Nulla dies sine linea

27 diciembre 2013

Pequeño brindis

Brindemos también por ellos. Por los que no están ya a la mesa. Las personas queridas que se han ido, dejando algo de nosotros, que sólo el tiempo pudo mitigar. Compartamos estas fiestas parte de nuestra felicidad con los ausentes, esos que nos acompañaron otras epifanías y cuya sonrisa aún ilumina a veces el recuerdo más recóndito. Pensemos en que, aunque no están para contemplar el espléndido futuro que aguarda, se sentirían orgullosos si aún los tuviéramos con nosotros. Pero la vida no siempre es justa, ni golpea al que más se lo merece.
Aquellos que en las nieblas del tiempo han sido llamados a ocupar su inevitable lugar, llevándole la vida tan lejos nuestro.
Brindemos entonces por los que ya no existen, y que su imagen perviva pese a la ausencia, recordando las cosas buenas, los momentos amables, aquella fotografía que el tiempo ha dado su verdadero significado.
Y que en su ausencia labremos nuestro destino, para seguir un camino con el que sentirse orgulloso, y otras personas puedan iluminar el alma al calor de una nueva Navidad.
Y por los muertos, claro. También brindemos por los familiares fallecidos, que tengan el merecido descanso.

18 diciembre 2013

Decisiones



Aquella noche, él se despertó en plena madrugada y después de ir a la nevera a por un trago de agua, se sentó en el borde de la cama a verla dormir. Eso le transmitía una paz serena, mientras sentía la suave y acompasada cadencia de su respiración, y observaba su rostro relajado y hermoso, antes de pasarle la mano por el contorno de la mejilla y el pelo, como si realmente quisiera cerciorarse, comprobar que era real. Y así permanecía, en la penumbra donde se forjan los sueños a la que se habían habituado sus ojos, sonriendo por dentro y por fuera, velando por su lucidez, pensando en cuánto necesitaba ese tipo de cosas y cuánto las había echado de menos, sin darse cuenta. Una conversación antes de dormir, entenderse con una mirada y los momentos de diversión compartida,  el olor a lluvia en invierno mezclado con el olor a vino y el agua empañando los cristales de las ventanas, su sonrisa cálida y sincera al despertar, el huir de toda la rutina reinventándose cada día con aquella pasión y aquel ardiente deseo, fundirse en un abrazo, la estimulación intelectual y cultural.
Echaba de menos la entrega sin supeditarse a terceros, ni mentiras ni disfraces; tener a alguien a su lado que representa un sentimiento incondicional cuando se jura por siempre el amor.
Y el recuerdo en la memoria que se apaga, como si las viejas tragedias y las viejas heridas fueran ahogándose con un susurro de ella, una caricia y una promesa.
Así, con conciencia y responsabilidad, con la madurez suficiente para no caer en la trampa de vender el alma ni sacrificar la vida en nombre de la estabilidad, van creándose un futuro a su medida, donde los sueños se cumplen sin necesidad de forzarlos, y la felicidad persiste por encima de un fajo de billetes de mezquino placer que compre la sana costumbre de aburrirse lentamente y sin remedio.
Él nunca aceptaría eso, su propio impulso vital no claudicaría nunca, ni firmaría ninguna resignación. Por eso mira su silueta bajo las sábanas, la bella figura que aguarda el amanecer, y sabe antes de esta última victoria las puertas que cerró para no ser tormento ni reflejo de otros hombres. Supo cuándo había que luchar y cuándo había que largarse. Él escogió el camino, fue la vida que eligió.

07 noviembre 2013

El breve color del cristal

Seguro muchas amigas tuyas pecan de silencio. Que callan para no decirte cosas verdaderamente inauditas en cuestiones bastante escabrosas.
Hay perdones que amparan silencios, y silencios que traen el engaño.
Hay películas que son mejor verlas así, con sus finales trágicos. Hay amaneceres que es mejor pasarlos despierto. Hay túneles que es mejor no alumbrar. Hay que saber que no todas las primaveras conducen al verano. Hay veranos que te los pasas llorando.
Que tal vez no exista la sonrisa al final de un beso. Algunas victorias amargan la boca.
Hay matrimonios que nacen muertos. Hay personas que mueren al nacer. Hay cementos que son de papel. Hay celebraciones que rompen el alma. Hay baños que ensucian la piel.
Hay habitaciones que esconden abismos. Hay ausencias que llenan vacíos. Hay recuerdos que matan la memoria. Hay nostalgias que están por crecer.
Hay bebidas que matan de sed. Hay dignidad en servicios prestados. No siempre hay un punto detrás del final.
Hay tristeza en otoños vividos.
Podemos morir si vivimos un poco.
Habré ganado el día que deje de celebrar tus derrotas.

28 septiembre 2013

Tiempo



Él dio un trago al licor, que le trajo inmediatamente recuerdos de antaño. Rememoraciones pasadas. Demasiadas noches y demasiadas madrugadas que albergaban anécdotas, algunas peligrosas, mezcladas con recuerdos nebulosos.
No sabe bien por qué pidió eso, tal vez tuviera que ver con la ocasión, con el reencuentro con la juventud lejana que regresaba en forma de mujer. Pero ni su estómago ni su temple eran los de antes. Eran muchos años ya retirado de ese tipo de vasos que albergaban bebidas espirituosas.
Miró el reloj de muñeca, y siguió aguardando. Era como si aquel largo paréntesis de su vida de más de veinte años fuera a tener el cierre allí mismo, aquella tarde y en aquel bar cafetería.
Se observaba los zapatos lustrosos (no le había ido mal, pese a todo) y estaba con la cabeza agachada cuando notó una presencia cerca, y el olor intenso de un caro perfume de mujer. Entonces alzó la vista y ahí estaba ella, de pie, pero ya iniciaba el movimiento para sentarse en la silla. La contempló en silencio, tratando de esbozar una media sonrisa que se le congelaba en los labios. Aún se podía adivinar en su rostro los restos de aquella antigua belleza asombrosa, pero las motas de vejez habían ganado la partida al tiempo, y los surcos de arrugas se acumulaban en torno a los ojos y a los labios, disimulados bajo el maquillaje. También su pelo era ahora de un tono más gris, a pesar del tinte. Pero era indudable que era ella. No había suficientes décadas para hacer que fuese irreconocible ante sus ojos.
—¿Llego tarde?—preguntó ella, moviendo una pulsera de plata.
"Sólo veinticuatro años", pensó, pero en cambio sonrió levemente, negando con la cabeza.
Ella guardó silencio, observándolo. Analizándolo, se podría decir. Para él tampoco los años habían pasado en balde. Desprovisto del aniñado rostro juvenil, era un cincuentón que peinaba canas en un cabello que se había aclarado y el cuerpo ya no tenía la gallardía física de antaño.
—Se te ve bien. Eres...eres tú, está claro. Un poco mayor.
—Querrás decir más viejo—apostilla él.
—Los dos lo somos.
Volvió a dar un sorbo a su whisky y realizó un gesto de desaprobación.
—Te veo estupendo, no sé. El atractivo de la madurez.
Él sonrió, modesto, y un brillo se le denotaba en los ojos
—Si supieras cómo me mirabas...
Ella ríe entonces, y durante ese instante, entre esa risa volvió a ser la mujer que recordaba, y parecía haber perdido los años de más, para regresar al tiempo aquél en que fue joven y estaba llena de vida a punto de marchitar.
—Eras guapísimo, cabrito.
Se miran de cerca. Con intensidad tranquila. Como una reminiscencia de otros tiempos, a él le vinieron imágenes y pensó en la piel de ella cuando olía a juventud y a sexo, en sus regresos a casa aún impregnado de su olor, en la esbelta figura juvenil de carnes firmes y redondeadas, el bellísimo cuerpo desnudo boca abajo entre las sábanas revueltas; y en todos los presagios que le indicaban que la perdería para siempre.
La mujer tomó el vaso del refresco que había pedido, y pudo observar que en sus manos con arrugas también se apreciaban los estragos del tiempo.
—¿Dónde está él?
Ella le miró seria, como remarcando así lo retórico de su pregunta.
—Sabes de sobra donde está. Lo supiste desde siempre. Me conocías lo suficiente, y eso me aterraba.
—Nunca quise tener la razón en ese aspecto.
—Pero la tuviste, y yo también sabía que la tendrías.
A él no le interesaba ese reconocimiento casi póstumo, ahora que era tan inservible y tan inútil.
—A veces no tienes otra opción que aferrarte a lo que te queda. Por el bien tuyo...—hizo una pausa.— Y de todo el mundo.
—¿Y ahora qué queda del resto del mundo? ¿Acaso estuvieron contigo, acaso pensaste en ellos para decidir tu divorcio?
Pero se arrepintió de ser tan incisivo. No deseaba desenterrar viejos hachas de guerra.
Ella le miró con una mueca de disgusto, mientras torcía la cabeza hacia otro lado.
—Lo que quiero decir es que para las personas como yo, el amor lo es todo, el motor que hace moverse la existencia. Pero para otras personas, no es lo principal, sólo un factor secundario, un medio para ciertas metas, una pieza más en el tablero de la vida, que jugada bien, puede hacerte ganar o perder la partida.
Y él lo explica sin permitir que aflore un poco del antiguo rencor. No hay aspereza en el tono, sino una certeza fría. Objetiva. Todo cuanto ha dicho es cierto, por otra parte. Y sabe que ella lo sabe.
Una vez limado aquel asunto, conversaron largo rato, riendo alguna vez, reconociendo ambos la antigua complicidad, la química que una vez albergaron, como si un café o un silencio fuera suficientes para sentirse a gusto el uno al lado del otro. Por un momento parecía bella de nuevo.
En ciertos aspectos seguían siendo aquellos chicos, sólo que con más vida desperdigada por el camino. Algunos hijos, algunos matrimonios fracasados.

