Nulla dies sine linea

30 diciembre 2008

Obsesión

He viajado hasta aquí para ver brotar de ti esa necesidad de amor —y para llegar tuve que recorrer kilómetros de incertidumbre— los deseos con los que antes acompañabas mis tardes, las miradas que, brindadas en una copa para dos, degustábamos en silencio. Y busco incansable en tus ojos ese viejo sentimiento ya apagado, imposible de apreciar ante mi desesperación que recorre la parte más tierna de mi pecho. Llegué a este lugar para oírte decir lo que antes escribí en una libreta, dibujándonos a los dos sobre un papel, y me encuentro con tu frialdad, tu inapetencia de palabras, el regusto amargo de la indiferencia. Será por eso por lo que noto esa lágrima patrullando mis retinas, y el frío en los pies y el nerviosismo en las manos.
Reiniciar una nueva vida es complicado cuando todo lo abordabas tú, en cada escalón de mi rutina estaba anidada tu presencia, y en todos los calendarios brotaban los números de nuestra felicidad. Y siempre he sido cobarde e inseguro para poder salir adelante por mi mismo, necesito de tu ayuda incluso para naufragar, por ello no te asustes si te llamo demasiado o te molesto en exceso. Obligarme a prescindir de ti será más fácil con tu tormento, mi seguimiento, la negación de la realidad y el desespero mutuo. Porque antes de dejarme vencer daré siempre mi estocada, buscaré tu teléfono en sueños y no me importará la humillación y el honor personal perdido si consigo por fin el propósito de mi obsesión.

Cuadros rotos


Miranda, dices que soy orgulloso y que no puedo reconocer nada malo de mí. La verdad que he intentado mantener en mis años una postura de imposición obligada sobre los errores, tapándolos con la inoperancia vital, la imparcialidad de mi corazón, dejándolos en el aire, teniendo a mi pasivo cerebro de cómplice; no queriendo analizarme, no por vanidad o altivez como puedes pensar, sino por miedo a lo que pudiera encontrar, a las frías o duras conclusiones que llegara a alcanzar.
Pero esta maldita noche contemplé a mi hermana llorar de desesperación y echarse en mis brazos en busca de consuelo por su desdicha, y entre su llanto y las palabras entrecortadas me han llevado a recapacitar mi propia forma de errar a lo largo del camino. Me he replanteado todo lo que me ha llevado hasta aquí, lo que me ha llevado hasta ti. Miro aquel cuadro roto por su rabia. Me identifico con su dolor. Sin quererlo, ignorando lo que significaba para mí esa reacción, ella ha abierto dentro de mi cabeza una serie de emociones y sentimientos que se han volcado sobre el alma, como una marea derrumbada, en forma de recuerdos.
A lo largo de los años hubiera querido que me tragara la tierra en más de una ocasión, o desear poder actuar de otra manera; pero en verdad la peor sensación de todas, la más tormentosa, es aquella en la que te das cuenta que no puedes volver atrás, ni arreglar nada del pasado, que no tiene solución. Nada es comparable a ello.
Después de agradecerme internamente mi retrospección a rincones olvidados de mis vivencias, admito que soy lo que soy gracias a ellas.
Te puedo asegurar que me retracto de muchísimas cosas cometidas a lo largo de mi vida, que si pudiera retornar a otros años cambiaría obras sin dudar, que algunos errores íntimos y recuerdos imperdonables aún me atacan por las noches, con la guardia baja, me hielan la piel y erizan mi sangre. Tú y yo no nos conocíamos cuando empecé a torcer mi rumbo. Me arrepiento de no haber sido más franco y sincero en algunos momentos, y también de no ser todo lo firme que se requería en determinadas ocasiones, de haber callado mucho y gritando poco, de las ambigüedades sin solución a las que buscaba respuesta. Ahora, por muy mal que creas que estamos en este momento, aunque te haya dicho que te odio, aún tras cerrarte la puerta de mis palabras o pese a que el daño que siento por dentro te lleve a creer otra cosa, existe algo de lo que no me arrepiento, y es de quererte.

29 diciembre 2008

Cortinas

Contando pocos años, en el barrio de casas unifamiliares donde me crié, pasé estimulantes momentos pegado a mi ventana y observando aquello que me reclamaba vigorosamente la atención, y dicen respondía al nombre de Mercedes. Tenía que intuir, más que ver, lo que se escondía tras aquellas cortinas muy poco diáfanas que impedían mostrar claramente los objetos, pero daban buena cuenta de la imaginación. Imaginar, verbo predilecto de los niños que sueñan con dejar de serlo, compañero inseparable para los años venideros, a la postre su lacra y su fuente de deseos truncados.
Y detrás de esos visillos se hallaba la figura más hermosa que una mirada infantil hubiera podido observar jamás. Se desenvolvía con un desparpajo que rozaba deliciosamente la insolencia. Contribuía con sus contoneos al deambular de las sombras que proyectaba su silueta, y las formas se tornaban esbozos de cuerpo y sugerencias de pieles. Enfrente de mi casa se hallaba una habitante llegada directamente del edén,
Tenía una mirada inolvidable, y lo afirmo reconociendo que todo cuanto llegué a ver fue su contorno tras el cortinaje. El resto provenía directamente de mi interior, mi maravillada fascinación y la necesidad (necedad) de ponerle rostro al cuerpo, de otorgar ojos a lo soberbio.
El afán observador aumentó conforme me separé de mi niñez, y aunque no volvió aparecer Mercedes por su habitación —abandonó el hogar para buscar su vida más allá de un barrio construido para quedarse— trate de buscarme nuevas musas, aunque ninguna alcanzaba la categoría virtuosa y oscura de la predecesora.
Y probé labios e indagué en miradas y cuerpos, más ninguno conseguía estimular mi necesidad de obrar casi artísticamente entre mis dedos y mi cerebro.

Son anécdotas que cabe recordar ahora, que pasaron tantos años, abandoné al igual que ella el barrio, la vida me obligó a dejar de imaginar para contemplar la realidad de días frívolos, y ya no fantaseo, ni siento, ni observo. Porque mi falta de iniciativa más allá de lo imaginado me impidió conseguir a una mujer adecuada, al perder el rumbo entre mis sueños y tomar parte de ellos; y me resigné a la vulgaridad que se me presentó en forma de única estabilidad posible, siendo después el gran divorcio en seis meses.
Voy metido en un coche la mayor parte del día, hacia un lado y otro, tratando de vender unos productos descabellados, contando una historia inverosímil; y me quedo dormido en el sofá todas las noches, con la tele encendida, proyectando ella sola imágenes hasta el alba, con latas vacías a mis pies, con restos de comida basura en la alfombra y sobras de mis sueños entre brumas. He permitido llevarme a mi mismo a un territorio donde ya no acogen soñadores prófugos ni inocentes figuraciones. No supe hallar el termino medio entre mis deseos y mis actos, y al perderme después sin darme cuenta, me fue imposible dar marcha atrás para volver a ser un niño adosado en una ventana, y tengo que asumir la vida que he desperdiciado, poco a poco, segundo a segundo, año tras año sin percatarme que solo seguía las razones de lo simplemente correcto, y acabé perdido en algo que jamás quise alcanzar.

22 diciembre 2008

Estaré

Dejándome llevar por la vida al ritmo que entre los dos marquemos, pactando con ella mis tiempos y sus correas. Así permanezco.
Me ofrece un poco de lastre para que vaya imaginando y patinando a la vez, y de vez en cuando yo le doy en los morros con mi jovial juventud y la nula necesidad de presión. Y le hablo al porvenir de la certeza del amor también, sin que me irrite la piel la necesidad.
Me siento como un viajero a bordo de un tren, asomando a la ventanilla, contemplando paisajes plácidamente, viendo surcos pasar. Y es un viajero sin prisa, que mira cada pradera y cada estación, sin ganas de llegar a destino, sabiéndose con el tiempo en sus manos, degustando pausado.
Hay paz en mis pasos, destellan luces en mi interior entre alegría y expectación. Me noto en armonía con mi futuro, con su bella perspectiva, con la segura venida sin necesidad de búsqueda, porque espero con calma esa persona que vuelva a latir dentro de mí, esa perfecta conjunción; y no hay urgencia en mi camino, sólo seguridad, pues soy consciente de que llegará, tarde o temprano, la mujer con la que soñar despierto, las manos adecuadas que arañaran el corazón y recorrerán mi pecho, que me harán vibrar de nuevo y amar, por eso sonrío tranquilo al mirar el horizonte. Ella aparecerá por allí algún día y yo estaré entonces.

Destruir


Sonreía con gracia sorda, como sonríen los siniestros payasos de peluche de tétricas encías. Observaba orgulloso el resultado de su propia abyección, aquella mujer inclinada sobre sí misma, tapándose el rostro para que las lágrimas no fueran a su vez percusoras de la vergüenza. Sollozaba víctima del engaño, de la rabia y el miedo, del pudor que sentía hacia sí misma. El hombre que tenía enfrente permanecía firme, con los brazos en jarra, impaciente y divertido a la vez. Se diría que disfrutaba con todo aquello, en su macabro juego del dolor. Se regocijaba agrediendo a esa silueta temblorosa, envalentonándose con superioridad, queriendo obviar que en cada golpe, cada insulto, iba sumergida la rabia de sus propias frustraciones, de su vida sumergida en la nada, del alcohol y las noches sin futuro. Y destruía a cada impacto la vida y la integridad de lo que había llegado a querer más que nada en el mundo, víctima y reo a la vez de su personal decadencia. Y esa noche usó la hebilla del cinturón después de atizarla fuertemente con los puños. Borracho y confuso, sonrío sin saber si había llegado demasiado lejos, si realmente lloraba o permanecía quieta.

Para ella no existía otro modo de sentir que el miedo, y únicamente esa sensación le provocaba el que era su marido; y la desesperación se adueñó poco a poco de su razón al comprobar que no conocía nada del hombre con el que se casó, y un terror pavoroso calaba su juicio y su ánimo en las envestidas del nuevo día, desconociendo el límite de su túnel, ignorando si algún día sería él quien cambiaria o sin saber si volvería a sentir alguna vez el amor.
Hoy le miró con arrogante valentía, con el temor camuflado de quién recuerda un abismo tenebroso, y sin mediar palabra la pegó. El pánico mudo la poseyó, hasta que notó sobre su cabeza la firme dureza del acero, perdiendo sensibilidad hacia aquella violencia, y los sonidos comenzaron a llegarle más distantes, como procedentes de un mundo lejano; únicamente sintió un extraño cansancio, hasta quedar reposada sobre sí misma, con las manos cubriendo su rostro.

