Nulla dies sine linea

28 junio 2011

Con nuestra edad

Había perdido la batalla contra la juventud y la primavera, y con su dolor redimía un pecado imperdonable y propio de su edad: negarse a morir. Pero no hubiera podido adentrarse desolado en la oscuridad sin haberse agotado un poco más; lo único que había querido, al fin y al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte corazón. La lucha, la lucha en sí, valía más que la victoria o la derrota.
Cuentos reunidos. F. S. Fitzgerald

Cuando finalmente estaba a punto de romper el estío con todo su fulgurante esplendor, y el invierno sólo fue un recuerdo lejano de inmensas noches, Montse y Toni ya habían agotado su capacidad de resistencia. El aire traía hacia ella tantos recuerdos y pensamientos tristes que le era imposible no sentirse, en ocasiones sin previo aviso, melancólicamente angustiada, y entonces su mente se le nublaba y el corazón se le encogía hasta sentir un fogonazo de hielo intenso dentro de su pecho y una tenaza oprimiendo su cabeza.
Había pasado largamente de los cincuenta y aquellas ilusiones incesantemente renovadas de la juventud eran quimeras carbonizadas en hogueras cuyas cenizas se secaron y de las cuales ya no quedan ni las ruinas, y la mujer metódica en que se había convertido después de muchos años viviendo sola era únicamente un premio de consolación.
El método de su vida era llevar las cosas en un escrupuloso orden, desde el momento en que se levantaba y tenía en la cabeza la lista de la compra, pasando por la colocación de sus facturas y vestuario, hasta el instante de meterse en la cama y seleccionar uno de sus vinilos para que la acompañara en ese viaje hacia el sueño, en ese vacío por llenar, y que nadie supo sustituir desde que él se fue, o se fueron, o decidieron mutuamente irse antes de que sus cuerpos se secaran.
Pero ese orden se vino muy abajo en el preludio de los sofocantes calores del verano, de inhalar aquel aire viciado de los tubos de escape de los coches y el asfalto ardiendo bajo sus ruedas, con la llegada en marzo de Toni por trabajo a la ciudad, y querer verla, y recordarle otros tiempos y otras vidas, y su cara mucho más mayor y cansada (había envejecido, tenía una sombra de severidad en el rostro y sus ojos rebosaban seguridad en sí mismo) volvía a recordarle lo que un día de despedida fueron: una declaración de intenciones hacia la derrota, de vida negada por inercia, por sobrevivir al dolor.
Como si en esos treinta años el tiempo no hubiera existido más que para los dos, y la madurez les hubiera enseñado a ser pacientes en el empeño de olvidar o de esperar, aunque las navidades se sucedían unas detrás de otras, volando impersonales, y las hojas del calendario fueras arrastradas, suprimidas, sin darse cuenta; y así justo antes del verano, en una jornada pegajosa, Montse se echó sobre su cama, apoyada la cara en el cobertor que cubre la almohada, y partió la tarde en un intenso llanto, sin explicación, sin detenerse, lloró ininterrumpidamente hasta bien entrada la noche, de forma lineal, con disciplina marcial, hasta quedarse dormida, exhausta y aliviada.

Aferrarse a la vida como algo que está más allá de los caprichos del amor, era lo que reclamaba ante el empuje insistente de Toni, los recuerdos maravillosos o el último tren que pasaba en el terreno sentimental; y dejarlo irse, simplemente para preservar el recuerdo, para no contaminarlo con lo que no querían, lo que únicamente necesitaban.
— ¿Qué te pasa? —le decía—. Pasó mucho tiempo desde que teníamos la juventud recién estrenada, pero ahora soy un hombre nuevo, mas asentado, más estable, y ambos queremos poder pasar la madurez, los últimos años, juntos. ¿No puedes comprenderlo?
Lo comprendía, y ése era el problema.

1 comentario:

Alba Teresa Porta Garcia dijo...

No sabría decir qué saco en claro de este relato. Como con todos los demás, me revive vivencias del pasado y vuelve nítidos temores y traumas infantiles. No podría ser objetiva. Buen escritor.