposté una importante cantidad al rojo y salió negro de nuevo. Rehúyo de las probabilidades, que siempre tienden a fallar.
No creo que si no me como todas las uvas en nochevieja vaya a tener un mal año, ni hago ofrendas a ningún santo. Todo lo que tengo me lo he ganado yo a pulso. El único destino es el esfuerzo personal. Me he jugado decisiones muy importantes por una ilusión, por una intuición, por tener valor en el momento que lo requería.
Cada acción cuenta, cada decisión cambia el rumbo de nuestros días.
No existe la superstición. Aunque te santigüéis al subirte a un coche y emprender un viaje, si ese día la fatalidad se viste de conductor borracho que invada tu carril has perdido la partida. También lo llevas claro si no has estudiado para un examen por muchos rosarios que anudes a tu mano.
A golpes de corazón se lucha por los años, a estocadas de rabia se recupera o se pierde a una persona, si no actúas no conquistaras a esa mujer por mucho que lo desees. Por tus actos te conocerá.
Con un buen par se sacan adelante los proyectos, se edifica una vida.
Todo el dinero que ha entrado en mi casa ha salido del sudor de frentes que madrugan, que preparan café entre bostezos y llegan a casa agotadas. Desde el momento que somos expulsados al mundo, por muchos cuidados y atenciones que recibamos, la supervivencia al final depende de uno mismo. En los momentos verdaderamente bajos es donde se aprecia la voluntad de sobrevivir, de levantarse aunque las piernas te pesen como mil diablos, de sacar los dientes a la fatalidad, de morder las horas y a la desgracia.
No creo que nada esté escrito. Ningún ente puede señalarme con el dedo y decidir que ha llegado mi hora. No sigo vivo por la condescendencia de nadie que me permita seguir respirando gracias a su todopoderosa bondad. Defiendo la independencia del ser humano, su capacidad de exaltarse o destruirse, de ser su propio impulso o verdugo; no delegemos en nadie esa responsabilidad.
El desaparecido Ángel González ya lo sugirió, sólo uno puede modelar medianamente lo que le espera, la jornada la abordamos con nuestras actitudes, mañana no será lo que Dios quiera.

Érase una vez



Caminaba deprisa pero su estilo era inconfundible. La vi al otro lado de la calle, cruzando la Diagonal. Caminé despacio, como si fuera un gesto cotidiano. Sonrío y para mí fuera como me sonriera la muerte. Tan lejos de donde nacimos, tan alejados de aquellos años que están a cien mil kilómetros de recuerdos. Arrugas que anidaban en el cerco de sus ojos, canas escondidas por más tinte que ganas, unas brillantes mejillas mucho menos pronunciada que cuando la conocí. Fue ayer cuando la ví, los dos lo sabemos. Hoy es solo otro día, para nosotros.
Temblé al mirarla a los ojos, era como si hubiera pasado un milenio entero. Hola de nuevo, estás más guapa que ayer. ¿Hacemos algo?

El agua gélida me entraba por la nariz y oprimía el pecho, encharcando los pulmones. Intentaba aferrarme a esa piedra de la orilla, pero estaba demasiado desconcertado, aturdido y asustado. La corriente del río me empujaba lejos de su orilla, y el miedo me apuntalaba las sienes. Luchaba frenéticamente por asomar la cabeza, respirar un poco de ese aire que se me agotaba. Una mano tiró de mi pelo, asiéndome después por el pecho y finalmente por el brazo, ayudándome a alcanzar ese saliente. Laura me asía con fuerza y haciendo acopio de todas mis fuerzas me incorporé.
Teníamos 11 años y me acaba de salvar la vida. Y yo que quería impresionarla con mis conocimientos de pesca casi me ahogo. Teníamos un verano
Yo tenía esa mirada con un toque de ingenuidad de quien no conoce demasiadas cosas.
Era un verano sin fin y por casa parábamos tan solo a la hora de las comidas. Nos comíamos los días de un lado hacia otro. Un chico y una chica juntos, que se llevan tan bien, que no conocen nada acerca del amor, que se mezcla con la amistad, que aún no callan sentimientos, esos que reprime el miedo, a perder. “Somos hermanos” decíamos a los demás veraneantes del pueblo, y con eso se zanjaba el asunto. Pero es que Laura era como un chico, Corría detrás de los ratones, se reía viendo como las hormigas rojas de detrás del muro devoraban los saltamontes que les echábamos, chutaba a la pelota mucho más fuerte que yo y en los pulsos me ganaba. Pero no era masculina en sus formas, ya por aquél entonces era una niña bonita e ideal, con su pelo oscuro suave como la seda, los ojos negros cargados de bondad, y una sonrisa divertida que parecía creada para contagiarse con ella. El pueblo donde vivíamos era pequeño, pero íbamos a la escuela de la ciudad y allí lo teníamos todo. La calle principal era nuestro patio de recreo, la montaña y los prados los lugares de exploración. En invierno la actividad se reducía por lo limitado de los días, y la mayoría del tiempo estábamos en el colegio, pero en verano estábamos en nuestra salsa, contando además con la presencia de los niños que llegaban para los meses estivales.