Cuando el mareo se apaciguó, se irguió intuyendo que habían pasado bastante tiempo desde que perdió ligeramente el sentido. Encaminó tambaleándose el camino del pasillo hasta llegar al baño situado al final. Él ya dormía, respirando seco, roncando sonoramente en la habitación, y no pudo saber que su mujer contemplaba su cabeza ensangrentada en el espejo del baño; que las lágrimas se juntaron con las gotas de sangre en la visión de aquel reflejo. Sus ojos se nublaron ante la visión de aquella caja de barbitúricos, y tal vez no quiso esperar más para rendirse.


18 diciembre 2008

Derrocado




Estaba frente a mí bajo la lluvia y no pude decir ni una sola palabra. Todo lo que salió de su boca lo hizo con la fuerza ineludible de la razón. No podía negar lo contrario, sería engañarme a mí mismo y siempre he rehusado esa necedad.
Era ella la que había hablado, era ella la mujer que amaba, la misma que trasgredió todas las normas en su día para guiarse por el puro instinto que pauta el corazón, la que no pedía explicaciones cuando no se necesitaba respuestas, que callaba cuando el silencio era hermano de la necesidad, la que se cansó de losientos, la que no permitió apariencias, la que huyó de la cobardía y el ardid y le plantó cara sus propios miedos cuando estos le permitían la condescendencia de pensar.
Habló la persona que fue agotándose por las decepciones, los distanciamientos del carácter desconcertante, las excusas y las aclaraciones a destiempo que no justificaban actos ni dichos. Sus palabras eran las de la sólida y segura chica que no flaqueaba en sus convicciones, que rasgaba su genio para dejar abajo, derrocadas, las fragilidades e inseguridades.
Qué inerme que sentía ante la lucidez de su coraje, la fuerza de su espíritu; admitiendo mi inferioridad sobre su arrojo, la personalidad de la mujer supera mi simpleza más anodina y por eso no dije nada, ante la prudente, extraña y seductora sonrisa amarga de su conclusión, de su expresión turbada, las cejas contraídas y el punto final de su mirada.
Cuando acabó, llovía sobre un asfalto sigiloso y no reaccioné más que contra mí mismo, en penitente soledad. La certeza no admite interrogantes, y la impotencia que no necesita aclaraciones es la más injusta, la más dolorosa.

17 diciembre 2008

Dulce

Con un aparato en los dientes y el pelo rizado, así la recordaba. Se sentaba en el extremo derecho de la primera fila. Para mí era la niña más hermosa que podría encontrar, un torrente de dulzura, que se esfumaba cada vez que llegaba el fin de semana y no regresaba hasta el lunes. Todos los chicos de clase estábamos enamorados de Ana. Su figura, su sonrisa deliciosa, el delicado tono de su voz, la virtuosidad de sus pupilas, la forma a la que respondía todas nuestras gamberradas…no existía un solo chaval que, correteando por el pasillo, empujándose por el patio, arrancado patadas a la espinilla del compañero…no se calvara como un cuadro y quedara firme cuando ella estaba cerca. El peor de nosotros quería ser honesto ante sus ojos. Tenía la pureza de la infancia en una época donde jugábamos al amor con la inocencia de la ignorancia, y nuestra idea del mismo era una sola palabra de ella.
Fui yo quien la besó en el último curso de colegio haciendo un alarde de inusual cobardía. Interceptándola a la salida de aulas, no le dejé tiempo para pensar y ya junté mis labios con los suyos, antes de que se diera cuenta los separé y sonreí, expectante. La perplejidad de su rostro se tornó en una mirada indulgente; devolvió el gesto y dio media vuelta. Ambos teníamos doce años.

La semana pasada me la encontré en un bar. Yo estaba solo y ella estaba ausente. Pedía una extraña combinación al camarero y sorbía lentamente aquel mejunje minado de hielos.
¿Cuántos años habían pasado, veinticinco, treinta? Me acerqué al rincón donde su noche se desgastaba, y le llame por el nombre. Ana, la chiquilla; Ana, la cautivadora prohibida, el amor de niño, estaba allí, después de tanto tiempo que las palabras quemaban. Pareció reconocerme increíblemente, y sin más se puso a dialogar, con ritmo, con naturalidad, sin preguntas.
Tenía los mismos ojos, pero surcados de arrugas, unos párpados que intuía habían sustentado muchas lágrimas, que hicieron surco por el desfiladero de sus mejillas. La voz estaba rota, como un viejo gramófono oxidado, y la forma en que había encaminado su vida intuía feroz y poco agradable. Y, demonios, seguía siendo hermosa.
Aquel recuerdo escolar bebía a mi lado y hablaba de un destino y una tragedia, de lo complicado que son las cosas cuando lo tienes todo, cuando la belleza no te permite elegir, cuando el camino se tuerce por vías que se cortan abruptamente. Decía haber vivido en un lustro más de toda una vida, y que las marcas de decadencia perceptibles en su rostro eran solo una cruel y mínima muestra de lo que había debajo. Se le notaba con ganas de desahogarse, de contar, pero… ¿por qué a mí?
Fue estupendo volver a verla, ambos eramos personas totalmente distintas pero la rememoraba aún sentada en su rincón, sin hablar mucho, con toda la vida por delante, ese aparato en los dientes y su dorado pelo rizado.
Esa noche cerramos el bar. La acompañé varias calles hasta que se volvió, entre el desconcierto y la curiosidad, y dijo:
—Por cierto, ¿quién eres?
Por una décima de segundo divisé aquel beso en el pasillo de un colegio.
—Nadie, no soy nadie.
Me alejé entre el brillo tenue del amanecer.

13 diciembre 2008

Lienzos


Muchas veces son las pequeñas pero determinantes discrepancias las que hacen brecha, irremediablemente, en la vida de dos personas que se quieren tanto; y la falta de diálogo o la desigual mentalidad provocan abismos que siempre intentan sellarse demasiado tarde.
Mi padre nunca entendió que le desobedeciera de esa manera, que me largará a vivir mi propia vida lejos de su tiranía, que decidiera mis pasos incluso por encima de los que él había planeado para mí.
“Estudia medicina como tu padre, olvídate de esa tontería de la pintura”—siempre gruñía.
Ya desde el colegio le trastoqué demasiadas noches de sueño por todas las ocasiones que desde la dirección llamaban, “que hay que meter en vereda a la niña (…) que hoy la hemos cogido dibujando las hojas de los libros (…) que no nos presta atención”—aquellas brujas inquisidoras querían un rebaño de señoritas perfectamente perfectas, perfectamente iguales, lamentablemente simples.
En casa, el cabeza de familia siempre me había preparado y mentalizado para la medicina, y nunca quise herirle afirmando, por ejemplo, que la visión de la sangre me provocaba delirios gástricos, que un brazo roto o una víscera latente eran torturas en mi cerebro y repulsiones más allá de mi control.
Mis ensoñaciones eran tan firmes que nunca dudé de mi destino, y tampoco vacilé con lo que quería. Por eso veía la rabia y el pesar en sus ojos, cada vez que hablaba exhausta en la mesa sobre pintura, los cuadros que quería hacer, la fuerza y la viveza de tal o cual autor, y lo lamentaba porque es un buen hombre, sólo que nunca comprendió cuál era el camino de la felicidad de su pequeña.
Le fue muy complicado soportar mi escapada a París, abandonando mi ciudad para seguir mi estela, mi matrimonio con un escritor de la capital francesa, saber que su hija vivía en un pequeño estudio encaminado hacia las bohemias incomprendidas y felicidades compartidas. Allí vendí algunas obras a un precio factible, y la vida con mi esposo, los comentarios sobre arte, las noches de la ciudad, el apasionante entorno del que me rodeaba, y la criatura que tres años después crecía en mi vientre, colmaban mis pasiones y todo lo que había imaginado en aquellas tediosas tardes de colegio cuando hacía minúsculas obras artísticas en cualquier esquina de papel. Estaba viviendo una vida completa cuando todo el mundo afirmó en su día que estaba loca.
Me resultaba muy complicado volver, por la actitud de mi padre, y las ocasiones que regresaba, me sonreía sin ganas y no hablaba más de lo estrictamente necesario. La jubilación no le había hecho ningún bien, y yo no había seguido el intachable apellido de mi familia en el campo médico. Era como una traición a lo que estaba prescrito para mí, pero nunca pedí que me insertaran a fuego un guión vital antes de nacer.
De las últimas veces que regresé, mi madre siempre suspiraba y decía que se estaba volviendo cada vez más viejo e intratable, que no había nada que le agradara y que a veces, por las noches, decía mi nombre y el sonido salía angustioso como procedente de algún lugar lejano, una llamada a la hija huída, a la ilusión castrada, al nieto que nacería en suelo francés lejos del verdadero hogar de su madre.
Yo quería mostrárselo a ellos cuando el niño tuviera al menos un mes. Tenía que volar con el bebé ya que era consciente de que él nunca se acercaría por aquí.

Mi hijo tenía una semana de vida cuando la de mi padre se apagó. Súbitamente, una noche no despertó, y el improvisto con el que la muerte hizo aparición impidió que pudiera llegar a España a tiempo para que conociera a su nieto. Mi madre, que estuvo esa última madrugada dormida a su lado, me dijo entre sollozos que antes de acostarse, se deshizo lentamente de su pijama, sentado sobre el colchón miró hacia la ventana y dijo: “Esta semana iremos a París a conocerle”.

Una tarde en el cementerio, el encargado del mantenimiento advirtió extrañado como, en una tumba, encima de las habituales ofrendas florales, alguien había depositado un cuadro de colores pardos, de lo que parecía era un hermoso niño pequeño, con poco tiempo en el mundo, en brazos de un hombre mayor asiéndolo con trémulas manos, sobre un atardecer de tonos ocres por el Sena.

