Nulla dies sine linea

16 enero 2011

Tiempo

Era él. ¡Qué me cuelgen si no era él! Después de tantos años, tantos sueños rotos después. Imagínense, aquella foto en blanco y negro, dos críos con los pantalones cortos y los calcetines hasta lamer las rodillas, dos pequeños hombrecitos que jugaban a mantener la espalda recta y a comportarse como tal; esa era la última imagen que tenía de él, y ese es el tipo que tenía enfrente, aquel niño que miraba desafiante a la cámara y lucía una raya en el pelo perfecta era este hombre canoso, con surcos alrededor de los ojos y barba poblada que hablaba de cuentas en bancos y cuentas pendientes.
Me contó que tras muchos años de enamorarse alternativamente y llorar por ello, se casó con la primera que había olvidado, cuando la encontró por casualidad en una conferencia de seguros y descubrió que aunque acostumbran a ir parejos el tiempo y el olvido no son en ocasiones cosas que se llevan bien.
También me dijo que había estado subido en el euro por un tiempo y que luego cayó con la misma facilidad que antes descolgaba el teléfono para reservar habitación de hotel y cava.
Pero sobre todo me habló del tiempo. Bebiendo sendos Gin tonics de media tarde y sentados con más desidia que interés me habló de aquello que pasa sin ningún tipo de medio para detenerlo. De que nos convertimos, no ya en jóvenes sino en seres maduros y encorvados, intentando disfurtar de los momentos que nos ofrece la delicia de la rutina.
A pesar de que ignoraba que jamás atendí a consejos y aceptaba con deportividad mi propia derrota, dijo que era cruel y ambicioso, que el tiempo nos marca y antes de que nos demos cuenta tenemos demasiado a la popa, infinito, lejano, fuente sólo de recuerdos y lamentos.
Aquello que nos llenaba de esperanza, un día abres un albúm y te ves joven, con la vista sin dudas, sonriendo altivo a la vida, un cuerpo que cubre con creces la camisa y las expectativas. Y piensas que ese chico que recibía el sol de frente sin inmutarse, sin pestañear, captado por el objetivo por las centurias venideras, está atrapado en un lugar del que nadie regresa, hacia el que nadie retrocede. Y han pasado personas que se han ido con cada golpe, con cada portazo que se escapa con él la ilusión, y se pensaba que era eterno el amor aunque lo único que permanece incorrupto es nuestro propio fin. Y un día eres consciente de que ese final es una fría realidad, cercana e inamovible, que no se detiene ni hace la vista gorda por nadie; quedan tus hijos para un nuevo amanecer.
Me contó, serio y cotidiano, como haciendo repaso de las tareas del día, que cuando creces y te pasas ya de la frontera de la juventud olvidas las promesas que un día hiciste con tanta pasión y rabia, dejas de lado memorias por la propia superviviencia, observas la traición cruel de los años, cediendo la libertad para adquirir seguridad. La realidad asesina los sueños porque siempre se impone la practicidad, el yo del día a día.
Ya no hay fuerzas para reconstruir cada piedra que cae, ya no luchas por las ideas de papel que se rompen con la humedad. Y tú te rompes un poco más por dentro, piensas en enterrar el tiempo en que amabas con tanta irracionalidad que eras lo más lúcido a este lado del paraíso.
No olvides, me dijo clavando la mirada en mí, que el tiempo es un luchador implacable, que el llanto de una herida que jamás se ha cerrado, la de una vida que quedó sin vivir, no es consuelo. No es consuelo el lamento ni la silenciosa desesperación. Nadie te devuelve lo que perdiste por no batallar por ello, nadie recupera por ti el milagro de la luz, te dejas llevar y el tiempo te lleva con él, tranquilo, sin avisarte, te mece en su lecho hasta que no tes das cuenta y estás a veinte años de distancia de donde soñaste ser feliz.

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