El hombre hizo un gesto para atender la atención del camarero, pero no pareció verle, y se levantó para ir a pagar las bebidas. Fue hacia la barra metiendo la mano en el bolsillo del pantalón y calculando posibilidades. Sabía que si le pedía que se fuera con él, accedería. Pero sus cuerpos ya no eran los de entonces, y el pudor podría ser demasiado grande. No sabrían cómo abordarse sin ropa. Además, desconocía cómo reaccionarían sus sentidos. Entonces se giró a mirarla. De espaldas era igual que siempre, sólo que con ropa un poco más cara y más sobria.
Entonces pensó en sus noches en vela, en el sufrimiento que le había reconcomido el alma tanto tiempo atrás, y las sensaciones: rabia. Humillación. Vergüenza. Recordó la frialdad amoral que ella albergaba en el pasado, en sus dobles juegos. Sabía que iba a fracasar. Nunca pensó que tardaría tanto, pero finalmente ahí estaba. Lo había llamado y quería un encuentro. Verse. ¿Era realmente necesario? pero había aceptado a la cita, como respondiendo a profundos sentimientos románticos del pasado. Tal vez ella confíaba en sus debilidades.
Sin embargo, aún estaba a tiempo de salir de todo ello con un poco de dignidad. ¿Cuántas veces tenía uno en la vida la oportunidad de salvaguardar su honor? ¿De no darle a una mujer la última palabra? Pocas cosas merecen más la pena como la honra hacia uno mismo y hacia el hombre que alguna vez fue.
Él, sin decir nada más, y sin que ella se volviera, dio media vuelta, y se movió hacia la puerta del local, saliendo por ella. En la calle, siguió hacia abajo caminando, sin volver en ningún momento la vista atrás.