12 diciembre 2008

Preso

Desde hace un tiempo me llama poderosamente la atención las vidas ajenas. Pero no en el sentido del cotilleo y el despellejo español, sino como ejercicio intelectual para el desquite. Como en mi casa soy ya prácticamente un extraño—mis hijos apenas me miran para hablarme, mi mujer prefiere ver la tele a verme a mi—me imagino constantemente historias que van y viene por el aire, al ir caminando hacia el trabajo, paseando al perro por el parque o viajando en autobús, me cruzo a extraños y no tan extraños, siempre de un lado hacia otro y pienso quiénes son, que llevan colgado de sus cabezas, su infancia, sus miedos, sus deseos, sus parejas…la ciudad está llena de historias y a mi se me ocurren por nada. Soy de los que opinan que hasta el más simple de nosotros guarda secretos, vergüenzas, anécdotas turbias o tristes, apasionados sentimientos y alguna que otra majadarería. Es un buen anestésico para olvidar la mía propia; abstracción para el sufrimiento y la soledad. Ellos no son conscientes de que potencian mi imaginación, y así me entretengo luego desmembrando sus rutinas. Algunas ideas son delirantes, otras inteligentes, las hay sorprendentes y hermosas.
Pero lo que más me he atraído y alimentado mis evocaciones inventivas y literarias es que durante todo un invierno había ido, puntualmente cada día, a la misma hora, a ese mismo quiosco y pedía el mismo periódico a una chica de profundos ojos atezados que sonreía en silencio mi hábito de presencia. Su figura hipnotizaba toda la estancia. No era voluptuosa, era similar a un frágil ángel de perfiladas facciones y con un intrigante mundo interior que se apreciaba por su forma distante de comportarse, sin dejar de ser dulce; la dureza de su mirada, sus gestos sublimes. Era bello porque no nos conocíamos de nada, pero con el pasar de los días y las semanas, repitiendo siempre el mismo protocolo, había entablado con ella una relación no verbal y secreta que me llevaba luego a fantasear con su vida, su nombre, como sería su olor, su tacto, el terso de su piel, el motivo de que nunca hablara, sus inquietudes diarias.
Luego entraba en un profundo estado de letargo que se acomodaba en mí varias horas, y sobre papeles blanquecinos escribí un puñado de historias con mi única y máxima inspiración de aquellos ojos, aquella figura de musa que se tornaba un tanto ridícula ya que solo era una mujer detrás del mostrador de un quiosco. Llegué a convencerme de las cosas que contaba en tinta, y cada jornada que volvía, la observaba con disimulado disimulo e indagaba sobre nuevos aspectos de su persona.
Hoy he decidido a dar un complejo vuelco a toda esta situación. Tardé cierto tiempo en aventurarme, pero he metido en el bolso de la gabardina todos los escritos y análisis sobre mujeres silenciosas y sus vidas de felicidad o tristeza, y quería explicarle que solo soy un soñador, un tarado que se fija en las cautivadoras miradas extrañas y utiliza la inventiva que considera está detrás de retinas oscuras como la suya. Quizás me internen en un frenopático.
Al entrar por la puerta, una cara insólita apenas alzó la vista. Era un tipo de avanzada edad con unas aburridas gafas reposadas sobre la nariz, el pelo blanquecino e insertado tras una camisa blanca de rayas. ¿Quién era ese hombre? Tal vez estuviera supliéndola momentáneamente. Sin decir nada salí receloso del establecimiento. Mañana volveré a pasar por allí. Algo me dice que estoy viviendo preso de mi propia imaginación.

25 noviembre 2008

La llamada

Me observa desafiante desde su rincón. Hace días que intento evitarla pero no lo consigo, ni me puedo quitar de la cabeza la idea.
Llega una edad en la que uno tiende a mirar hacia atrás y evocar con melancolía los días de vino y rosas, los desajustes y alegrías; los golpes que te daba la vida cuando eras lo suficientemente joven y fuerte para encajarlos con resignado optimismo, y lo recuerdas con pesadumbre, al contemplar un presente y futuro grisáceos, opacos, en una existencia donde todos los días son invierno; y se está haciendo muy largo, este frío dura ya dos años en mí.
Mi piso me oprime, sus paredes parecen estrecharse sobre mi cuerpo, los ventanales son agobiantes y perpetuos. No hay alimentos en la nevera y la cama lleva semanas sin hacerse. Alguien debería limpiar todo esta maldita suciedad que se acumula, o lavar la ropa amontonada.
Tal vez podría empezar por afeitarme. Mis ojeras hacen de mi rostro un pedazo de carne vano y deteriorado. Veo en mi cara unas facciones borrosas y gastadas. Mi cerebro ya no responde a los estímulos ni a los impulsos externos.
La verdad es que no he hablado con demasiada gente desde que mi padre y mi hermano murieron en ese incendio fortuito. Por un momento quedé profundamente abatido pero sabía que me sobrepondría. Me equivoqué, no he sabido salir adelante, y todo empeoró cuando comenzaron las botellas a secundar mi casa, cuando me echaron de un trabajo donde se cansaron de las faltas injustificadas y el extraño olor mezcla de colonia y sudor que me acompañaba, de las visitas al baño con el colirio.
Quedarme sin el trabajo que siempre me había atado pero sustentado fue el revés definitivo. He pasado tantas noches en bares como tendido sobre el colchón, siempre evadiéndome, siempre huyendo, pero hacia un túnel lóbrego.
Ya no me acuerdo como me he arrastrado hasta esta situación, pero estoy cansado de huir, y no soy fuerte para luchar. Mi juventud es ya una estampa pegada en cualquier acera. No recuerdo las voces de ellos ni consigo ver sus miradas. Apenas distingo la mía propia, turbia y vidriosa.
Entre las cosas que mi progenitor me dejó se encuentra la pistola. Hoy he vuelto a abrir el cajón de mi mesita y contemplarla. Me observa desafiante desde su rincón. Hace días que intento evitarla pero no lo consigo, ni me puedo quitar de la cabeza la idea. Es un planteamiento que maneja mi mente con cada vez más insistencia, apremiándome a sostenerla sobre mi sien y apretar el gatillo. Y me llama, con su culata negra me atrae. Esta mañana ha amanecido más nublado que nunca.

Amigos

Eran pasadas las doce de la noche, me revolvía inquieto sobre la almohada cuando Marcelino me llamó al móvil. Sentí la pequeña vibración y descolgué antes de que sonara y pudiera despertar a las niñas o a Pilar.
—Siento llamarte a estas horas, se que mañana trabajas, pero necesito hablar contigo, me he ido de casa. Estoy a unos minutos de la tuya, ¿puedo subir?
La pregunta estaba fuera de lugar, y él lo sabía. Marcelino es como un hermano ya desde los antiguos tiempos del instituto y habíamos pasado juntos por diversas etapas de la vida. Sabíamos que podíamos contar el uno con el otro cuando lo necesitáramos.
A los diez minutos le recibí en la puerta con la bata y las gafas puestas.
— He discutido con Isabel y me ha mandado al sofá. Es la tercera vez en una semana coño— parecía preocupado y sus ojos tenían unas pronunciadas ojeras—. No podía dormir—añadió.
Le invité a pasar. No me importaba que viniera de madrugada, solo buscaba un poco de apoyo en casa de su mejor amigo.
Yo era plenamente consciente de lo que una situación como esa requería. Me vestí en silencio y salimos a la calle. Caminamos hasta un bar donde solíamos ir a veces a tomar algo por las tardes, y como era jueves y aún teníamos un par de horas más o menos hasta que cerrase, pedimos dos whiskys con Seven Up y nos sentamos en una mesa.
—Bueno, entonces ¿qué os ha pasado?—le pregunté mientras jugueteaba con mi vaso.
Durante tres copas y media me habló con desaforada sinceridad y ligeramente consternado de la crisis que atravesaba su matrimonio, de todas las cosas que notaba se estaban estropeando; como su mujer le miraba cada vez más a menudo con poca disimulada indiferencia, de las chispas sin importancia que hacían avivarse frecuentemente la hoguera de las broncas, el intercambio de reproches, las trincheras emocionales desde donde cada uno arrojaba al otro toda la carga de las tensiones y la abatida sensación de amargura que sentían por 12 años de tortuosa rutina conyugal. Le escuché lo mejor que supe, quería interesarme por su problema. Buscaba en mí no una solución o un consejo, si no una canalización a la natural necesidad de expresarse, de hablar en voz alta, de exponer a una persona de confianza su situación y sacar de dentro sus temores y su aflicción.
Esperaba de verdad que todo se solucionase, conocía a Isabel desde hace muchos años, cuando ellos eran novios, y siempre estuvieron muy unidos y me parecían una pareja ideal.
Nos despedimos con un abrazo y deseándole suerte, lo sentí mucho más calmado después de contárselo a alguien y desahogar.
Regresé a casa despacio. Resoplé al entrar por la puerta, miré mi almohada mal puesta y arrugada sobre el sofá, y la manta a su lado. Me desvestí rápidamente y me acomode en ese mohíno lugar. Oí el sonido de la puerta de mi dormitorio, nuestro dormitorio. Pilar salió al salón, me miró con la expresión de desprecio de las últimas semanas, dio media vuelta desde la cocina con un vaso de agua y regreso al cuarto, abrumándome con su silenciosa indiferencia.

21 noviembre 2008

Lejos


Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.
Tengo que decírselo a alguien: paso mi vida y mis días huyendo del dolor, aislándome, conjurándome contra él. Lo mantengo a raya ocupado en el trabajo, distraído en las obligaciones, sonriendo a todos los empleados cretinos que van y vienen con sus monótonas corbatas, sus conversaciones estúpidas con ese acento andaluz delante de la máquina de café, riéndose gracias sin gracia y ahogándose después en montañas de papeles.
Lo neutralizo también saliendo a correr todas las mañanas como terapia para intentar aplacarlo. Mientras las pulsaciones suben y el sudor desciende por la espalda, la cabeza permanece caliente. Me siento vivo aplaudiendo el asfalto con los pies, respirando profundamente y retándome a mi mismo para superar nuevas metas. La tele y las películas malas me entretienen, y me gusta poner música que no remueva neuronas. Mi rutina no tiene mucha esencia, pero a mi me basta.
Los domingos vamos a comer a casa de mis suegros. Siempre pico al viejo para que salte con algún tema candente, entonces yo le digo alguna retahíla de aportaciones leída a los columnistas del periódico, y hago ver mi deslumbrante información sobre el asunto, y miro a mi mujer de reojo, porque ella percata que su marido está en este mundo y que contradice a cualquiera que no lleve la razón. Ella dice que soy un esposo excepcional. Hago todo lo que puedo por ser lo más correcto posible. La quiero pero no estoy enamorado. He aprendido a forjarme un caparazón. No me va mal del todo en este lugar, y estoy consiguiendo mi objetivo, al menos mientras dura el sol.
Durante el día no pienso en Lucía. Nadie sabe que existió. Nadie excepto yo. Vivió en mí aquel año en el que la vida pasaba entre carpetas y apuntes. Nunca antes había tenido una relación. El nerviosismo de la primera vez hizo que no se lo contara a nadie, guardé mi alegría para mí y disfrute sabiendo que el primer amor puede ser tan bien el definitivo si todo concuerda y encaja a la sinuosa perfección. La amé como si la vida se nos fuera a apagar en cualquier esquina, y cada retazo de su piel era cosido por mi boca en los lugares más insospechados. Era bonita y espléndida, un largo cabello castaño claro acompañaba una mirada esmeralda tan cautivadora como real.
Hubiera deseado que el destino no se vistiera tantas veces de infortunio para golpearte en el momento menos indicado. Su enfermedad llegó de improviso y de improviso se la llevó. Cuando murió no había cumplido los 20 años, pero algunas sensaciones no tienen edad y el amor se filtra en el cuerpo de la misma manera que la crueldad se ceba con las personas. Y la gente suelda un corazón roto pero el recuerdo de una vida desaparecida no se va jamás. Abandoné mi ciudad para alejarme de todo aquello y seguí los estudios lo más lejos que encontré, en Sevilla.
Siempre creí que vivir significa casarse, comprar el pan al mediodía y ver por la noche la tele en zapatillas junto a alguien, a si que eso hice. Me casé y me quede en esa ciudad.
Mi dormitorio no está mal, pero cuando termina la jornada y me acuesto boca arriba con la luz apagada, todo mi esfuerzo de olvido se vuelve nada al encontrarme cara a cara con el silencio. Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.