Recuerdo mi primer beso. Teníamos 14. Por aquel entonces dábamos las primeras caladas a cigarros y rogábamos a Quique para que nos vendiera unos chupitos en su bar. Eran las primeras experiencias con el alcohol. Un día me desperté como otra mañana cualquiera y cuando fui a buscarla a su casa, según la vi salir, con una diadema en el pelo, la piel tostada por el sol, un vestido corto que brevemente cubría unas curvas que comenzaban a tomar forma, algo se me removió por dentro. Ese día no pude dejar de tener esa sensación ni de estar nervioso. Y ella lo notó y parecía pensativa.
La semana siguiente recogíamos moras en el camino que daba al avispero. Nos sentamos a descansar y comer algunas que antes limpiamos. Alguna ocurrencia mía hizo que ella se empezara a reír, de una forma que había visto mil veces, pero esa vez me quede entusiasmado con esa forma de reírse, con la luz que cubría todo su rostro, con ese sonido angelical. La agarré de la mano sin ser muy consciente de lo que hacía, como movido por un impulso muy poco meditado. Su risa cesó. Me miró fijamente y poso su mano sobre mi cara. Luego se acercó lentamente, hasta juntar los labios. Fue una sensación nueva que recordaré siempre.
Desde entonces nuestra situación no fue distinta, seguíamos siendo uña y carne, pero la diferencia era que al acabar el día primero, y luego en cualquier momento donde viviera un rincón, nos abrazábamos y besábamos apasionadamente, probando esa nueva experiencia, experimentando el primer amor.
Así continuó nuestras vidas hasta el verano en que ambos cumplíamos 18. No creo que nadie haya tenido una primera vez más especial. Rehuyendo extenderme en los detalles, diré que un sol tibio pero firme iluminó al alba unos cuerpos desnudos abrazados sobre la arena de una cala recóndita, dos meses antes de que ella se fuera a la universidad.
Algo me abrasaba por dentro. Volvería prácticamente todas las semanas, pero la idea de no tenerla cerca de a diario me trastocaba. Laura siempre fue una chica con ambiciones mucho más altas que las mías. Yo, metido en el pueblo y enfrascado en ella, apenas pensaba en nada más. Pero las inquietudes de mundo y de cultura, el cosquilleo de saber que hay algo ahí fuera, siempre estuvieron presentes en ella.

