Nulla dies sine linea

15 octubre 2014

Nocivo



Una fina lluvia cubre los techos de la ciudad con su manto casi invisible, mientras el silencio de tu ático te impide comprender el bullicio de abajo, y la silueta de los tejados uniformes conforman el paisaje de tu visión de esa otra urbe, desconocida y gris como la tarde desapacible.
Mientras enciendes un cigarrillo detrás de otro y piensas en tu promesa de dejar de fumar, con fecha de caducidad de hace ya tres veranos, te atormentan las palabras de Laura, diciéndote que eres incapaz de confiar en nadie.
Es posible que las cicatrices de los hombres de ojos cansados no sean reconocibles a simple vista, aunque determinadas personas saben intuir lo que se esconde tras esos sutiles gestos de resignación.

Primero, en tu tardía adolescencia, te dio por alternar entre aquellas mujeres que tu hermano calificaba como “de mediana categoría” que no tienen nada destacable, ningún atributo artístico o intelectual las diferenciaba, pero eran más guapas que la media y posiblemente igual de tontas que las demás que normalmente despreciabas.
Carmen te burló admirablemente con las artes de la astucia y el disimulo, y ni siquiera te diste cuenta hasta que no lo tuviste delante de las narices. Una primera derrota que anotar en tu contador particular. Nada grave dada tu impetuosa edad, y tampoco estuviste tanto tiempo lamentándolo.
Enseguida llegó Isabel, que había malgastado su juventud con un divorciado miserable y fue a dar contigo como un balón de oxígeno antes de seguir recorriendo antros con un gruñido de satisfacción. Qué decepción llevaste al comprender que sólo eras un ave de paso para ella, mientras tú te enamorabas sin remedio de su naturaleza destructiva.
Con Sandra empezaste a ir a la deriva, llegando al desquicio. Aquella niña tan dulce y hermosa como diabólica ocupó tu corazón lo suficiente como para causar daños casi insalvables. Todas tus esperanzas, tu vida entera; nada querías sin ella, en ella habías cifrado todos tus proyectos, delegando en vuestro futuro en común las expectativas de felicidad. Y  para cuando se hubo ido, cuando te regaló sus últimas palabras con esa expresión de impasibilidad y fría indiferencia, las consecuencias ya eran demasiado profundas.
Un buen amigo te libró dos veces de sendos comas etílicos y el gorila de un bar de segunda fila te encontró tirado en los lavabos, con un hediondo charco de vómito a tus pies y a punto de entrar en sobredosis.
Te recuperaste haciendo ostentación de toda tu fuerza de voluntad, y lo más cercano al alcohol que tuviste cerca eran los bombones de licor de algunas cajas que tus allegados te regalaban.
Cuando volviste poco a poco a recorrer la noche y a beber sin miedo al volcán Teresa estaba al otro lado de la barra de tu regreso, con su sonrisa peligrosamente acogedora. Sus ojos eran pequeños y de mirada penetrante, y empezaste a sentir fascinación más por el discreto erotismo con que lo hacía que por los tragos a los que te invitaba.
Durante todo un invierno la esperaste cada noche de fin de semana, invariablemente, a que terminara de trabajar, para que te regalara las migajas de su amor, pequeños restos de besos y deseos que le permitía el cansancio y la desidia de una noche entera aguantando borrachos.

Los años pasaron y la vida ya no te parecía una alegre madrugada que había que incendiar. Enseguida tus amigos comenzaron a casarse, a juntarse de forma constante más por prisas biológicas y sociales que por verdadera apetencia, y las bodas sólo eran un compendio de comidas y bebidas copiosas antes de despertar con resaca y una nueva dosis de realidad machacona.
La mansedumbre de tus viejos amigos no necesariamente era motivo de felicidad, aunque siempre tus felicitaciones y deseos eran sinceros. Laura te acompañó a la última de esas bodas. Para cuando sirvieron los postres estabas tan borracho que apenas podías articular una frase sin dejarte en evidencia. La abrumaste y humillaste delante de todos, mientras dos familiares del novio te sacaban discretamente por una puerta trasera del restaurante.

Tal vez Laura tenga razón y tu miedo es siempre más poderoso que el amor. Los recelos y la desconfianza se imponen a la última ilusión de un hombre sin ilusiones.
Ella no te abandonó, sigue a tu lado pese a todos los desaires, aunque te preguntas cuánto tiempo permanecerá a tu lado.
Acabas de terminar una conversación telefónica en la que te dice que irá pronto a verte. Te sigue gustando vivir solo, pero cuida de ti, sabe estar a tu lado y entender tus silencios, tus manías y tus miedos. Aunque se enfadaría su supiera que estás ahora fumando de forma compulsiva en la ventana, mirando melancólicamente los tejados de la ciudad, mientras una fina lluvia amenaza con ensuciarlo todo un poco más.