18 noviembre 2008

El sueño de una noche de verano

Cuando la vi por primera vez una oscuridad envolvente ensombrecía aún más su largo cabello negro. En aquella entrada de la taberna, del pueblecito donde había tomado puerto el pesquero, la luz de un farol intermitente apunto de morir era lo único que iluminaba su figura, sentada en el borde de la acera, con el murmullo de miradas a su espalda, más allá de la puerta cerrada del antro.
Ella tenía un vaso de cerveza en la mano y daba pequeños sorbos, mientras inclinaba levemente la cabeza y miraba el cielo. Yo estaba apoyado en la pared del muro enfrente, protegido por las sombras y con la brisa del verano de cálida cómplice.
Siempre admiré a las mujeres que saben admirar, que no les importar estar a solas bebiendo, sentarse en impar, tal vez con sus pensamientos, con algo que echarse a la garganta, sintiéndose indefensa pero grande ante la inmensidad del firmamento, cavilando quizás sobre lo humano y lo divino; teniendo de compañera su propia soledad, su infinito arsenal de recuerdos, los pensamientos cotidianos y las ideas utópicas. También yo me sentía así aquella noche. Al igual que ella, estaba solo y necesitaba un vaso donde mirar y un cielo donde observar.
Pasé muchas noches en la mar sentado en proa, contemplando las estrellas y demás habitantes nocturnos de la bóveda mientras recordaba todo lo que había dejado atrás; a veces con el sonido ambiental de los bebedores en el salón del puente y sus timbas de cartas, pero eché siempre de menos alguien con quien compartir el silencio.
Había salido a la localidad a visitar los dos únicos sitios que ponían de beber. Por un momento pareció verme y escudriñarme con esos dos ojos oscuros, y advertí en ella la integridad de la firmeza.
Después de dudar en abordar ese segundo local o seguir mi camino entre las calles del pueblo, avancé con ensayada mesura y encaminé la puerta. Al pasar a su lado apenas cambió la mirada de su particular abstracción, y entré a pedir un vaso de ginebra. Aquel lugar olía a amoniaco y sudor. La bebida era mala pero idónea para el elixir de las heridas, y el brebaje ardía en el estómago como un antídoto para la perdición.
Salí de aquel pestilente bar en busca del aire estival y me doblé sobre la acera, cerca de esos ojos lánguidos y allí permanecí sentado. Ella sonrío mi descaro y amparó mi confesa complicidad con su causa perdida.
Y seguimos bebiendo, preguntándonos con omisión cuál sería el desamparo del otro, oteando la esfera nocturna. Y casi sin hablar dejamos la noche pasar hasta ver amanecer.

07 noviembre 2008

Legado

Su difunto marido amaba la música. Era un aficionado empedernido que pasaba horas en su sala habilitada escuchando discos en un viejo gramófono o en la minicadena. Hablaba y escribía sobre el tema como un auténtico experto. Estanterías repletas de originales de todas las épocas y diversos estilos. Muebles cuya única función era albergar el producto tangible de lo que luego en un reproductor eran notas, melodías, acordes, susurros y alaridos.
Cuando se conocieron, ella tenía, como todo el mundo, sus grupos favoritos y su idea más o menos fundada de los bueno y de lo malo. Pero él se enseñó a ver más allá, le mostró artistas desconocidos hasta entonces y la guió para contemplar las canciones de forma distinta, el alma de cada una, la manera en que pueden atravesar el aire y hondonar en el alma; la visión del amor, del sufrimiento o de la derrota escondidas en un disco, el placer de encontrar lirismo en una estrofa de canción.
Siempre acostumbraba a disfrutar de su música en soledad, y al principio era reacio a compartir esos momentos con ella. Finalmente, viendo su interés y disposición, accedió; y se sentaban y escuchaban vinilos o CD enteros, de principio a fin, y el le iba indicando tal o cual dato, al final comentaban la obra y hacían el amor aún con el saludable colocón de haber asistido a la contemplación del arte.
Era prudente y honrado, comunicaba credulidad y vigor, seguridad y determinación. Tenía la capacidad de hacerla sentir la única mujer sobre la tierra, sabía que ocupaba su corazón. Nunca tuvieron hijos porque no los deseaban. Su domicilio era un mediano pisito, ni muy grande ni muy pequeño, suficiente para los dos, que albergaba todas las necesidades básicas, además de un coqueto salón y la sala reservada para la música.
Ella solo tenía 42 años cuando Raúl murió. Conducía el coche de vuelta a casa, después de haber estado comprando los regalos de Navidad, aquel vestido que tanto deseaba; y en una curva peligrosamente nocturna invadió levemente el carril contrario, pero lo suficiente para impactar contra la furgoneta de un trabajador que llevaba a sus espaldas el cansancio de una dura jornada de diez horas, demasiadas para reaccionar a tiempo. Los servicios de rescate y tráfico que la informaron le dijeron que su marido llevaba puesto un CD en la radio del coche y llevaba la música demasiado alta, por lo que pudo ser causa de una distracción.

Su casa se quedó vacía. De la noche a la mañana habían desaparecido las risas, el despertarse a su lado, el abrirle la puerta cuando llegaba al domicilio, su olor, sus besos en la mejilla que solo significaban “te quiero”, el sonido de las pisadas en el pasillo, tener a alguien a quien abrazar, compartir aquella afición conjunta. Seguía escuchando la música y revisionaba sus viejos discos, pero recuerda a Robert Mitchum en "Retorno al pasado": <<¿De que sirve eso si no se tiene a nadie a quien decirle: "¿Qué hermoso, ¿verdad?" Igual ocurre con las reliquias, la luz de la luna o un cubalibre; nada vale la pena si no se comparte con alguien>>
Por eso dejaba la aflicción del jazz inundar las estancias del piso. La música acompaña los estados del alma y la suya solo necesitaba un saxo lamentándose, un lento piano cabizbajo en la soledad de su cama, una fría manta de contrabajo arropándola en la noche, una sintonía para el abatimiento, la melancolía, la tribulación, tal vez la esperanza.

Cuando conoció a aquel hombre ligeramente mayor que ella, y sintió el cosquilleo de la atracción, no experimentó remordimiento, si no la ilusión del renacer de un futuro que se le había sido negado. Contactar con él se hizo muy habitual. Conocerse vino después. Siempre se veían en sitios públicos: bares, cines, restaurantes o la misma calle, pero apreciar a una persona en soledad, cara a cara es distinto. Tienes que mirarle a los ojos, tiene que saber administrar los silencios, evitar la incomodidad, transmitir confianza, hacerse ganar más allá de las conversaciones en barra y los paseos nocturnos. Él era pasable en ese aspecto. Pero ella no quería ningún virtuoso o experto de nada, tampoco nadie extraordinario como su marido, solo necesitaba una estabilidad, alguien normal al que admirar igualmente y poder amar, vivir la vida que aún le quedaba en su madura juventud.
Raúl le había dejado como legado su tremenda afición por la música, y ella seguía la evolución de los actuales artistas que le gustaban, merodeaba por los clásicos y viajaba por las décadas al igual que el año viaja por las estaciones.
Hablando con aquel nuevo hombre que había aparecido en su vida, cuando ya llevaban unos días compartiendo algo más que conversación, le preguntó si le gustaba la música y él dijo que sí. También es cierto que es la respuesta habitual de cualquier persona, pero la mujer se entusiasmó. Le empezó a citar discos y grupos y él conocía algunos aunque sus comentarios eran breves. Sin darse cuenta, quería encontrar en él lo que tenía su marido, y guardaba el respeto de las cosas que él amaba, y que también eran las suyas en menor medida.
En una de las primeras visitas al piso, hizo la cena y charlaron animadamente. En verdad parecía estupendo y comenzaba a surgir la confianza. “Vamos a escuchar un disco que me encanta”, dijo ella levantándose del sofá donde permanecían sentados. Quería mostrar a su nuevo amor parte de lo que ella había descubierto y luego formó parte de sus días.
Las notas de la primera canción empezaron a sonar y los acordes se sucedieron con la letra en inglés. Llegó la segunda en un concentrado silencio. Él sonrío extrañado, la miró entre divertido y distante y dijo: “Qué mierda es esta”. Ella siguió enmudecida, se encogió de hombros y se hizo la indiferente, pero sabía que no lo volvería a ver. Era el disco favorito de Raúl.

05 noviembre 2008

Lluvia

De pequeños podíamos oír cosas como que todas las gotas de lluvia van a parar al mar. Eran palabras bonitas para mantener a los niños en el mundo de lo onírico y la belleza terrenal de las personas y las cosas. Pero no es cierto, la lluvia caída recorre surcos en majestuosas montañas hasta ríos y de ahí al inmenso mar, cubre hermosos prados con su verde y salpica las flores de los campos y las ventanas de los colegios, es real y hermoso, pero muchas veces se pierde en sucias callejuelas, en alcantarillas de las entrañas de la ciudad, sobre el mugriento techo de una fábrica, en las paredes de una casa abandonada donde no habita ya nadie o sobre los cuerpos de las personas que no tienen un techo donde tapar su desgracia.
Al igual, las palabras que las mujeres nos dicen, aunque emitidas con fuerza e integridad, van en ocasiones cargadas de veneno, de falsedad, de mentiras escondidas entre dos frases reales y excusas que calan hasta el fondo porque lo único que quieres hacer es creerlas. Deseas que la vida sea tal y como te la pintan, pero ellas omiten detalles entre afirmaciones y disfrazan realidades entre predemitación bien dirigida. Tan bien condensada que ni tu te das cuenta; falacias o medias verdades que son tan sinceras como un día luminoso.
Su veneno te embriaga y su calidez te acoge, no pones alerta tus sentidos porque ella miente pero tú lo permites con una suspicaz amnistía. Evitan sus problemas con un golpe de mano y esquivan las complicaciones con una recurrente inventiva, muchas veces promulgada de buena fe y con la intención de agradar al otro, de ocultar, maquillar o negar en pos de la tranquilidad.
Pero siempre existe una bala perdida que al impactar con el cerebro ayuda a atar cabos, y comienzas a ver toda la trama con especial recelo, sospechando que, como dijo un grupo de rock español, la sonrisa de una mujer nunca ha sido una cosa de fiar.
Al igual que las gotas de lluvia van a parar al mar, donde se unen con sus raíces en armonía, aquellas que quedan por el camino, son las que afean la ciudad, machacan los monumentos y hacen la vida un poco más triste, mas gris, menos clara. Y la gente se cansa de la lluvia.