Evidentemente las cosas cambiaron bastante. Yo trabajaba y ella era una chica de libros. Además, por su carrera, ella viajó mucho, siendo muy feliz. Estuvo una temporada en Londres, dos meses en Barcelona. Conoció a muchísimas personas y distintas maneras de entender la vida, formas de llevarla a cabo. Me tenía mucho cariño, pero con abrir los ojos al mundo, estaba claro que para ella no dejaba de ser un chico de pueblo, corto de miras y con poco que ofrecer, muy lejos de sus inquietudes y las actividades en las que ahora se relacionaba. Ella volaba por libre y yo me había quedado sin salir del nido, perdiendo el tren, atrapado entre estas montañas y estas praderas que ahora veía inútiles y estúpidas.
Me dijo que estaba saliendo con un chico de su facultad que era de Barcelona lo mejor que pudo. Yo no lo tomé como una traición, ni como un gesto de maldad por su parte. Sabía que era el curso natural de las cosas y no tenía nada que reprocharle. Nuestras vidas habían cambiado desde aquel verano.
Al terminar la carrera, planearon irse a vivir a la ciudad condal, en una coqueta urbanización catalana.
La noche antes de que se fuera vino a despedirse. Hablamos y bebimos cerveza en las terrazas del bar de Quique. Paseamos por el camino del mar y caminamos descalzos por la arena. Hablamos con infinita nostalgia de los años pasados, de las travesuras de críos, de los tragos clandestinos. Hicimos gracias bañados por la luna, con el pueblo en silencio, por una noche fue como volver al pasado. Y sin darnos casi cuenta llegamos hasta la pequeña cala. Sentado en la arena la abracé. Nadie se sintió culpable. Esa noche hicimos el amor como si fuera antaño, aunque era una despedida que ambos queríamos alargar.
Al romper la mañana de un día nublado, la acompañe hasta la puerta de la que ya se podía considerar como la casa de sus padres. Pero ellos también se iban a ir a la ciudad, para no estar los dos solos en un pueblo que se deshabitaba más cada año.
Ese era el punto donde nos separaríamos. Ese era el día en que ella se tenía que ir a Barcelona. Me empezaron a temblar las piernas, apenas podía decir nada.
“No te pongas triste Fermín”, me dijo posando su brazo sobre el mío. "Las despedidas así son difíciles, vamos a hacer como si fuéramos a vernos mañana”, me dijo. Yo permanecía callado y finalmente asentí.
Un abrazo largo sintiendo su cuepro oprimodo contra el mío, el calor del amor en una mañana tibia, finalmente se separó. “Hasta mañana”, dijo Laura mientras me daba un beso en la mejilla. Dio media vuelta y subía las escaleras de su casa.
“Hasta mañana”, respondí mientras la veía entrar en casa, y noté como algo se rompía en mil pedazos muy dentro de mí.

21 octubre 2009

Inocencia

Nunca olvidaré la tarde de ese lejano invierno. Yo tiritaba en tu portal con un jersey verde resguardado de la lluvia. Tú venías del colegios con una falda a cuadros y feliz bajo un paraguas. Me miraste extrañada mientras yo intentaba sonreír. Debías de temer un poco al tipo ese de los pendientes que parece estar todo el día pateando las calles. Intenté cogerte de la mano. Estabas nerviosa y muy bonita, con los ojos muy abiertos temerosos del mundo y ese aspecto de fragilidad. Aún no habías cumplido 14 años y tu inocencia era una junta de tracción para un pequeño golfo. Tú eras la única que apaciguaba el fuego de esa rebeldía, dándote siempre el cariño que reservaba para ti.
Paseamos por tu barrio y me ofrecías un hueco de tu paraguas. Estaba empapado pero era feliz, pisábamos hojas caídas y los sábados a las diez en casa con una ilusión renovada. El mundo era aún ese lejano territorio gris. Recuerdo perfectamente que tenías las mejillas mojadas, yo te las sequé con la manga del jersey y me recompensaste con un beso. Utilizaste tu bufanda para secarme el pelo y me mirabas con ternura, como a un pequeño travieso que muestra su encanto por una chiquilla. Un diablo para cualquier profesor que es capaz de morirse de frío por un paseo contigo.
Cuánto hemos crecido, cuánto hemos pasado, perdiendo la inocencia, achicando las primeras decepciones, nosotros en nuestros respectivos fracasos, sin nunca perder el contacto. Representamos para el otro el recuerdo de la niñez, de los primeros besos, cuando aprendimos a identificar el amor que no entiende de responsabilidades ni intereses.
Media vida ha transcurrido y nos vimos crecer guardando las distancias. Nadie ha sobrevivido juntos a esa edad sin perder el amor, sin buscar las experiencias en otro brazos. Pero tú me miras como si no hubiera pasado ni un mes, como esperando otra vez un beso, turbando mi calma con tus propuestas, buscándome en el bar, sintiendo un acercamiento. Somos dos almas desencantadas, que el abrigo que buscamos nos dejó al frío del otoño, a la intemperie de la falsedad y de haber sido querido mal, con tendencia a la incomprensión; y en realidad lo que nunca te decepciona es aquello que te vio caer y subir, cuando no existían los engaños, y buscas sin quererlo el sabor de los labios que guarda la nostalgia de la inocencia. Tal vez por eso, porque son puros, porque viven en un recuerdo sin dolor, con la esperanza de la ingeunidad, antes de que a ambos nos hubieran partido el corazón unos extraños a los que nunca debimos dar permiso para entrar en nuestras vidas, para embarrarlas con un daño innecesario. Pero aún tenemos inviernos.