26 septiembre 2013

Desayunos



Como cada mañana él entró en la cafetería de costumbre, se sentó en el taburete, se arregló la camisa con los movimientos habituales y buscó con la mirada, aún cansada y somnolienta, al joven camarero al que con un gesto de la cabeza le indicó que tomaría lo de siempre.
Y como cada mañana ella también estaba allí, en una de las mesas del fondo, sola, revisando la prensa del día y tomando un café con leche y unas tostadas.
De vez en cuando alzaba la mirada, y la paseaba indiferente por el local, para volver a ensimismarse en su lectura. A él le gustaba cuando, después de un sorbo de la taza, rozaba levemente la punta de la lengua por entre los labios, y luego se los secaba con la servilleta.
La había visto durante todas las mañanas, mientras él tomaba una cerveza o un café con un croissant. Y de entre todos los clientes del local, y también de afuera, del trajín de idas y venidas en la hora punta en que bulle Madrid, aquella era la mejor visión para empezar el día. La más serena y la más bella.
Trataba de disimular su admiración, y mirarla en la clandestinidad, aunque a veces le asaltaba un cupable sentimiento de vouyer escondido.
La mujer tenía los pómulos pronunciados, el contorno de los labios ligeramente marcado, maquillada de manera sobria, sin abusar de los condimentos, dejando su melena negra caer sobre los hombros u otros días recogida en una coleta, y repasaba las líneas con unos profundos ojos oscuros, que quién sabe qué insoslayables secretos guardaban. Las manos eran pequeñas y delicadas, y sostenían la taza con sumo cuidado.
Había aprendido a memorizar esa rutina. De entre todos los locales y cafeterías, ella elegía ése, y desde que la vio el primer día, siempre repitió el ritual, el mismo bar, la misma hora, el mismo café caliente y la misma servilleta limpiando su boquita en forma de corazón, que parecían insinuar sugerentes movimientos, algo que habitaba en su cabeza.
Ella se percataba de que otros clientes la miraban, discretamente, entre curiosos y fascinados, y eso le hacía sonreír interiormente. Una mujer así estaba tranquilamente al margen de aquello. Tal vez, en otras circunstancias, a otra hora del día (de la noche) y en otro tipo de local, hubiera recibido comentarios impertinentes y burdos intentos de ligoteo por los machos alfas de la madrugada. No era ya una jovencita, pero conservaba esa femenidad de las mujeres entradas en la treintena que han aprendido a llevarse razonablemente bien con la vida, y tiene en esa década el apogeo de su belleza, su madurez serena y su sexualidad.

Casi exactamente a la misma hora de siempre, él terminó su desayuno y pagó, dejando una pequeña propina al camarero, y se dirigía a la puerta de la cafetería; no sin antes echar una última ojeada a la mujer, que seguía a lo suyo.
Y se sentía reconfortado por dentro. Hacía sólo unos minutos que la había dejado sobre las sábanas, como cada noche. Estar ahí, sabiendo que era suya, le proporcionaba una extraña satisfacción. Había seguido ese ritual desde un primer día que jugaron a no saludarse, y desde entonces así habia sido, ignorándose, como un acuerdo tácito. Y al llegar la tarde la arremetía con ansia desnudándose mutuamente con juvenil frenesí, renovando cada día la pasión de aquella unión.
Y mientras daba la espalda al bar y salía al tráfico de la ciudad, pensaba que cosas así justificaban los errores del pasado, las traiciones, los pasos en falso. Justificaban incluso una existencia, y entonces pensaba que tal vez Bukowski no tenía razón, y ese viejo borracho estaba equivocado; pues era probable que la vida no girara sobre un eje podrido.

