Nulla dies sine linea

25 junio 2011

El vuelo

Desde la verdad literaria, estética, moral, que conquista el tiempo, la imaginación, la sensibilidad, la vida.

Creo que el recuerdo de Gema es al que más veces he recurrido para explicar, en primer lugar, uno de mis modelos de mujer favorita, la chica joven y valerosa, decidida a sacarle a la vida el máximo partido. Cuando la conocí, en el último día de una dictadura que terminaba, tenía el brillo imperecedero de las cosas eternas, y un conjunto de miradas a su alrededor, admiradoras y recelosas, que la acompañaban allí donde iba, allí donde sus pies pasaran con tanta gracia y delicadeza, con la sonrisa afectuosa y la mente puesta en alguna ilusión remota.
Yo era mayor que ella, tenía la atracción de la confianza y la perfecta posición que en su casa le recomendaban.
Sin que su alma hubiera cumplido los dieciocho, averigüé que su cuerpo podía ser más inmenso que el mismo océano, sólo con darle cada noche una forma distinta, un recorrido nuevo y especial. Era necesario quererla pese al desapego con el que encaraba cada nuevo quebrar del alba, como si cada día fuera necesario renovar las identidades, presentarnos otra vez como dos desconocidos e ir llevándola poco a poco, con extrema sutileza, hasta el borde de la cama en el que conseguía desnudarla.

Y podía constatar con preocupación que existía ya por aquel entonces una tendencia de ella a sentirse atraída por los aspectos más turbulentos y poco recomendables, el coqueteo con los preceptos más peligrosos de la libertad. Como si su belleza y (mi) algo parecido al dinero no fueran suficientes para todo el provecho personal que podía sacarle a una vida sosegada.
Todo lo que conseguí de ella en su huida fue una postal desde la Riviera francesa y unas rápidas divagaciones sobre la necesidad de un cambio, de virar el rumbo de sus expectativas de aventura y felicidad. Tratando de establecer algún tipo de coherencia en lo ocurrido, mandé algunas cartas a la dirección remitente, y sin ningúna respuesta, fue pasado tres años cuando supe que se había casado con una especie de intelectual francés que tenía mucho tirón en las revistas de la época. Si los años 70 tuvieron algo renovador en el aspecto sociocultural, para Gema fue experimentar con el candor inyectable de la heroína, y esa forma única de viajar y de soñar que le producían los opiáceos.
Cuando su marido apareció una madrugada con la tez pálida y la mirada inerte, cogió su maleta rumbo a su ciudad natal y al encontrármela vi que sus sueños seguían en pie, porque en el fondo los hombres eran únicamente un motivo, nunca una solución, y el fin era la motivación de cualquier medio.
Fui una especie de descanso, y durante algunos meses la dejé dormir en mi cama y en mi pecho aunque sabía con desaliento que nunca podría tenerla, que jamás sería de nadie. Como un torbellino puso patas arriba mi rutina de trabajo y negocios, pero me bastaba con mirarla al llegar a casa, creyendo inútilmente que se quedaría, que vencería la fuerza de la costumbre.
Y es que mi sensibilidad hacia las personas había cambiado por su energía devastadora, por la forma de amar tan temporal, tan intensa en sus achaques y finalmente tan volátil. Me confesó que no supo aprender a quererme, que todo lo que podía ofrecerle era una perfecta estabilidad imperfecta.
Lo extraordinario no es que Gema fuera ingenua en el devenir de su propia vida, sino que los sueños que tenía y la forma de avanzar sin miedos y con una admirable fe en sí misma le hacían conseguir poco a poco los objetivos de su propia manera. Fue reclamada por hombres que le dotaron de la fugacidad de las cosas, la felicidad que existía en las madrugadas, en chequear distintos amaneceres en países distintos, las ciudades que a su paso se rendían a su belleza incontestable.
Creo que mi único error fue anhelar atar a tan excepcional ser a mis costumbres y mi conservadora concepción de los años. El de ella fue morirse demasiado pronto, sin haber cumplido los 60, con el menor de los sentidos, de la forma más incomprensible y sin lograr finalmente la felicidad de su causa de ilusiones caducas.
Aquí hubo una batalla librada y perdida, y la crisis y la materialidad de todo lo que tiene verdadero valor me hacen evocar de nuevo las escapadas de aquella chica que nunca se conformó con aceptar sin más a alguien como yo, y buscó sus propias huellas en sus correspondientes senderos, aunque hubiera errado el camino, la memoria baldía de su figura me hace saber que la quise pese y precisamente por eso, porque ella equivocó sus pasos en un laberinto sin salida pero no dudó en rechazarme por huir de cualquier destello parecido a la resignación.

1 comentario:

Alba Teresa Porta Garcia dijo...

Para bien o para mal así se le refuerza a uno la idea de que todo el mundo es prescindible.