01 noviembre 2008

Ellas


La ciudad tiene las similitudes de una mujer. Cuando caminas por ella, si te gusta, te notas tranquilo, feliz, deleitándote en cada rincón, en sus calles, sus recovecos.
Te agrada mirarla a veces con detenimiento, disfrutando de su belleza, de sus plazas, sus edificios y sus lugares verdes. Hay sintonía entre los dos, te gusta estar en ella, sentirla. La vives de noche y la paseas de día, la saboreas y la sufres.
Te lleva a un abismo de rutina en las jornadas laborales pero también es electrizante y cautivadora. Puedes criticarla pero es algo que te lo permites a ti mismo, no te gusta que nadie de fuera lo haga. No te da más el fútbol pero respetas los colores del equipo que la representa al igual que respetas la familia o la fe de tu mujer.
Te acoje para bien o para mal. Aguantas con resignación sus atascos, sus obras y remodelaciones, la lluvia, sus ruidos e inconvenientes. Te libera y también te agobia, te cansa pero no puedes vivir alejado. Hechas de menos su olor cuando estas lejos y la calidez de sus gentes, deseas regresar a sus brazos urbanos, porque la sientes tuya aunque haya más habitantes en su vida. Te gusta verla limpia y hermosa, preparada para las fiestas o encaminando el sábado noche.
Piensas en vivir siempre allí aunque sabes que existe la posibilidad de que ella tenga que verte partir, y cuando regreses probablemente no sea la misma.

07 octubre 2008

El parque


Siempre me atrajeron los parques. Los de dimensiones aceptables. Curiosidad tal vez sea la palabra mas precisa, una atrayente fascinación. En ellos hay tres tipos de fauna: niños pequeños con sus madres, ancianos descansando en los bancos al sol, y primerizas parejas buscando su lugar idílico y natural donde dar rienda suelta a nervios y besos. Yo, que no pertenezco a ninguno de los grupos, me siento un poco aislado, solitario, es decir, a gusto.
He creado un cuarto estamento donde solo habito yo. Veo y pienso, pienso y veo; tranquilo, asumiendo mi papel. Veo la flora tranquila meciéndose sin ser consciente del paso del tiempo, como dando la espalda al mundo, a las carreras, a las 8 de la mañana frente al espejo del baño, a las prisas y las crisis, al corazón de la ciudad de los negocios. Es agradable comprobar la mella que el otoño hace en los árboles, en las ramas que se niegan a claudicar, en las derrotadas que yacen en el suelo mojado.
También es un excelente lugar para ver eso tan extraño de las relaciones humanas. La madre se preocupa de su pequeño, pendiente que no se lastime, de que no le muerda la mano un cisne, de comprarle un barquillo, de que no se caiga al suelo; en cambio el anciano ya poco le preocupa, solo mira al suelo como ausente, o al frente pensativo; está cansado de la vida, quizás busque sus últimos momentos como las hojas buscan su otoño, esperando que la existencia tenga la cortesía de otorgarle al menos un tranquilo crepúsculo pasando las tardes sentado en el banco de un parque.
Y los ejecutivos, los oficinistas, los empresarios, economistas, abogados y trabajadores de 8 horas pasan aprisa, atravesándolo de punta a punta en apenas unos minutos, sin pararse un segundo a observar, sin diferenciar entre acera y prado, entre jungla y verde, entre asfalto y vida. Y yo veo las rutinas de los demás y pienso en la mía propia, juego con mis sentimientos y sensaciones mientras masco pipas, escucho música o simplemente dejo que los sonidos de alrededor hagan de acompañantes a mis reflexiones. Es un buen lugar para irse a pensar; sentado o paseando, solo o en compañía de alguna buena canción, notando a noviembre entrando en la ciudad, recorrer sus calles y sus gentes; y buen rincón para hablar con el amor perdido, aunque no pueda escucharte, para hablar al hermano herido, aunque no quiera oírte, para reconciliarte contigo mismo, aunque no puedas perdonarte.
Al irte y volver de un paso a la urbe, dejo en el parque algo de lo más profundo de mi, secretos que solo sus ramas guardan, cavilaciones sobre aquella adolescente de 15 años que mira apasionada al chico de piercings que tiene a su lado, ignorando que tarde o temprano le partirá el corazón, o aquella chica que todos las tardes va paseando pero pasa rápido a mi vera y rehúye el contacto con mis ojos porque le asustan los enigmáticos solitarios, porque ella también se siente sola y aunque hay una ruta más corta para ir a su casa, rodea por el parque porque en el fondo es igual que yo y le encanta ese pequeño oasis dentro de la civilización.
Hace dos semanas la he visto salir de una tienda donde yo estaba comprando libros. Le he dicho que aunque estemos fuera de nuestro entorno, para mí siempre será la chica del parque. Es agradable e interesante. Empezamos a conocernos, y en sus ojos habita la primavera que no había en las hojas vencidas. Creo que ahora los dos nos sentimos menos solos. Paso los días a su vera dejando de pensar en mi vida y viviéndola. No he vuelto al parque.

Pósters

María pensaba de pequeña que los hombres eran como los pósters que colgaban de la pared de su habitación: perfectos, hieráticos, divinos, adorables, sin un solo surco en el rostro y en el carácter. Para ella el hombre que la esperaba en algún lugar en el exterior sería como su padre, al que idolatraba y encontraba en él la figura masculina perfecta, tan parecido a las estrellas del cine que veían juntos, Bogart, Cary Grant, tan elegantes, tan guapos, tan románticos…deseaba crecer para ser digna de algún galán semejante, de unos ojos como el Brad Pitt de la cabecera de su cama, de un misterio como el de Robert Mitchum. Le costó tres te quiero y cuatro despedidas comprender que el cine imita a la vida, o la vida tal vez imite al cine, pero es solo eso: una mera imitación, papel cartón de lo que esperaba fuera material inoxidable, una mentira que los actores y los pósters habían disfrazado; ellos eran también culpables de su inocencia arrebatada, de la verdad camuflada, de la estrella perdida.
No existía aquel que decía frases memorables a la luz de un piano, ni el trajeado y diplomático que hacía reír con una frase ingeniosa y moría por recibir la sonrisa de una dama, ni un breve encuentro en un tren con el hombre de tus sueños, ni el último recuerdo de París en algún refugio africano, ni nadie que fotografiara puentes como una señal de la distancia que les separaba y a la vez les unía, siendo consciente de las certezas de la vida.A ella su última certeza se le había ido con una compañera del trabajo seis años menor. Solo lamentó su ingenuidad, su falta de visión, sus pájaros en la cabeza. Pero había vivido y amado a su manera y de eso no se arrepentía.
Su padre le decía que eso le pasaba porque estaba en edad de creer en el amor. Ella comprendió que él cree en su familia, en su trabajo, en sus seres queridos, pero descubrió que el amor se había marchado sin avisar cuando advirtió que los últimos 10 años de su matrimonio habían sido exactamente iguales a los 10 anteriores. El amor es solo una ilusión que nos acompaña hasta que aposentamos nuestra vida, hasta que notas que el camino que te separa del final es más corto que los años recorridos.
María ha dejado de creer en los hombres perfectos. Ha adoptado una actitud inteligente, ahora vive con un tipo simple, pero que la quiere y la trata excelentemente, un empresario que hace su casa y su vida normal y agradable, un don nadie del parquet de la bolsa que está forrado de millones y ausente de carácter, de genio. No se le puede poner ninguna pega. Tampoco quitársela; lo que ella aprende con él es infinitamente menor que lo que algún día llegó a aprender con su padre, con alguno de esos chicos que creía perfectos, y no lo eran, pero le enseñaron algunas de las cosas que guarda en su alma. Desde el porche de su bonita y gran casa respira tranquila su confortabilidad, pero aún puede sentir los días de desengaños y sufrimientos, de estrellas de cine y galanes disfrazados, de morder la vida con tanta pasión e incertidumbre que notabas que su sangre te llenaba de vitalidad, de emoción. Puede contemplar la sombra de lo que fue, los momentos en los que el corazón todavía le daba un vuelco con un beso; y aún puede ver el esplendor en la hierba.

02 octubre 2008

De periódicos y madrugadas

Cuando era joven y creía en la exaltación de sentimientos, en la revolución y agitación de las mentes, en los grandes titulares y las oportunidades de esa cosa incierta llamada destino, recorría los rincones de las vivencias de mis amigos en noches a la luz de varias copas inhibidoras y anestésicas. Era agradable descifrar claves ocultas del mundo, del universo de los libros o del cine.
Cuando iba caminando hacia casa, bien entrada la madrugada, incluso a veces rayando tímidamente el alba, acostumbraba a coger una barra de pan de un saco colocado a las puertas de una cafetería y el periódico de la nueva jornada que ya atisbaba. No era un robo, digamos que era un préstamo, o un tributo por la osadía de dejar en la calle los repartos de pan y prensa. Leía con mucho interés las noticias del día, y sentía mucho más profundamente las desgracias, la ira de los destacados políticos o religiosos y los sucesos. También me entusiasmaban los textos de los columnistas que allí escribían, me parecían relatos magníficos, colosales, y al llegar a casa incluso los recortaba para poder leerlo al día siguiente temprano antes de que mi padre se llevara el periódico a pasar el día con él, igual que se llevaba una novela a la playa o un bocata de tortilla las tardes de campo.
Pero al día siguiente la decepción era grande, descubría que no eran tan buenos ni tan fascinantes, las maravillosas sensaciones habían desaparecido y los veía normales y simples. Me sentía defraudado por mi artificial excitación de la noche anterior y por la traición de mis sentidos. Pero en el fondo pensaba que en mi estado de ligera (en ocasiones) ebriedad comprendía mejor esos mundos de sus personaje, esas historias cruzadas y vidas rasgadas de sus líneas; o esa opinión perfectamente expresada de un analista político, que había utilizado argumentos que antes de dormir me habían erizado la piel por su sensatez, su coherencia y su sentido común, pero ahora era solo demagogia disfrazada de periodista.
Por mis experiencias con los relatos de la prensa hurtada de una cafetería nunca me hacia ilusiones con las mujeres. Sabía que la noche daba cabida a hembras con la pose de auténticas, a lobas con piel de terciopelo y a artificio con perfume de Channel. Me había pasado que al despertarme con fuerte dolor de cabeza y manchas de carmín por el cuello, un papel y un número me sobresalían del pantalón como sobresale un herpes en el labio. Marcaba ese nombre anónimo apodado, por ejemplo, Tamara, con los bellos recuerdos volviendo a mi cabeza, y la voz que contestaba no era ni tan dulce ni tan bonita que como mi memoria la recordaba. Y es que uno no podía fiarse ya ni de su cerebro, tantas veces alterado para hacernos ver lo que no es, sentir lo que no sentimos y enamorarnos de quien no debemos.
Ahora que han pasado los años, ni robo periódicos ni llamo a números sin más referencia que unos besos a mordiscos en el portal de cualquier calle; y compruebo que la vida es mucho más triste sin aquellas fastuosas columnas con hedor a whisky que me hacían creer que la rutina estaba llena de belleza impresa, y las tragedias son más banales y cotidianas. Mi mujer dice que soy un aburrido, y aún recuerdo esas noches incendiarias donde la realidad y la ficción se entremezclaban para dejar paso a un recorte amarillento y un papel en el bolso con un número de teléfono.