18 junio 2013

Primer acorde



La primera noche, ella se acercó a él despacio, que, sereno, fumaba en la ventana; y le abrazó por detrás, con sus manos en la cintura. Afuera se extinguían los últimos rayos de sol, y el cielo cambiaba hacia un profundo azul oscuro.
Entonces se dio la vuelta y pudo contemplar sus ojos, sentirse reflejado en esa inmensidad y casi llegar a acariciarla sin tocarla. En sus miradas había deseo y una volcánica hambre de vida.
En el exterior, en algún lugar que no pudieron precisar, sonaba la melodía de un piano, la cadencia sensual del ritmo de aquellas teclas acompañaba el bochorno de ese crepúsculo estival.
Él quiso atraerla, acercándola a su cuerpo, y pudo sentir el aroma que desprendía su piel, tan dulce y embriagador que tuvo que cerrar los ojos para poder aspirar y sonreír. Y las manos femeninas y delicadas se posaron en su pelo y bajaron por su cuello, que era ancho y compacto pero estaba relajado, libre. Subieron la intensidad de sus miradas, transmitiendo seguridad, y se movieron despacio por la habitación, mientras se desplazaban impulsivamente bajo el patrón de un palpitar independiente, sin reparo del lugar en el que la distancia reposaría bajo un tacto ineludible.

Los centímetros eran mitos vulgares frente a la embriagadora calidez que emanaban sus cuerpos, casi una superstición; y más reconfortante se hacía sentir como sus comisuras se elevaban delicadamente, acariciando sus mejillas en el proceso. Él tenía un talento muy suyo para la elocuencia gestual, o quizá era el sabor indefinible de sus labios, lo que hacía destacar en ella esa impetuosa sintonía. Él, tan cerca, disipando manera alguna de ignorar las voces dulces del silencio, quebrado entre susurros. Imposible de soltarse las pupilas, indagaban sin cansancio, buscándose y hallándose en medio de un pequeño instante de esos que son inmortales.
Una batalla estaba al borde de desatarse. Ella acercaba los labios, buscándolo, en lo que parecía sentirse como un aliviado suspirar; un cálido encuentro, y, ¿qué pasaría si no hubiese un mañana?
Qué más que decir, si el fin de los tiempos hacía presencia en cada suspiro a contra piel, y así habían aprendido a vivirse, en el sisado arte de suceder. A morir se aprende entre guerras y frenesí que la vida ofrece, turbadora. Y a morir plácidamente, invitaba el reloj.
Ella se apartó un poco, dio un paso atrás, y posó firme la mirada en sus ojos; en esa mirada que sólo un hombre apasionado puede poseer, ¿cuánto tiempo habría pasado?; en la ventana aún reposaban las huellas de un ocaso sin luto.
Daba un trago a sus propios pensamientos, y en medio de temblorosos toques soltó su cabello; con aroma a ella, a noche; y de un momento a otro se despojaba del entorno y de ella misma, se hacía polvo y viento, piel y efecto, instintivamente.
¿Habría sido necesario también despojarse de sus ropas?... Él la observaba sin decir nada, perdido en el vaivén mutuo de la respiración, en el contorno de sus bocas, en el recuerdo casi presente de sus últimas palabras; y poco a poco se acercaba impulsado por aquello que dominaba el lugar, en la humilde veneración que emerge de fusiones intangibles.

¿Aquello era real? No habría manera de saberlo, no en medio del trance distractor, naciente a merced de un vistazo clavado a cuestas de sus caderas, todo ajeno a la cotidianidad. Siempre había sido igual que la primera vez que estuvieron cerca, la experiencia adornaba el presagio de un acto evocado. Ella, era suya. Dejó una mano en su pecho, obligándole a retroceder, llegando a su mandíbula y encajando perfectamente; era más que besarle, era más que la dulce y a veces tierna alevosía del deseo; debía cerrar los ojos para entender y sentir el sabor que sólo allí hallaba, tan suyo, ofrecido bajo rítmicos argumentos, bajo la influencia de resquicios de otras noches y otras vidas que arrastraban en su memoria genética.
Así, su primera noche empezó como un intercambio de pasiones que luchan por salir. Con el único testigo de un piano lejano, se fueron poco a poco curtiendo en las pieles del otro, en las profundidades más ardorosas de su ser
...Y lo que desde allí hasta el amanecer aconteció, es sólo territorio de ellos. Lugar vedado para literaturas curiosas.