Nulla dies sine linea

19 enero 2011

Dirigido


Era conocida en toda la Costa Brava por su figura, su estremecedora belleza y la carnalidad mareante de su silueta en bañador. Sonreía, fumaba y era amante de los placeres y lujos de la vida. Pilar era la novia que respondía a las más bellas expectativas de cualquier joven próspero. Deslumbrante en sus formas y en su forma de encarar el tiempo, parecía no vivir en ella los errores de la ingenuidad. Educada en un ambiente simpatizante del Régimen aunque no tan asquerosamente rico como aquel del que yo provenía, era desconcertantemente católica, conservadora y llevaba la palabra MATRIMONIO escrita en la frente.
Así terminamos la educación en el colegio privado y yo la esperé con paciencia a que se abriera a los primeros besos y magreos en la parte trasera del coche, aposentado en el borde de un camino que se alzaba sobre el mar, con el sol desvaneciéndose en la línea del horizonte. Junto al eco de esos besos no podía callar el fulgor de la juventud y la magia de la belleza que existía en nosotros. Al menos en ese rostro angelical que yo miraba con deleite, pues nunca fui excesivamente guapo, ni tampoco alto o musculado, por ello me sentía mucho más afortuando de tenerla conmigo, de poder sentir su dulce perfume cuando la estrechaba entre mis brazos y aspiraba el olor de la primavera y el sabor salado del mar que el viento nos traía. Ella me amaba y amaba todo lo que yo significaba, todo lo que yo aportaba, todo lo que consideraba era perfecto, correcto, preparado para cualquier tipo de visto bueno; y sin duda yo todo lo veía bien a través de mis ojos grises y delicados tan honrados como los de cualquiera.
En esos iris azules como la inmensidad del océano yo encontraba la pura esencia de la existencia, el tuétano de la vida, y mientras me encargaba de las cuentas de la empresa familiar tenía tiempo para ser el único en su vida. Su hambre de sexo y pasión no era tanto como el tranquilo placer de la estabilidad y el confórt de una relación eficaz que le daba el pase a las mejores fiestas, los mejores contactos y el aprobado en el sagrado altar de la más absoluta decencia.
Un verano, mientras yo tomaba el sol tumbado a la larga en la toalla, la vi meterse en el agua, ver las olas lamer su piel, zambullirse su melena rubia en el mediterráneo que la recibía en su lecho azul, entrar en sintonía con la marea, mientras la luz del sol proyectaba las gotas en su cuerpo como un fresco y moreno pictográma, y pensé que no necesitaba nada más para ser feliz. Dinero, amor, la chica más hermosa que habían visto mis ojos y que ese verano me había dejado entrar hasta sus pletóricas profundidades. La juventud nos daba el beneplácito del hedonismo y los negocios me proyectaban sobre la sociedad que habitábamos hasta hacernos distinguidos y eternos.
Recuerdo especialmente ese mismo verano un cócktail en un club de playa de unos amigos muy cercanos y muy bien posicionados, una terraza erguida sobre la bahía, gentes riendo y disfrutando de su opulencia. Era una mezcla de la bonanza de la zona, de las familias más distinguidas de Cataluña. La democracia acababa de nacer, aún estaba dando sus primeros pasos, y aquellas familias habían prosperado y medrado bajo la sombra del águila.
Ella iba vestida de manera informal, con un vestido veraniego, y aún conservaba el pelo húmedo de la ducha tras el chapuzón de la tarde. No podía dejar de observarla mientras intentaba sonreír y charlar con el mayor número de invitados posible.
Algunas personas que habían bebido demasiado se encontraban en un estado de inestable entusiasmo, pero otros permanecían aburridamente sobrios. Hacia ella iban diriguidas la mayor parte de las miradas furtivas, bajo gestos de exclamción, y también los ojos recelosos de otras invitadas se posaban en ella, que permanecía siempre impasible, arrogante bajo esas gafas de sol. Creo que fue el día que más bella la encontré. Y fue el día que decidí que me quería casar con ella.
Un poco más tarde la perdí de vista y la divisé al rato hablando con un tipo que no conocía sobre la barandilla de la terraza. Me acerqué y omitiendo deliberadamente al desconocido, me la llevé del brazo, feliz y triunfante.
— ¿Quién era ese? —le pregunté, disimulando cualquier inicio de celos.
— No era nadie. Una especia de bohemio buscavidas —contestó mientras giraba el rostro.

Algunos veranos después ya era mi mujer. En los años en que yo terminé la Universidad y estuve alejado por algún tiempo, ella había descubierto que tenía mente y había comenzado a leer. Una actitud extraña, que supuse impulsada por el ambiente intelectual y progresista que irradiaba la Barcelona de aquella época naciente. O por alguno de sus amantes. Porque había tenido amantes. Yo fui vagamente consciente de al menos uno.
Pese a que todos los indicios apuntaban a que ya no estaba enamorada de mí, me casé. Es muy fácil vender tu alma cuando la pasión no te deja ver la verdad y el corazón enturbia tu mente. Como ella en todo momento quiso hacerlo, sellamos nuestro amor bajo el altar de una basílica cristiana y rodeado de lo mejor de la sociedad catalana. Yo estaba ensimismado por mi dicha, y sin saberlo, Pilar demostraba así su habilidad para combinar el amor con el provecho, la utilidad con el deleite, lo ameno con lo conveniente.
Centrada en la educación de los hijos y en mantener su rostro bello y juvenil, olvidando que no hay mentira ni disfraz que pueda burlar al tiempo, nostros cada vez discutíamos más y hacíamos menos el amor. Ya apenas compartía nada con ella.
Tenía mucho trabajo con la empresa y los enormes beneficios que me daba y eso me echaba una mano para estar ocupado y no pensar en lo fatalmente insulso de mi matrimonio y lo mezquino de su placer al verse siempre en estado de dicha económica, y alimentando con prescindibles lujos al vacío que le provocaban la ansiedad del paso de los años en su figura, en sus senos que habían perdido consistencia y firmeza, en el vientre testigo de la maternidad. La certeza que encontró en los libros de que existía otro mundo de pasiones e inquietudes la hacían doblemente desdichada.
Así mi cabeza iba descubriendo claros, mis arrugas se hacían más visibles, el tono anterior castaño del cabello se tornaba gris y blanco. Y la vida iba siempre de la mano de un poso amargo, como la sensación que deja un niño al morir, como la última caravana de una etnia en extinción. Es esos años cuando nadie te pregunta cómo te va, quién habita tu corazón. Se supone que estás casado y ahí se acabó todo, eso es la eterna y suficiente explicación. Pero esta sociedad hipócrita no quiere saber nada del paso de la vida en los años deseperadamente iguales unos a otros, del óxido reproduciéndose en los corazones, del todo dicho, del todo besado, del cálculo frío en las pretensiones de los sentimientos.
Hoy iba por la calle pensando en ello mientras ella, unos imperceptibles pasos por detrás, observaba escaparates y lucía su última adquisición en forma de abrigo. Así iba recapacitando sobre dónde iba quedando más difuso el recuerdo de la juventud malograda, reventada en las rocas en la que nuestra aventura se había estrellado, y nadie nos perdonó nuestra juventud y nos devolvió la candidez del sol, no había fiestas en las que presumir de chica.
Maldito corazón que fue idiotamente dirigido y enamorado por una mano férrea y calculadora hacia la estabilidad y la prepotencia ciega que significó mi muerte, sus amantes y la causa última de estas arrugas que hoy permanecen en mí tan arraigadas como este interminable invierno.

No hay comentarios: