Nulla dies sine linea

29 marzo 2010

Llagas

Entrar de puntillas en el mundo de Alejandra es como adentrase en una de esas casas vacías que aún guardan fantasmales evidencias de un ostentoso pasado mejor, donde los suelos y azulejos sugieren vidas anteriores, vestigios de fiestas que ya se han terminado, de voces que se fueron apagando pero que aún parecen coexistir entre las paredes y los muebles, los grandes tirantes de madera cubiertas de polvo. Su mente se asemeja a un cóctel formado por los restos de una orquesta que ya no toca, melodías de otra época, de veranos incompletos, más años que promesas que se dicen en la cama y muchas barras en la mirada.
Ella me habla con la calidez cercana y a la vez tan remota y misteriosa. Tengo la impresión cuando estoy con ella que su melancolía es intrínseca a su alma desvencijada, que en cada calada y cada trago vive palpitante un deseo de nada. Hablan sus silencios de los días de vino y rosas y de partidas en las que daba igual la derrota de todo lo que soñaba. Y le tiemblan las manos al coger la copa, bebo a su lado y entre sus piernas y sus arrugas de los envites del existir me gusta explicarle que está equivocada en su mirada pesimista y su empeño en radicalizar el olvido. Hacerle ver que en el combate sin tregua contra el tiempo él es una parte imprescindible de todos los recuerdos que dejaron de latir, que no sangran, pero indiscutiblemente forman las cicatrices de la memoria que nos van conformando y nos convierten en lo que somos: una acumulación de fracasos y victorias, de ridículos por ilusiones, de mil vidas dentro de una vida, el conjunto de las noches y el alcohol y las risas y los amigos; ese instinto de supervivencia y la piedad de los suicidas que nos enternece y nos asusta. Le hablo de la esperanza y de admitir el molde que somos, incluyendo también aquello que hemos dado por perdido, sin culpar al destino, brindando por todo ello.
Alejandra me observa, sonríe y afirma sin acritud que soy muy joven para entender muchas cosas, y me besa la frente con tierno apego, me invita a vestirme y a abandonar unas sábanas tristes que aun saben a miel. “Te encontraré si te necesito”, me dice con una mirada segura y directa de quien no busca ni consuelos ni distracciones. Pero yo la necesito más a ella porque entre su cuerpo de llagas invisibles y su vistazo turbado del mundo hay mucha experiencia de la que beber, aunque seguramente en un momento de extrema lucidez se percatará del final de la fiesta y también a mí se me cortarán las alas y se marchite la juventud. Probablemente no nos salvemos ninguno de los dos.

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