18 octubre 2009

Dime

Y ahora dime que no queda nada de esa luna que pintamos en nuestros cielos, del amanecer con un beso, de tenernos cada semana, de imaginar una vida junta arremetiendo contra las imposiciones. Dime que nada puede rellenar ya este vacío, que no somos eternos, que ya no te estremeces al tocarnos, que no buscamos nuestras bocas en la oscuridad, que no arden los cuerpos.
Dime que ya no discutimos para reconciliarnos una y otra vez, que no vendrán tardes de septiembre, que la puesta de sol es definitiva, que solo me quieres en la distancia con la añoranza de un recuerdo. Dime que no te temblaran las manos al verme, que todo será frío e insulso. Dime que cuando nos quisimos dar cuenta estábamos enamorados, que nos besábamos con los ojos, que ahora no queda nada de ese sentimiento.
Dime que en tu cabeza no están mis caricias, tan sinceras como siempre, tan llenas de te quiero; que no resuena nuestra melodía en tus paredes, que no me lees buscando identificarte ente líneas que siempre tienen algo de ti, que en mi memoria aún habita con fuerza tu mirada, tan tierna, tan tuya.
Dime que estamos rendidos, que no hay un hasta luego, que la vida nos separa por siempre. Dime que lo que buscas está en otro lado, que con otro hombre eres más feliz, que estás enamorada.
Dime que te alias con el tiempo para pactar un olvido, que no sientes las calles vacías sin mí, que la ciudad no es más grande ni más gris. Dime que así estás bien.
Dime que no te estremeces pensando en nosotros, que no te quise cuidar, que no supe tratarte.
Dime que soy una calamidad, que siempre lo estropeo todo, que no funciono bien.
Dime que fracasamos sin buscarlo, que es inevitable, que no hay nada que hacer.
Dime que aún te mueven las dudas, que todo es difícil, que recuerdo en balde.
Dime que no me necesitas, que vivirás sin más consejos, que encuentre a otra.
Dime que me calle, que no te hable, que no te llame, que no te extrañe.
Dime que me vaya, en tu exilio mírame a los ojos y dime que soy un recuerdo hermoso. Dime todo y más, pero no me digas que deje de quererte, porque no puedo.

13 octubre 2009

De repente alguna vez



Lunes a las 6. Estaba sentada en la última mesa del bar. Al fondo, sola, ojeando una revista y tomando un gin-tonic. Entré con un hambre de media tarde y pedí un café y un pincho, mientras cogía el periódico. Al lado dos mesas cerca de los baños que esperaban ser ocupadas. Al pasar a su vera y sentarme levanta la mirada, de un verde oscuro intenso, antes de volver a posarla en un reportaje de vestidos de actrices. Quema el café, quema como las noticias de bombas y muerte que muestra el periódico. “El mundo está loco”, digo para mí, pero pensando en alto. Ella sonríe y balancea el vaso de su copa. El pelo rubio descansa apaciblemente sobre los hombros delicados de una blusa rosa. La cara tiene una redondez exquisita y armoniosa, con unas diminutas pecas cerca de los ojos, en la parte más alta de las mejillas. "Al lado de un rostro así puedo dejar correr el resto de mi vida", pensé. Paso las hojas de la prensa pero no leo realmente nada.
Está en la cafetería como esperando a alguien sin esperarlo, mueve acompasadamente la pierna izquierda que está puesta encima de la derecha.
Puedo pasarme semanas y meses enteros yendo y viniendo en el autobús, caminando por la calle, sin encontrarme una cara así, y de repente en el café menos pensado me tropiezo con una mujer magnética, que impresiona con solo mirarla, que tiene luz propia como una noche valenciana. Es admiración a primera vista.
Me ruborizo cuando me pilla observándola. Tanteo el bolsillo del vaquero buscando el contacto de la cajetilla de tabaco, pero recuerdo el consejo que un tipo me dio una vez: “si te gusta una chica, no fumes delante de ella si no fuma, no le gustará”. Ella bebe ginebra pero ni rastro de cigarrillos, tampoco en el desnudo cenicero hay pruebas de un posible vicio.
Cuando acabo un café que ya está tibio y la servilleta recorre la comisura de mis labios podándolas de resto de pan y mahonesa, ella aún tiene la cabeza embutida en la revista. Me levanto silenciosamente y me voy, mirando por el rabillo del ojo, notando un leve movimiento de su cabeza, no sé si volviéndose, pero mis piernas siguen caminando en contra de mis deseos y ya enfilo la puerta del bar.