02 septiembre 2008

Recuerdo


Cuando las luces se apagan y todo se pudre de ese silencio, se recuesta en la cama y repasa sus últimas vivencias, los días que vivió junto a sus seres queridos. Le llena de felicidad relativa recordar el verano que pasaron juntos, el último, cuando ella se ponía aquel mandilón para las barbacoas y estaba tan bonita con el pelo recogido. Piensa en su infancia y su colegio, el día que el niño del coro se puso a llorar, las tardes al sol pegando patadas a un balón y su primer contacto con algo muy parecido al amor, mostrado en los dulces labios de una adolescente. El día que su padre le pilló con su primera borrachera y las noches de verano en aquel cine al aire libre son solo algunos de los recuerdos que hacen que su decisión se fortalezca. Piensa en lo que odiaba las comidas familiares de Navidad, y sin embargo, los felices que eran todos, su primo pequeño poniéndose colorado por culpa del exceso de cava y su madre cantando horrendo villancicos. Mientras el compañero de habitación se mueve inquieto, vuelve a pensar en ella. En sus zapatos rojos, en la pureza de su cara recién duchada, en el día que hicieron el amor en esa senda del bosque, en su banco con vistas al mar, los paseos al atardecer y las pequeñas discusiones que finalizaban en abrazos. Siempre tendrá eso. Y cuando las luces se apagan y todo se pudre de ese silencio, se recuesta en la cama, pues las noches son muy largas en un hospital. Ha aceptado que ese tumor será más fuerte que él, que le va a devorar y ha querido morir con la misma dignidad que ha vivido. No les daría, ni a los médicos que pudieran guardar en su ser algún tipo de sadismo oculto, ni a los sacerdotes que no creen en nada más que en su propia mentira, el placer de verlo llegar hasta el final sin una pizca de orgullo, totalmente inerte y agonizando sus últimos días. Llegado el momento, el mismo daría un último repaso a su existencia y pondría fin a todo aquello. Cuando ella llegó al hospital, el dormía. Habían tenido una bronca dos días antes de que se le diagnosticara la enfermedad.
“Nos ha dicho que no quiere que entre, señorita”.- Fueron las palabras de aquel médico- “No nos ha dado más información, pero si usted es Carolina, no puede entrar, y es deseo del paciente”.
Seis días después aquel chico que no había llegado aún a la treintena terminó su vida ingiriendo catorce pastillas de la quimioterapia una detrás de otra. Nadie le daba una semana más de vida, pero le habían advertido que los últimos días serían los peores. Quiso evitar ese capítulo de un viaje sin retorno y decidió sobre su destino antes que ningún cuervo ensotanado le pidiera explicaciones. El último sentimiento de ella mientras él vivía fue de resignación, de cabreo cercano al odio. Se le había impedido verlo, poder decirle todo lo que había ensayado, y había sido una decisión suya que no entendía. Lo último que él escucho, de la boca de su mejor amigo, relativo a la mujer que siempre amó fue que ya no lo quería, y no era cierto, pero ella fue excesivamente cruel y le traicionó el raciocinio en una situación extrema. Pero algo se le derrumbó en el corazón cuando, su mejor amigo Pedro, le dijo dos días después: “No quería que entraras, porque no quería que lo vieras así, solo deseaba que siempre lo recordaras tal y como era”.

Digerir


Hace muchos años, antes de marchar, echó un último vistazo a todo lo que había sido su vida durante ese tiempo: Los discos, sus regalos, el álbum de fotos que contenía tantos de recuerdos de felicidad fotografiada…sintió como se moría por dentro, como algo muy profundo se desangraba. Sabía que parte era culpa suya, que no hizo nada cuando intuyó que el amor se le desvanecía por los poros, cuando veía su rostro indiferente y vivía las largas cenas en silencio. Pero no le daría una tregua al desazón. “Guarda tus derrotas para ti, digiérelas, aprende de ellas, pero mantén intacta tu dignidad, nunca cedas”- las palabras de su padre resonaban en su cabeza. Su padre fue un hombre que jugó toda su vida ser un perdedor. Su alma estaba reventada por las derrotas y él se lucraba de ellas. Sabía muy bien lo que él quería decir con esas palabras. Su madre lo dejó cuando él aún era pequeño y lo había visto en casa. Y sabía lo que le esperaba ahora: Sentir como te abrasas por dentro, ahogar las penas en noches terribles de alcohol y delirio, tragarte tu dolor, revivir de él, pero nunca dejar que te abandone el orgullo, nunca suplicar un regreso, nunca mostrar tus cartas, nunca dar la lamentable imagen de un hombre desperado hundido por amor. Ambos eran hombres educados en la dignidad y el autorrespeto, y cuando estas en el fondo, cuando te han arrebatado parte de lo que más quieres, es tal vez lo único a lo que poder aferrarse. Por eso ella sabía que no la iba a acosar a llamadas, que nunca él consentiría que viera la sangre correr por su herida, reconocer que está terminal por su adiós, mostrarse denudo de corazón y de acción. Ella sabía que sufriría en silencio, que su mente se fortalecería, que desataría incluso la inspiración, pero como hizo toda su vida, tragaría y tiraría hacia adelante, porque su fuerza es aún mayor que la peor de las derrotas, porque sus ídolos eran gentes que preferían morir con respeto que vivir sin él, personas que nunca llamarían a la puerta de quien le vio marchar solo buscando que le lamieran las lágrimas. Y cuando dejó atrás aquella habitación, el sabía que les esperaban días muy duros, pero que ella no tendría noticia alguna. El recuerdo de su padre se mantenía intacto.
“Digiere tus propias derrotas”. Y a día de hoy, sin saber porqué, su mujer lo observa irse solo cada 17 de abril, sin decir nada a nadie, y volver horas después con la cara desencajada, oliendo a alcohol y con los ojos empapados en tristeza. No hace preguntas. Su rostro abatido por la melancolía es la única respuesta.

31 agosto 2008

Fantasmas

No fue, como él esperaba, en ningún día especial, en una nochevieja o en la gran fiesta de los fuegos de la ciudad. No fue en la parada de ningún autobús ni en ningún semáforo que el destino hubiera puesto en sus caminos. No fue en ninguna tienda ni restaurante. Ni siquiera fue en una noche al uso. Fue una tarde que salía aturdido y agobiado del trabajo y notó la necesidad de tomar una copa para liberarse. Fumar un cigarrillo pensando en algo agradable y el dulce sabor del coñac resbalando por la garganta era todo cuanto necesitaba para volver a hacer las paces consigo mismo. No esperaba mucho más de esa visita al nuevo bar que habían abierto en aquella calle del centro que le pillaba a 5 minutos camino de su casa. Pero cuando ya había pedido su copa y rebuscaba entre los bolsillos de los pantalones en busca de su mechero, con el pito en la boca y el billete sobre la barra, la vió; y era demasiado tarde para una huida a tiempo y cobarde, o para hacer la de la avestruz y esconderse entre gente y humos. Había cambiado algo en su aspecto, pero aún tenía el mismo pelo, bebía lo de siempre y paseaba el cigarro por los labios como ella solía hacer. Diablos, casi hasta podía oler su perfume. Estaba seguro de que su pelo conservaba el mismo olor, y su piel todavía desprendía ese aroma tan femenino y tan sensual. Ella no lo había visto. Hablaba animadamente con una amiga y movía de una mano a otra su vaso. Reía divertida y sus ojos nunca se pasearon por el bar. Podía oír su risa, podía aislarla de todas las demás del local y podía ver el lucero que desprendía su mirada oscura, aquel pozo donde años atrás se había ahogado sin nada ni nadie que le salvara del naufragio. Sus ojos negros eran tan misteriosos como su alma, y nunca llegó a entrar del todo en ella, a comprenderla, a sentirse parte de su mundo, y más bien fue un gregario de sus silencios, una víctima de sus secretos, un espectador de sus miedos que veía como sus sueños eran aniquilados en aquella mirada penetrante que lo iba minando poco a poco. Todos sus viejos fantasmas habían aparecido en aquella tarde sin nada especial, en el día menos esperado, en la jornada en la que aquella insoportable compañera de trabajo le había puesto tan nervioso que estuvo a punto de soltarle todo lo que pensaba de ella, la tarde en la que nadie espera que lo lancen de golpe contra el grueso muro de su pasado, esa bala perdida encasquillada en su ser que aún se mantenía preparada para abrir fuego en cualquier momento. No recordaba a ciencia cierta por qué se había ido, pero si sabía que había sentido cuando la perdió, cuando miró cara a cara al rostro de la derrota y supo que su ciclo había llegado a su fin, cuando algo en su interior le dijo que no era una separación temporal, que no existía posibilidad de regreso como en tantas otras ocasiones, que no sería cosa de unos días, que su mundo había empezando a desmoronarse hacía meses y ahora habían dado la orden de desalojar la casa, antes de que la bola de la desesperación lo arrasase todo. Temió que al verla en el bar resurgieran todos sus miedos, el alma permanentemente fría, las noches de soledad y abatimiento, los estoicos esfuerzos por no coger el móvil, por mantener una pizca de dignidad antes de desmoronarse sobre su línea, sobre la escucha una vez más de su voz, el imaginarse su rostro contraído. Tuvo esa inquietud, y es que cuando ya has olvidado algo, el destino vuelve burlón para recordarte que solo eres una cicatriz a medio cerrar, que tu piel está cosida malamente por llagas sangrantes, por los poco fiables cirujanos del tiempo y las borracheras a deshora, del intento de convencerse a uno mismo que la has olvidado. ¿De verdad quería torturarse otra vez por una conversación amistosa en un bar, que además estaba decorado de forma hortera y asquerosamente moderna? Apuró su coñac del trago y hundió el cigarrillo en el cenicero. Se colocó los cuellos de la camisa y caminó despacio pero decidido hacia la entrada, que era más que nunca, una salida. Ella no se volvió, y aún oía su voz cuando cruzó la puerta de aquel local.

