Nulla dies sine linea

12 diciembre 2008

Preso

Desde hace un tiempo me llama poderosamente la atención las vidas ajenas. Pero no en el sentido del cotilleo y el despellejo español, sino como ejercicio intelectual para el desquite. Como en mi casa soy ya prácticamente un extraño—mis hijos apenas me miran para hablarme, mi mujer prefiere ver la tele a verme a mi—me imagino constantemente historias que van y viene por el aire, al ir caminando hacia el trabajo, paseando al perro por el parque o viajando en autobús, me cruzo a extraños y no tan extraños, siempre de un lado hacia otro y pienso quiénes son, que llevan colgado de sus cabezas, su infancia, sus miedos, sus deseos, sus parejas…la ciudad está llena de historias y a mi se me ocurren por nada. Soy de los que opinan que hasta el más simple de nosotros guarda secretos, vergüenzas, anécdotas turbias o tristes, apasionados sentimientos y alguna que otra majadarería. Es un buen anestésico para olvidar la mía propia; abstracción para el sufrimiento y la soledad. Ellos no son conscientes de que potencian mi imaginación, y así me entretengo luego desmembrando sus rutinas. Algunas ideas son delirantes, otras inteligentes, las hay sorprendentes y hermosas.
Pero lo que más me he atraído y alimentado mis evocaciones inventivas y literarias es que durante todo un invierno había ido, puntualmente cada día, a la misma hora, a ese mismo quiosco y pedía el mismo periódico a una chica de profundos ojos atezados que sonreía en silencio mi hábito de presencia. Su figura hipnotizaba toda la estancia. No era voluptuosa, era similar a un frágil ángel de perfiladas facciones y con un intrigante mundo interior que se apreciaba por su forma distante de comportarse, sin dejar de ser dulce; la dureza de su mirada, sus gestos sublimes. Era bello porque no nos conocíamos de nada, pero con el pasar de los días y las semanas, repitiendo siempre el mismo protocolo, había entablado con ella una relación no verbal y secreta que me llevaba luego a fantasear con su vida, su nombre, como sería su olor, su tacto, el terso de su piel, el motivo de que nunca hablara, sus inquietudes diarias.
Luego entraba en un profundo estado de letargo que se acomodaba en mí varias horas, y sobre papeles blanquecinos escribí un puñado de historias con mi única y máxima inspiración de aquellos ojos, aquella figura de musa que se tornaba un tanto ridícula ya que solo era una mujer detrás del mostrador de un quiosco. Llegué a convencerme de las cosas que contaba en tinta, y cada jornada que volvía, la observaba con disimulado disimulo e indagaba sobre nuevos aspectos de su persona.
Hoy he decidido a dar un complejo vuelco a toda esta situación. Tardé cierto tiempo en aventurarme, pero he metido en el bolso de la gabardina todos los escritos y análisis sobre mujeres silenciosas y sus vidas de felicidad o tristeza, y quería explicarle que solo soy un soñador, un tarado que se fija en las cautivadoras miradas extrañas y utiliza la inventiva que considera está detrás de retinas oscuras como la suya. Quizás me internen en un frenopático.
Al entrar por la puerta, una cara insólita apenas alzó la vista. Era un tipo de avanzada edad con unas aburridas gafas reposadas sobre la nariz, el pelo blanquecino e insertado tras una camisa blanca de rayas. ¿Quién era ese hombre? Tal vez estuviera supliéndola momentáneamente. Sin decir nada salí receloso del establecimiento. Mañana volveré a pasar por allí. Algo me dice que estoy viviendo preso de mi propia imaginación.

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