Era jueves por la tarde y un escritor uruguayo que me fascinaba en la adolescencia viene a dar unas charlas al club del periódico local. No he leído sus dos últimas novelas, hace tiempo que no le sigo la pista, pero siempre es bueno serle fiel a los antiguos amores, por eso me apetece reencontrarme con su voz, que tantas veces resonaba en mi cabeza con un libro suyo en mis manos, insertado de palabras, y ahora verlo en oratoria es una buena oportunidad.
Fatlan algo más de 5 minutos para que comienze la conferencia. Al entrar hay ya una veintena de personas sentadas. Desde la puerta, y en la última fila, veo una melena que me resulta familiar. Cuando ya supero su posición me vuelvo para toparme con esa mirada verde hierba. Sus ojos están centrados en algún punto cerca de mí, pero no en mí.
A mitad de la charla me giro sobre mi asiento y busco su presencia sin disimular. Ahora tengo ese verde clavado en mi rostro, y su semblante es serio, pero sereno, con los ojillos ligeramente entrecerrados. “Al diablo”, pienso, y me levanto, retrocedo sobre mis pasos y me siento a su lado, siendo la segunda persona de la fila.
—Creo que te conozco— digo esbozando una pequeña sonrisa que mi hermana siempre dice que es de bobo.
—Tal vez crees bien— dice ella mirándome sin sonreír. Espero que estos ojos negros que son mi mayor baza le hayan impresionado.
—En la cafetería Combó— suelto como si fuera una perogrullada.
Ella sonríe. Lo tomo como una señal de afirmación.
Continuo con la inevitable pregunta de su presencia allí, comentamos nuestros pareceres del escritor, cuya voz suena de fondo como una melodía inaudible. Algunos asistentes nos recriminan con sus miradas recelosas. Procuro bajar el tono de voz.
Durante la charla con esa mujer noto esa reconocible sensación de estar en un especial estado de gracia. Me salen las palabras exactas como solas, sonrió o mantengo silencio siempre cuando es necesario, abro los ojos en señal de sorpresa antes de decir “¡yo también pienso así!”.
Nuestra parte favorita de un libro de microrelatos del escritor es esa que dice: “Y aunque la noche es más fría que nunca, aunque la luna está apagada en el firmamento, solo puedo dar vueltas en la cama envuelto en sudor y admitir que yo también estoy pensando en ti”.
Termina la charla y los espectadores aplauden educadamente. Yo nada más pienso en que abandonaremos esta sala y tal vez no volvamos a vernos si nadie da un primer paso. A si que como la cosa más normal del mundo le pido su móvil con el pretexto de una futura charla literaria en otra ocasión. Me doy cuenta que hasta el momento que lo dice no sé como se llama. La miro fijamente tratando de buscar ese reflejo de atracción que brilla en los ojos de una mujer a la que le gusta lo que ve. Nos despedimos con alegría impuesta y marcho calle abajo con el corazón encogido.

Es viernes y no me apetece salir. Ya tengo demasiadas copas en mis primaveras. Normalmente con mi antigua novia iríamos al cine, pero desde que nos abandonamos le he cogido manía a esas salas llenas de parejas felices y en la plenitud del amor. E ir con los amigos es un coñazo porque no cierran la boca en toda la película. De manera que abro una lata de cerveza y con un cigarro en la boca pongo una vieja comedia de los años 50 que tengo en DVD desde hace meses y aún no me había decidido a revisarla. Hoy tengo pensado acostarme tarde, al fin y al cabo, los sábados por la mañana son para dormir.
Aparecen los títulos de apertura, con una banda sonora que encuentro un tanto ridícula e inapropiada. Cuando pienso en si en realidad me va a gustar la película de un director tan poco conocido suena el móvil. Es un mensaje. Se me acelera el pulso y cae el cigarro de los labios al leer su nombre. Es escueto y no necesita más. Leo sin preocuparme del cigarrillo que está quemando la alfombra: “Yo también estoy pensando en ti”.
Y en ese momento sé que nuestras vidas estarán selladas de muchas noches cálidas con sus lunas encendidas.

