Nulla dies sine linea

29 diciembre 2011

Años de invierno



Durante el trayecto en coche, atravesando en nuestro camino la creciente oscuridad del crepúsculo, Arturo, de aspecto más mayor y cansado, permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, mirando los últimos rayos rojos de sol por la ventana, absorto en un paisaje que conocía de memoria.
Hacía algunos años que no nos reuníamos, y fuimos los dos a nuestro lugar de siempre, los bancos al pie del acantilado escarpado, el sitio de nuestra juventud que tantas noche había visto pasar y tardes de verano entre baños y licores.
Nos sentamos uno al lado del otro, y abrí un par de cervezas, sonriendo interiormente a aquel momento, mientras bebíamos los primeros sorbos sin decir nada, escuchando el rumor de las olas, aquel sonido que lo impregnaba todo trayendo consigo recuerdos del pasado. De esa manera estuvimos unos agradables minutos, reconociéndonos el uno al otro en ese silencio para nada incómodo, pensando tal vez en nuestra infancia perdida, y todo lo entrañable que ese recuerdo acompaña.
Después de tres o cuatro botellines me empezó a hablar de su mujer. Cuando comenzaron a salir juntos era una chica guapa, endiabladamente lista y simpática, con un sorprendente matiz luminoso en los ojos; a nadie del grupo se le escapaba su salvaje sensualidad, aquella belleza controlada y exquisita, la viva lozanía modulada por el encanto de la tranquilidad y la seguridad en sí misma.
Arturo la necesitaba entonces más que a nadie, incluso años después de la boda, en los estragos físicos inevitables cruzada la treintena, conservaban todavía algo de pareja de novios, sus caricias suaves y brutales, necesitando mutuamente sus besos para regularizar el mecanismo de su ser.

Pero de un tiempo a esta parte todo había cambiado ferozmente. Cada uno sufría a causa del otro y, como una especie de sorda fiebre, algo estaba muerto en las angustias de su unión. Se daban perfecta cuenta de que se estorbaban recíprocamente, y Arturo me explicó cómo no querían reconocer de forma abierta que su matrimonio estaba en un punto fatal, a pesar de que de cara al exterior y hacia los demás ella utilizaba una mascara consciente, una actitud social, esencialmente una pose; papel que representaba a la perfección, gracias a la refinada hipocresía que le había dado su educacion. Así, cualquiera podía tomarlos por un matrimonio bendecido por el cielo que vivia en plena felicidad. Como si fueran los protagonistas de una comedia que se dilataba sin fin hacia el pasado y el futuro.
En algunas ocasiones se pusieron a buscar desesperadamente dentro de ellos algo de aquella pasión que antaño los consumía. Pero les parecía tener la piel vacía de músculos, vacía de nervios. Para Arturo, se presentó ante él la convicción del adulterio, al recordar entonces pequeñas circunstancias que antaño le habían parecido inexplicables. Me describió cómo al pensar en ello sintió en su interior un desmoronamiento que hizo pedazos su alma.
Habían llevado una existencia en común de afecto y dulzura, e iba a pasar el resto de sus días pensando en que estaba ya todo perdido con la mujer de su vida, como si no hubiera marcha atrás en el implacable deterioro, desesperado por haber trastornado su relación para siempre.
Estuve un rato sin decir nada, respetando su relato, y comprendí que desde el primer momento había visto en sus ojos su profunda herida. No era que fuera más mayor, si no que me encontraba ante un hombre que tenía frente a él una existencia desolada.
Y bebiendo las últimas cervezas estuvo con sus ojos puestos hacia el frente, más allá del mar, más allá de la línea del horizonte, perdiéndose su mirada en la noche infinita.