Partida

Sus relaciones con los hombres eran como una partida al parchís. Iba sumando fichas y de vez en cuando comía y otras veces le comían a ella. Así empezó con 16 años con Rubén, su primer beso que resultó ser una rana pajillera que le mandaba cartas calientes a sus compañeras de clase. Allí tuvo que volver de nuevo a casa. Y en su casa estaba su madre que le esperaba con unos amigos que tenían un hijo de su misma edad, Martín, que era un fanático del fútbol y acabó mandándolo a paseo la noche de su aniversario en la que quedó con unos amigos para ver la final. Javi era un idealista con una fuerte actividad política, con la bandera del che como emblema y la situación de cuba como más interesante tema de conversación. Ella huyó en balsa hasta la costa de Manu, un chico alicantino, atractivo pero simple que de las únicas revoluciones que entendía eran las del motor de su A3. Cuando se cansó de tanta demostración de testosterona alborotada vió su arcén en Lucas, un piloto comercial que de niño tenía miedo a volar y que su padre le había aplicado terapia de choque. Lo que no sabía al comienzo era que Lucas tenía además miedo a las relaciones estables, y que era un pajarito que volaba buscando su nido en cada aeropuerto de cada país que visitaba, pero al final él se lió con una de sus azafatas que además estaba casada. Vió la oportunidad de aterrizar en los brazos de Eduardo, ingeniero químico, guapo y culto, con el único defecto que acaba de separarse y más de una vez el hombrecito se despertaba por las noches llorando y temblando como un cachorrito sin manta. De un separado a un viudo, Ramón, cuya mujer había muerto en accidente de tráfico y vio en ella un paño de lágrimas que no hacía muchas preguntas y no se interesaba demasiado por escarbar en su herida. Pero no estaba para curar heridas ajenas cuando aún no sabía si lo suyo eran heridas o una enfermedad incurable que le hacía viajar de hombre en hombre en busca de dios sabe que. Al final terminó casándose con Rubén, que una vez que maduró dejó tranquila la líbido y volvío con el rabo entre las piernas y con lo otro jurando bandera y fidelidad. Pero como si fuera un ciclo macabro, él acabó perdiendo la cabeza por una niñata de muy buen culo, y cuando fue a ahogar sus penas en un bar se encontró a Martín, viendo un partido.

Extremos


Su padre era un amante empedernido del cine,y siempre utilizaba su sabiduría cuando quería enseñar una lección o veía a sus hijos abatidos por alguna razón ilustrándolos con frases que habían salido de las bocas de los más grandes en sus mejores películas. Como una vez le dijo Burt Lancaster a Jack Palance: ninguna mujer merece morir por ella, ni siquiera ella. Ella era Claudia Cardinale y Sandra tenía un voluntuoso busto similar que casi lo mata. Pero aunque sabía que su padre hubiera muerto por Claudia, agradeció el cumplido, ya que el estuvo apunto también de destrozar a Sandra. No era la primera vez. Siempre había sido un tipo de extremos. Siempre había hecho daño o le habían hecho daño. Había destrozado o le habían destrozado. Sin rendicción. Nunca claudicaba hasta que le devolvian a su casa totalmnete agujereado y roto, o jugaba con sus víctimas hasta que la desesperación las llevaba al extremo cercano a la locura. Su idea era que el amor solo es real cuando duele, que la estabilidad y la tranquilidad solo pueden desembocar en el aburrimiento y la rutina. Y no lo buscaba, pero siempre se encontraba enfrente de mujeres que parecían guerrilleras del Vietcong, peleonas y combatibas. Amar implica verse expuesto a que te agujereen el pecho, a que te destrozen la razón y tu corazón se vea tan expuesto al infierno del dolor que acabe vomitando fuego. Son riesgos que hay que correr. Daba igual que la destinataria de sus deseos no pareciera a priori una mujer complicada, difícil de llevar, de esas que no sabes cada día si le han despedido a su personaje de la telenovela o simplemente está de mal humor. Por eso cuando conoció y entabló relación de pasiones mutuas con aquella mujer fantástica y adorable, de grandioso sonreír y amable conversación, a la que todo el mundo veía como la inquilina perfecta de una relación en la que ambos se amaban y respetaban, sabía para si que tarde o temprano acabarían matándose.

El jefe

Ser el jefe de tu mujer es algo jodido. Tienes que serlo durante 8 horas y luego ponerte el traje de marido. "Peor sería si fuera ella tu jefa", le dicen sus amigos. Pero se pone nervioso cada vez que ella comete un pequeño fallo, y busca la forma de comunicárselo de forma que el resto del personal lo vea como un acto normal entre jefe y empleada. Sabe lo que los demás piensan, sabe lo que el director insinúa, es consciente de que el resto de la plantilla cuchichea que tiene los privilegios de ser su mujer, que nunca se le será asignada una tarde desagradable, una negociación con comerciantes asiáticos que pueda terminar en fracaso o un viaje de negocios tedioso y rutinario. Y cuando intentó cubrirse enviándola a aquella reunión con los gerentes de la empresa rival, ella le echó en cara que el encargo solo fue para lavar su imagen de cara a la gente y su relación se vio en serio peligro de crisis. Sabía como llevarlas en su puesto de subdirector de la empresa pero no sabía costear las crisis en su matrimonio, pues le pillan siempre con las defensas bajas, pues cuando se casó lo hizo convencido de que era una unión que otorgaba paz y tranquilidad, que las discusiones entre casados son inexistentes precisamente por su concidición.
Y el mes después de las vacaciones de verano llegó aquel encargado joven y simpático, con su aspecto varonil y tan atractivo, que hacía reír a las comerciales y provocaba suspiros entre las becarias. Era decidido y tenía iniciativa, y la idea era que aportara una nueva visión a la empresa. Enseguida cayó en gracia a su mujer, que tenía todo el morbo que una cuarentona bien proporcionada y bonita podía despertar en un joven talentoso decidido a triunfar en los negocios. Varias veces pudo ver las conversaciones en la máquina de café y camino de los lavabos, como ella le reía los chistes que, además, eran buenos, y el empeño que el muchacho ponía en serle de su agrado. ¿Peloteo a la mujer del jefe? Tal vez, pero los ojos de él le sugerían otra cosa. No hay nada como observar los ojos para saber lo que una persona espera, trama o siente. Y aquella noche, cuando el subdirector volvió a casa después de cerrar los últimos trámites del día, su mujer ya estaba ataviada con su ropa de cocinar y de los fogones salía el humo de un filete apunto de ceder ante el aceite.
-¿Cómo ha ido la tarde?-se interesó ella sin apartar la vista del fuego.
-Aburrida, hoy Gómez ha vuelto a extraviar las cuentas de los de hacienda.
-Ese chico es un desastre, deberías mandarlo para información.
-Si, tal vez lo haga- musitó cansado y cortando un trozo de pan para un tentempié.
-Por cierto, no he visto a Raúl hoy por la oficina, que ha ido a las jornadas de Valladolid? -dijo ella preguntando por el joven al que tanto aprecio parecía profesar.
-No, no lo has visto porque no estaba. Pero no se fue a Valladolid, ha vuelto a su Sevilla natal. Lo he despedido.

04 agosto 2008

Inmune


Saben esa parte en Casablanca cuando Ricky insta al capitán Renault a llamar al aeropuerto, encañonándole con una pistola y advirtiendole que "le apunta directamente al corazón" y este responde firme que "es mi punto menos vulnerable".
Pues Víctor se sentía poseedor de un organo vital de similares características. Estaba seguro que despues de haber sido herido en combate y cosido mil veces con el hilo de otros ojos había desarrolado una inmunidad que solo se puede adquirir con los años y con un importante parte de bajas.El desgaste no lo había debilitado,sino que lo había hecho más fuerte y una coraza externa de experiencia e impermeabilidad le protegía de bombardeos sorpresivos. De tanto dañarse algo llega un momneto en que adquiere un efecto rebote y ya nada puede romperlo. Como una enfermedad que una vez pasada nunca se puede volver a adquirir, él sabía que en esta vida su meritorio corazón había sufrido y gozado de todos los estados y meneos posibles, y que su cabeza y mente tenían tanta sabiduría que podría aburrir a sus hijos y nietos con una enciclopedia de experiencias.
Tuvo un convencimiento absoluto cuando hace tiempo se dio cuenta que ya no sangraba al llegar la noche, y que esta no lo cogía ahogado entre vasos de licores y cartones de tabaco. Cuando su mejor amigo le dijo que ella se casaba sintió una indiferencia que le sorprendió, y la mañana del enlace no se despertó con una tremenda resaca como todo el mundo esperaba. Si pasó por eso inmune, como un hombre descalzo y acostumbrado pasa por encima de unas brasas, que más sería capaz de desangrarlo? Por eso cuando en la barra de aquel bar ella le miró abriendo mucho los ojos negros para darse un aire seductor e interesante y le dijo: no conviente que te acerques a mi, podría llegar a partirte el corazón" rió para sus adentros y agarró divertido la copa que ardía en la barra y con la otra mano le acarició el pelo con una mueca de ternura ante tanta inocente ingenuidad revestida de mujer fatal.

07 junio 2008

3 visiones

PRESENTE

Un buen año es la horrible película de Ridley Scott, con aquel actor que descubrió en una impagable cinta de cine negro repartiendo guantazos y enamorando a una adorable Verónica Lake de artificio más guapa que la real. Pero son las palabras que se le ocurren para valorar el que probablemente llegue a convertirse en el mejor año de su vida, al menos hasta el momento, contando la vida apenas por dos decenas, tan insignificantes cuando contempla las arrugas que surcan los rostros de padres y abuelos. El caso es que se han producido cambios sustanciales en la sustancia de su existencia. Comenzando la universidad, ha visto como se le puede valorar a alguien por su trabajo y el placer de estudiar lo que te gusta, alejado de esas imposiciones que tantas ilusiones han castrado que es el sistema educativo actual, el odioso instituto, que disecciona a cualquier alumno que despunte, sea por arriba o por abajo. Ni la escuela ni los profesores están preparados para chavales con cualidades distintas a la mayoría. Acabar ese paso por el infierno fue un feliz éxito.
Ha madurado en muchos sentidos. Se puede observar al asfalto y las nubes desde otras perspectivas, y el trance le ha ayudado a comprender que solo uno puede salir de sus cárceles, que nadie del cielo te va a ayudar a mejorar tu paso por el suelo.Luego está ella, que tanta estabilidad le proporciona. Decía Niemeyer en una entrevista que “la vida es tener una mujer a tu lado y que sea lo que dios quiera”. Es más que eso, es algo tan imprescindible como vital. Te hace la vida más amable, más dulcemente sosegada. Descubrirla y admirarla, compartir cada momento y las ilusiones de una juventud espléndida. El presente se muestra cariñoso y esperanzador, y eso acompaña para disfrutar de las cosas que le han gustado siempre: el cine, la música, la literatura... placeres impagables que hacen más vivible la vida, terapias cuando el monstruo de la tristeza ronda cerca y perfectos acompañantes de viaje cuando el trayecto es limpio y hermoso. Ya lo dice Van Morrison: Estoy en el cielo, cuando tu sonríes.