12 octubre 2009

Dicen

Dicen que te vieron, con los años que pasaron, caminado por la calle con la mirada perdida. Dicen que hace mucho que no preguntas por mí, que nada sabes desde que me casé, que has perdido la esperanza de la felicidad. Cuentan que en la busca de tu anhelada estabilidad encontraste el fracaso. Dicen que pese a todo te alegras de mi éxito, que sea feliz. Que te pasaste un invierno recorriendo los mismos bares que siempre, buscándome aunque sabías que no ibas a encontrarme.
Que la vida derribo tu puerta y te enseñó duras lecciones, que el tedio terminó por arruinar tus expectativas, que caíste en el desencanto, que más de lo mismo al final fue demasiado para ti. Dicen que lo vas a dejar, que no soportas más pensar en pasar así el resto de tu vida, que ya hace mucho que no sabes lo que es estar enamorada.
Cuentan que en el trabajo no eres la misma, que los compañeros no te pueden ver porque no se puede hablar contigo, que desprecias a los hombres, que siempre tienes cara de cansada. Dicen que ninguno te consiguió sacar una sonrisa, que nadie se te acerca en los bares porque ni siquiera les miras, que no tienes ganas de empezar nada nuevo.
No sabes lo que vas a hacer, las puertas se te cerraron, que el único auténtico sentimiento que tuviste, que te colmó de satisfacción, hace tiempo que no lucha por ti.
Que estás aburrida de las mismas comidas, de las mismas reuniones, de perderte en discusiones, que nada te llena, que el amor fue una ilusión pasajera, que la convivencia fue más dura que la cantidad de años en la que te escudabas, que la confianza derivó en desinterés y rutina.
Dicen que las viejas amigas se han olvidado de ti, centradas en sus vidas de marido y oficina, que todo el mundo alaba a la pareja perfecta, qué cuanto se quieren, pero os ven mejor en la distancia. Ya no hay copas en casa ni música que bailar. Nadie conoce las intimidades del dormitorio.
Cuentan los más sensatos que cuando lanzas una mirada hacia atrás piensas en el amor que se consumió por no saber controlar su fuego, olvidado en un cenicero a la espera de decidirse a darle largas caladas. Que todo es gris hacia delante y que de los mejores momentos de tu juventud no conservas más que unas líneas perdidas que testifican que existió hace mucho tiempo un puño que descargaba tinta repletas de amor, con la certeza de la esperanza y la ilusión de un para siempre que cambiara tu vida.

11 octubre 2009

Actos

Sergio pensaba mucho en el comentario que le dijo un día su madre: Yo te he traído al mundo, pero tú vas a tener que vivir en él.
O también la afirmación de Fitzgerald de que en la vida de los americanos no había segundos actos. Aplicable al resto de humanos. La cuestión es que no suele existir opción para el perdedor.
Las dos le traían la certeza de que en la vida muchas veces únicamente se tenía una sola oportunidad, y el resultado y rumbo de nuestras existencias viene determinado básicamente por las que tomemos. No hay secuelas, ni posibilidad de, si erraste, deshacer lo hilvanado. Por eso hay que tener valor, buscar lo que se quiere y quererlo sin peros.
Con la edad te vuelves más conservador y buscas la comodidad sin implicarse demasiado. Pero quiere habitar el mundo y no limitarse a respirar, por eso salta de puentes, en paracaídas, hace deportes y excursiones que lo revitalicen, vive con pasión. Cuando se enamoró de verdad viajó hasta casi el otro extremo del mundo en buscar de esa mujer, con seguridad, sin reservas, sin titubeos.
Admira a las personas que pelean, que se niegan a conformarse con lo que siempre tuvieron casi por derecho, que se rebelan contra aquello que se les es negado. No entiende a quien no es capaz de olvidar, ni de perdonar. Y no puede soportar la tristeza que le suponen las personas atadas de por vida a un pasado, lastradas por lo que consideran un destino inevitable. Salir a la obra como derrotada de antemano dice muy poco de los actores que la interpretan. Algunas personas nunca firman la obra maestra de su vida sólo por el miedo a sentarse a escribirla, por el temor a la hoja en blanco, por descubrir lo que siempre habito dentro de ellos. Otras nunca se decidieron a amar de verdad porque eso implicaba un compromiso consigo mismas que no estaban dispuestos a pagar, navegando en aguas más fértiles, y a la larga, en definitiva, desperdiciando una de las partes más intensas de la vida.
Tantear constantemente el terreno es no atrever a pisarlo, y a veces hay que dar unos pasos hacia adelante, aunque te espere una caída al abismo. Al menos tendrás la certeza del fracaso, y no la duda absoluta de quien siempre se quedo parado, esperando, como si hubiera un segundo acto para redimirse.

