Nulla dies sine linea

07 octubre 2008

El parque


Siempre me atrajeron los parques. Los de dimensiones aceptables. Curiosidad tal vez sea la palabra mas precisa, una atrayente fascinación. En ellos hay tres tipos de fauna: niños pequeños con sus madres, ancianos descansando en los bancos al sol, y primerizas parejas buscando su lugar idílico y natural donde dar rienda suelta a nervios y besos. Yo, que no pertenezco a ninguno de los grupos, me siento un poco aislado, solitario, es decir, a gusto.
He creado un cuarto estamento donde solo habito yo. Veo y pienso, pienso y veo; tranquilo, asumiendo mi papel. Veo la flora tranquila meciéndose sin ser consciente del paso del tiempo, como dando la espalda al mundo, a las carreras, a las 8 de la mañana frente al espejo del baño, a las prisas y las crisis, al corazón de la ciudad de los negocios. Es agradable comprobar la mella que el otoño hace en los árboles, en las ramas que se niegan a claudicar, en las derrotadas que yacen en el suelo mojado.
También es un excelente lugar para ver eso tan extraño de las relaciones humanas. La madre se preocupa de su pequeño, pendiente que no se lastime, de que no le muerda la mano un cisne, de comprarle un barquillo, de que no se caiga al suelo; en cambio el anciano ya poco le preocupa, solo mira al suelo como ausente, o al frente pensativo; está cansado de la vida, quizás busque sus últimos momentos como las hojas buscan su otoño, esperando que la existencia tenga la cortesía de otorgarle al menos un tranquilo crepúsculo pasando las tardes sentado en el banco de un parque.
Y los ejecutivos, los oficinistas, los empresarios, economistas, abogados y trabajadores de 8 horas pasan aprisa, atravesándolo de punta a punta en apenas unos minutos, sin pararse un segundo a observar, sin diferenciar entre acera y prado, entre jungla y verde, entre asfalto y vida. Y yo veo las rutinas de los demás y pienso en la mía propia, juego con mis sentimientos y sensaciones mientras masco pipas, escucho música o simplemente dejo que los sonidos de alrededor hagan de acompañantes a mis reflexiones. Es un buen lugar para irse a pensar; sentado o paseando, solo o en compañía de alguna buena canción, notando a noviembre entrando en la ciudad, recorrer sus calles y sus gentes; y buen rincón para hablar con el amor perdido, aunque no pueda escucharte, para hablar al hermano herido, aunque no quiera oírte, para reconciliarte contigo mismo, aunque no puedas perdonarte.
Al irte y volver de un paso a la urbe, dejo en el parque algo de lo más profundo de mi, secretos que solo sus ramas guardan, cavilaciones sobre aquella adolescente de 15 años que mira apasionada al chico de piercings que tiene a su lado, ignorando que tarde o temprano le partirá el corazón, o aquella chica que todos las tardes va paseando pero pasa rápido a mi vera y rehúye el contacto con mis ojos porque le asustan los enigmáticos solitarios, porque ella también se siente sola y aunque hay una ruta más corta para ir a su casa, rodea por el parque porque en el fondo es igual que yo y le encanta ese pequeño oasis dentro de la civilización.
Hace dos semanas la he visto salir de una tienda donde yo estaba comprando libros. Le he dicho que aunque estemos fuera de nuestro entorno, para mí siempre será la chica del parque. Es agradable e interesante. Empezamos a conocernos, y en sus ojos habita la primavera que no había en las hojas vencidas. Creo que ahora los dos nos sentimos menos solos. Paso los días a su vera dejando de pensar en mi vida y viviéndola. No he vuelto al parque.