PASADO

El chico miraba distraído aquella hilera de botellas tras la máquina registradora. Escudriñó al camarero, hacía ya rato que le había pedido esa canción con la que encharcar aún más un corazón a la deriva y no se la había puesto. Su alma lloraba por dentro y se sentía cómodo en esa situación, hacerse la víctima, protagonizar el rol de personaje acabado, hundido o destrozado que aplaca sus miserias a golpe de codo de barra. Ella le había despreciado una vez más y los besos inciertos de anteriores tardes eran un recuerdo bonito que se hacía hierro candente en semejante situación. Cuanta desazón habitaba en su situación, con la cantidad de problemas que le creaba su rendimiento académico, aquel jefe de estudios ágrafo e inútil que encontraba placer en el desprecio y el castigo moral a los chavales rebeldes, en despreciar situaciones que no alcanzaban a su comprensión. Escapar, escapar a la realidad con altas dosis de veneno intoxicador y huir también del recuerdo de una mujer cuyo amor se presentaba como única vía de escape. Eso era lo que buscaba noche tras noche uno o dos días a la semana. Que duro es ser adolescente, a caballo entre el ocaso de la felicidad de la infancia que se ha quedado pérdida en la mas pura inocencia de los juegos, de aprender a multiplicar y dividir y de no importar que día amanecerá mañana y la adulta vida que aguarda con sus sombras inciertas acentuadas con fracaso tras fracaso y angustia tras angustia.
Aquel chico sabe que esta noche no acabará bien para nadie. Ni su bolsillo, ni sus neuronas, ni su estabilidad, ni el camarero que se demora en poner la demandada canción y que pronto recibirá el primer insulto.

FUTURO

Hace como que escucha a sus dos compañeros de trabajo que devoran con especial dedicación aquel emparedado impregnado en humeante café mientras le mira el escote a la camarera, que recoge, limpia y sirve a toda prisa, agobiada por el ajetreo de la media mañana y la cantidad de clientes que buscan algo que meter en un estómago sin estrenar desde las 8 de la mañana. Que poco le importan sus conversaciones absurdas sobre fútbol, lo bien que le va al chiquillo en sus clases de inglés o lo repugnante que es el nuevo jefe de sección.
Siempre es igual, deseando que pase el día para llegar a casa junto a su mujer, poder relajarse un rato en el gimnasio y ver una película tirados encima de la cama. Pero esta semana es de especial trabajo con los números especiales y toda la historia. Sabe que su superior está mosqueado por sus ironías, la mala leche y los sutilmente ingeniosos comentarios de los que nutre sus artículos, sin nadie que se libre de la quema. Cree que puede intentar ser más educado, menos polémico... en definitiva, ser uno más. Pero si le quitan su coraza con la que descargar contra un mundo y unos habitantes que nota que no son los suyos, perdería el sentido último de la existencia. Sus lectores valoran ante todo la sinceridad y la naturalidad con la que se muestra, pese a que no puede ni quiere ser de otra forma. No es una pose, ni un intento de ser inútilmente provocador, es su forma de comunicar lo que siempre le ha gustado y lo que opina de todos los políticos, películas, personajes y paisanajes que pueblan esta simpática sociedad en la que vivimos. Anteayer el subdirector le dio un nuevo aviso. Esta tarde se siente más vivo que nunca, mucho más animado. Enciende el ordenador y con el punteo empieza a teclear un nuevo texto: “Habitualmente me suelo poner bastante malo con la imbecilidad imperiosa y reinante con la que convivimos día a día...”

Breves

Adrián Amaba a esa mujer por encima de cualquier cosa. Ella le decía a su vez siempre lo mucho que lo quería, pero no parecía bastar en su empeño de extrema desconfianza. El miedo a perderla, a que se acabara el amor, encontraba siempre un cauce de salida entre su sistema. ¿Cómo puede un hombre dejar de lado los temores que acechan cuando se demora más de lo previsto en una llamada, en una visita, en una salida nocturna con las amigas? Por una parte confiaba en ella plenamente, y por otra sentía punzaditas de metal helado en la boca del estómago cada vez que se sucedían algunas de estas situaciones. No era tanto el temor a un engaño como el miedo a sufrir él, a tener que encontrarse de nuevo frente a una situación dolorosa que lo lleve a reventar toda la estabilidad que había edificado entorno a ella. Egoístamente, el ser humano siempre busca el fin último de su autocomplacencia, su bienestar por encima del resto. No se le puede culpar por ello, al fin y al cabo con uno mismo es con quien más tiempo se va a pasar en la vida, y sentirse a gusto con tan especial persona es primordial para poder estarlo de cara a los demás, incluida tu pareja. Es una relación recíproca, pues si estás de puta madre con tu pareja, implica estar bien con uno mismo.

Al final esa inseguridad constante se volvió contra Adrián cuando ella conoció a un joven vital pero maduro, que le aportaba serenidad, confianza y mucho amor. Tardó 3 meses en conseguir que ella se sincerara, y para entonces su mundo se derrumbó por completo. Tuvo que pasar por las distintas fases de negación hasta la aceptación como si de un fallecimiento se tratase. Y tardo en descubrir que la huida nunca se debe al control ,a los celos o el temor, simplemente si ha de ocurrir va a ocurrir de todas maneras, y nadie puede planear quien va a entrar en su vida, de quien se va a enamorar o si el amor se termina por la vía del desgaste. La vida sigue.

07 marzo 2008

Quiero la cabeza de...


I
Hubo un día en que llegó a ser un escritor fracasado y un guionista sin futuro. Fueron sus mayores logros sobre unos andamios de papel. Acumulaba montones de textos en cajas. Ambos se observaban largas horas en silencio. Durante noches se retaron. Nunca se atrevió a enfrentarse a ellas, ni a ellos, a sus textos, pues temía los demonios del pasado, en su interior aún conservaba el irracional miedo de resucitar a las mujeres ficticias que había creado imagen y semejanza de las reales, las que tuvo la suerte o desdicha de conocer en sus años de infructuoso vagar en busca del amor permanente.

Durante un tiempo quiso querer a una muchacha de incierto sonreír que parecía dar por fin destino a una estrella errante de voz aguardentosa, víctima de los desmanes de la vida, rehén de un estado mental sin salida de emergencia aceptable. Tenía la pálida mirada que solo pueden poseer los ángeles. Por eso creyó en un Dios que reservaba su mejor regalo para después de pisoteado el umbral de los 40. Y tuvo fe en que ese invisible le cedía un pedazo de gloria para vivirlo. Y miró más allá de jardín de polvo que adornaban carreteras indómitas por las que vagar con la esperanza de que el último bar fuera el primero de algo nuevo. Y donde se obligaba a imaginar que una prostituta era una doncella de dulce sabor y único postor. Si acaso era capaz a reconocer el sentimiento cuando lo poseía, entonces fue feliz ese año recostado en las piernas y penetrando en los brazos de aquél regalo sin dedicatoria.

II
Hoy la noche es un pesebre de metal que augura una mañana nublada. Alguien escucha melancólicas baladas tumbado boca arriba en la cama, fumando un pitillo en silencio. Tiene aspecto cansado, y las arrugas del rostro marcan el rodaje de unos días aciagos.Deja la mente en blanco. Necesita de la nada para pensar. La cama es un ataúd, y las sábanas sudarios, que diría el capitán Ahab.¿Dormir? Unas últimas notas se lamentan en cinta grabada y el humo que aspira deja de correr, desvaneciéndose en la cargada oscuridad. Su nada se transforma en una sucesión de imágenes con el sin sentido de los recuerdos mezclados con lo absurdo. Piensa en los años que pasó en la escuela, en el gruñir del motor ascendiendo por la cuesta de una aldea, en trozos de hielo picado y moscas revoloteando alrededor de lo que queda de un gato. Se acuerda de ella y del invierno moviendo leña de un sitio a otro del garaje. No quiere que sea de otra forma. El sentido de vivir se ha marchado a hurtadillas de golpe, y en horizonte una única premisa. Alguien nos engañó cuando nos contaron el cuento a su manera. Un viejo revólver reposa en la mesita. La vida es demasiado sucia y gris, polvo y arena; un motel en medio de cualquier lugar de México. Un perdedor enamorado de una chica muerta. Unos hijos de puta causantes y localizados. No espera grandes cosas de su última función. Será un festín de sangre.

Contiunará

Hay dos tipos de mujeres: Las que amas y las que no. Y eso no se puede cambiar. Y las primeras te destruyen tarde o temprano- Su amigo Miguel filosofaba de la vida sentado en la banqueta con la mirada perdida en el partido de la tele. El bar tenía demasiado luz. ÉL, demasiado alcohol encima.
Ambos se reunían como cada noche de sábado a destripar la vida en un intento por huir de un alcoholismo exacerbado que destruía todo sentido de existencia ordenada posible. Hace mucho tiempo que dejó de ser algo social; ahora era una cuestión física.
Daba igual que no fuera el bar de moda, daba lo mismo las horas que pasaran dejando correr la noche sin vislumbrar presencia femenina alguna, pues había dos componentes únicos e irrompibles que eran todo cuanto necesitaban y deseaban: la bebida y la conversación. Una no cobraba sentido sin la otra. Varios Whiskies aflojan la lengua y la mente, varios demasiados te obligan a dejar de hablar. Ellos jugaban con ese límite, buscando el punto perfecto entre la exaltación de vivencias y sentimiento y la pura incapacidad de raciocinio. Eran seres libres enganchados a un círculo macabro por el que se pagaba un precio muy alto.
-He visto a amigos perderlo todo, dejar de salir con la pandilla, hipotecar su felicidad y su e, por una mujer, apostando por una relación que les hacía prisioneros de una apariencia de falsa estabilidad. Y luego irse todo a la mierda. 3 años, 4 años, 5...Y se enamoran del primer desgraciao que se les aparece. ¿Tú crees que eso es normal? Estaban en la fase de macho herido, con el corazón en un puño y la piel de gallina. El hielo llora dentro del recipiente.
La medianoche llega puntual a la ciudad. Siguen codo en barra y pómulos rojos. Ya van 4.-Puedes utilizar a la mujer como medio o como fin. Hay que la utiliza como medio para alcanzar sus deseos, una vida cojonuda y lo que siempre soñaron que sería "tener novia", o mujer, como coño sea. Y los hay para los que son el fin último de todo, la máxima aspiración es conseguir a una en concreto, llámala X, y en torno a esa premisa gira toda su vida. Les da igual perder lo que sea si consiguen a la maldita de sus sueños.