10 octubre 2009

Mujeres



Mujeres para vivir, para soñar, para querer. Mujeres que mienten, que lloran. Mujeres silenciosas, mujeres que esperan. Mujeres para perder la cabeza, o para robársela. Mujeres de paso, mujeres de ocio, mujeres para toda la vida.
Mujeres que traicionan, que abandona, mujeres que nunca dicen la verdad. Mujeres excepcionales, mujeres enigmáticas. Mujeres florero, mujeres dignas, mujeres por las que darlo todo.
Mujeres que enamoran con una mirada, mujeres de sonrisas de cielo. Mujeres en busca de respuesta, mujeres escondidas, mujeres que quieren querer. Mujeres de caderas, mujeres explosivas, mujeres de un gran amor, mujeres capaces de enloquecer, mujeres divinas, mujeres odiosas.
Mujeres dispuestas, mujeres reacias, mujeres que tienen un tesoro escondido. Mujeres con pasado, mujeres sin futuro, mujeres a las que amas con toda la fuerza del corazón, mujeres que deseas olvidar, mujeres que no puedes olvidar, mujeres que dejan huella, mujeres que empiezan por el final, mujeres de boca para el pecado, mujeres pecaminosas, mujeres eróticas.
Mujeres que empiezan a serlo, mujeres que aún no lo son.
Mujeres de compañía, mujeres de barra, mujeres de esquina. Mujeres piadosas, y mujeres que no perdonan. Mujeres a las que partir el corazón, mujeres inaccesibles, mujeres para imaginarlas.
 Mujeres a defender, mujeres que desprecian con una sonrisa, mujeres vestidas para la ocasión, mujeres al natural, mujeres maquilladas, mujeres que te buscan entre la gente, mujeres que tienen miedo de perderte. Mujeres que aún no han llegado, la mujer que tendrás.
La mujer que tendrás que respetar, la mujer desterrada, mujer sin hogar.
Mujeres dulces, mujeres de piel suave, mujeres angelicales. Mujeres para besar a la vera del mar, mujeres que reclaman un abrazo, mujeres para pasar el invierno, mujeres de amor de verano, mujeres con las que despertarse a su lado, mujeres que preparan la cena, mujeres que te piden explicaciones, mujeres de reproches. La mujer de tu amigo, mujeres de vecinos, la mujer de tu padre.
Mujer de familia, la mujer que te creó, mujer de consuelo, mujer en el medio entre mujeres.
Mujer en soledad, mujer de conveniencia. Mujer sin un simple adiós. Mujer que vive de recuerdos, mujer atada.
Mujer enamorada, mujer herida. Mujer despechada. Mujeres insatisfechas, mujeres complacientes. Mujeres que rezan, mujeres que blasfeman, mujeres.
Mujeres que te clavan sus ojos y sólo quieres pasarte el resto de tus días luchando por merecer esa mirada.

08 octubre 2009

Escribo



Escribo de lo que imagino, de lo que sueño, de lo que no tengo. Escribo para escapar, para crear. Escribo para echar afuera los fantasmas, para desahogarme, para llenar. Escribo de la felicidad que cubre tu mirada, de un recuerdo imborrable, de una pasión incontrolada. Escribo porque te tengo, o porque no estás. Escribo porque es una manera de decir te quiero.
Escribo de lo que necesito, de lo que espero, de lo que perdí. Escribo para lamerme las heridas, y para curarlas. Escribo para olvidar, o para recrearme en el dolor. Escribo para purgar.
Escribo de personas que no existen pero habitan en mi cabeza, me persiguen, me piden que las cuente, que las haga llegar. Escribo de lo que la imaginación me deja, y busco sus límites. Destruyo vidas y planifico personajes que contengan pedazos de su propio autor.
Escribo para alcanzar algún corazón, para compartir una soledad, para confesarle mis miedos al teclado. Escribo por qué si no explotaría, escribo para explotar.
Escribo para sentir esa sensación al acabar, por el escalofrío de una idea brillante. Escribo para madurar, para retarme, para consolarme. Escribo para entenderme, y para conocerme.
Escribo para no creerme un perdedor. Escribo para sentime útil, talentoso. Escribo para expresarme, para aclararme. Escribo porque me enriquece.
Escribo de la búsqueda del amor, y de su pérdida. Escribo pensando en esa mujer que vendrá, y en la que ya no volverá. Escribo para decir adiós, o para firmar un para siempre. Escribo para declararme, para besar con palabras, para ganarme unos besos. Escribo sobre esa sonrisa que me hiela el corazón.
Escribo de la experiencia, y de lo que llegará. Escribo de lo que conozco, y de lo que intuyo. Escribo de las personas que no tienen la fuerza para escribir. Hablo de vidas que nunca serían escuchadas si no las escribiera.
Escribo de mis películas favoritas, y sobre esa canción que desgarra el alma. Escribo para decir lo que pienso, escribo también de la política, y el vertedero alrededor.
Escribo un relato que sueño se cumpla, y escribo sobre mis peores pesadillas. Escribo al miedo a quedarse solo, y escribo cuando estoy solo. Escribo de la plenitud, y escribo de la derrota. Escribo al desencanto, a la melancolía, y dejo que venga también la esperanza.
Escribo de madrugadas en vela, y de noches de alcohol. Escribo de personas que sujetan barras de bares y de relaciones que no hay quien las sustente.
Escribo del último trago y del primero al lado de unos ojos que te desean. Escribo de la vejez y de la adolescencia.
Escribo de historias cotidianas y amores extraordinarios. Escribo de las aristas del ser humano, y de su propio enemigo que es uno mismo. Escribo de personas que se temen, que se exploran, que se quieren. Escribo todo lo que un día imagine que escribiría, y escribo de lo que esta vida nos ofrece.
Escribo porque es lo que más me gusta, porque es una forma de amar, de sentir, una manera de vivir. Escribo porque si no lo hiciera tendría que matar el tiempo escribiendo.

06 octubre 2009

Un lugar

Con la mirada puesta en unos edificios sin fin, intenta no regodearse en la resignación de una derrota anunciada. Esperaba que llegado el momento no se auto culpara y viera el inaccesible curso de la vida como el causante de un final predecible. Observa el paisaje urbano y ve con cansancio los coches pasar, rápidos y distantes por entre las avenidas, ensuciadas por el ruido de los motores.
Se apoya en las barras en el pincho de media mañana y sonríe sin ganas los comentarios de su compañera, que se esfuerza en explicar con gracia los avatares del día. Está ausente al igual que en las noches en que apenas escuchaba los impertinentes comentarios de chicos que querían sacarle algo más que una sonrisa. Cazadores de presas con nocturnidad, penosos representantes de lo prosaico de la condición humana.
En las madrugadas entre semana, con el piso en silencio y sus amigas durmiendo, pasea de arriba abajo o se sienta a leer aburridas revistas sintiendo el silencio de su propia soledad. Cree que la ciudad la engulle con ella, que los días la asfixian y el paso del tiempo se hace impracticable, como el angustioso respirar con la cabeza dentro de una bolsa de plástico.
Piensa en los años que vendrán, en la conveniencia que tomará el rumbo de las decisiones cuando la veintena empiece a flaquear y asome en el horizonte, amenazante, la sombras de los treinta. Por muchas vueltas que de la vida, entretenida en historias y pasiones, en desfallecimientos e ilusiones sin orillas, al final la responsabilidad y un hondo sentido de lo tradicional le apremiaran a optar por el camino fácil.
Y es el fracaso pasado el que atenaza este corazón, un amor que se presentaba tan real como arrollador, manando incontenible por cada poro de su piel, resbalando por su estomago, avanzando por su interior y colmando por entero un cuerpo que se estremecía bajo el fulgurante calor de unas caricias que partieran la tarde en sus innumerables pedazos de pasión.
En las inmensas noches que comienzan en la flor de la tarde en el medievo del invierno, siente el golpe bajo de la nostalgia arrollar sus pensamientos, con esa indecible amargura que puebla el desencanto en la plena estampa de la impotencia, del regusto amargo que acompaña a los amantes que teniendo todos los espacios del mundo finalmente no hubo lugar para el amor.