Pósters

María pensaba de pequeña que los hombres eran como los pósters que colgaban de la pared de su habitación: perfectos, hieráticos, divinos, adorables, sin un solo surco en el rostro y en el carácter. Para ella el hombre que la esperaba en algún lugar en el exterior sería como su padre, al que idolatraba y encontraba en él la figura masculina perfecta, tan parecido a las estrellas del cine que veían juntos, Bogart, Cary Grant, tan elegantes, tan guapos, tan románticos…deseaba crecer para ser digna de algún galán semejante, de unos ojos como el Brad Pitt de la cabecera de su cama, de un misterio como el de Robert Mitchum. Le costó tres te quiero y cuatro despedidas comprender que el cine imita a la vida, o la vida tal vez imite al cine, pero es solo eso: una mera imitación, papel cartón de lo que esperaba fuera material inoxidable, una mentira que los actores y los pósters habían disfrazado; ellos eran también culpables de su inocencia arrebatada, de la verdad camuflada, de la estrella perdida.
No existía aquel que decía frases memorables a la luz de un piano, ni el trajeado y diplomático que hacía reír con una frase ingeniosa y moría por recibir la sonrisa de una dama, ni un breve encuentro en un tren con el hombre de tus sueños, ni el último recuerdo de París en algún refugio africano, ni nadie que fotografiara puentes como una señal de la distancia que les separaba y a la vez les unía, siendo consciente de las certezas de la vida.A ella su última certeza se le había ido con una compañera del trabajo seis años menor. Solo lamentó su ingenuidad, su falta de visión, sus pájaros en la cabeza. Pero había vivido y amado a su manera y de eso no se arrepentía.
Su padre le decía que eso le pasaba porque estaba en edad de creer en el amor. Ella comprendió que él cree en su familia, en su trabajo, en sus seres queridos, pero descubrió que el amor se había marchado sin avisar cuando advirtió que los últimos 10 años de su matrimonio habían sido exactamente iguales a los 10 anteriores. El amor es solo una ilusión que nos acompaña hasta que aposentamos nuestra vida, hasta que notas que el camino que te separa del final es más corto que los años recorridos.
María ha dejado de creer en los hombres perfectos. Ha adoptado una actitud inteligente, ahora vive con un tipo simple, pero que la quiere y la trata excelentemente, un empresario que hace su casa y su vida normal y agradable, un don nadie del parquet de la bolsa que está forrado de millones y ausente de carácter, de genio. No se le puede poner ninguna pega. Tampoco quitársela; lo que ella aprende con él es infinitamente menor que lo que algún día llegó a aprender con su padre, con alguno de esos chicos que creía perfectos, y no lo eran, pero le enseñaron algunas de las cosas que guarda en su alma. Desde el porche de su bonita y gran casa respira tranquila su confortabilidad, pero aún puede sentir los días de desengaños y sufrimientos, de estrellas de cine y galanes disfrazados, de morder la vida con tanta pasión e incertidumbre que notabas que su sangre te llenaba de vitalidad, de emoción. Puede contemplar la sombra de lo que fue, los momentos en los que el corazón todavía le daba un vuelco con un beso; y aún puede ver el esplendor en la hierba.

02 octubre 2008

De periódicos y madrugadas

Cuando era joven y creía en la exaltación de sentimientos, en la revolución y agitación de las mentes, en los grandes titulares y las oportunidades de esa cosa incierta llamada destino, recorría los rincones de las vivencias de mis amigos en noches a la luz de varias copas inhibidoras y anestésicas. Era agradable descifrar claves ocultas del mundo, del universo de los libros o del cine.
Cuando iba caminando hacia casa, bien entrada la madrugada, incluso a veces rayando tímidamente el alba, acostumbraba a coger una barra de pan de un saco colocado a las puertas de una cafetería y el periódico de la nueva jornada que ya atisbaba. No era un robo, digamos que era un préstamo, o un tributo por la osadía de dejar en la calle los repartos de pan y prensa. Leía con mucho interés las noticias del día, y sentía mucho más profundamente las desgracias, la ira de los destacados políticos o religiosos y los sucesos. También me entusiasmaban los textos de los columnistas que allí escribían, me parecían relatos magníficos, colosales, y al llegar a casa incluso los recortaba para poder leerlo al día siguiente temprano antes de que mi padre se llevara el periódico a pasar el día con él, igual que se llevaba una novela a la playa o un bocata de tortilla las tardes de campo.
Pero al día siguiente la decepción era grande, descubría que no eran tan buenos ni tan fascinantes, las maravillosas sensaciones habían desaparecido y los veía normales y simples. Me sentía defraudado por mi artificial excitación de la noche anterior y por la traición de mis sentidos. Pero en el fondo pensaba que en mi estado de ligera (en ocasiones) ebriedad comprendía mejor esos mundos de sus personaje, esas historias cruzadas y vidas rasgadas de sus líneas; o esa opinión perfectamente expresada de un analista político, que había utilizado argumentos que antes de dormir me habían erizado la piel por su sensatez, su coherencia y su sentido común, pero ahora era solo demagogia disfrazada de periodista.
Por mis experiencias con los relatos de la prensa hurtada de una cafetería nunca me hacia ilusiones con las mujeres. Sabía que la noche daba cabida a hembras con la pose de auténticas, a lobas con piel de terciopelo y a artificio con perfume de Channel. Me había pasado que al despertarme con fuerte dolor de cabeza y manchas de carmín por el cuello, un papel y un número me sobresalían del pantalón como sobresale un herpes en el labio. Marcaba ese nombre anónimo apodado, por ejemplo, Tamara, con los bellos recuerdos volviendo a mi cabeza, y la voz que contestaba no era ni tan dulce ni tan bonita que como mi memoria la recordaba. Y es que uno no podía fiarse ya ni de su cerebro, tantas veces alterado para hacernos ver lo que no es, sentir lo que no sentimos y enamorarnos de quien no debemos.
Ahora que han pasado los años, ni robo periódicos ni llamo a números sin más referencia que unos besos a mordiscos en el portal de cualquier calle; y compruebo que la vida es mucho más triste sin aquellas fastuosas columnas con hedor a whisky que me hacían creer que la rutina estaba llena de belleza impresa, y las tragedias son más banales y cotidianas. Mi mujer dice que soy un aburrido, y aún recuerdo esas noches incendiarias donde la realidad y la ficción se entremezclaban para dejar paso a un recorte amarillento y un papel en el bolso con un número de teléfono.