Nulla dies sine linea

22 diciembre 2008

Destruir


Sonreía con gracia sorda, como sonríen los siniestros payasos de peluche de tétricas encías. Observaba orgulloso el resultado de su propia abyección, aquella mujer inclinada sobre sí misma, tapándose el rostro para que las lágrimas no fueran a su vez percusoras de la vergüenza. Sollozaba víctima del engaño, de la rabia y el miedo, del pudor que sentía hacia sí misma. El hombre que tenía enfrente permanecía firme, con los brazos en jarra, impaciente y divertido a la vez. Se diría que disfrutaba con todo aquello, en su macabro juego del dolor. Se regocijaba agrediendo a esa silueta temblorosa, envalentonándose con superioridad, queriendo obviar que en cada golpe, cada insulto, iba sumergida la rabia de sus propias frustraciones, de su vida sumergida en la nada, del alcohol y las noches sin futuro. Y destruía a cada impacto la vida y la integridad de lo que había llegado a querer más que nada en el mundo, víctima y reo a la vez de su personal decadencia. Y esa noche usó la hebilla del cinturón después de atizarla fuertemente con los puños. Borracho y confuso, sonrío sin saber si había llegado demasiado lejos, si realmente lloraba o permanecía quieta.

Para ella no existía otro modo de sentir que el miedo, y únicamente esa sensación le provocaba el que era su marido; y la desesperación se adueñó poco a poco de su razón al comprobar que no conocía nada del hombre con el que se casó, y un terror pavoroso calaba su juicio y su ánimo en las envestidas del nuevo día, desconociendo el límite de su túnel, ignorando si algún día sería él quien cambiaria o sin saber si volvería a sentir alguna vez el amor.
Hoy le miró con arrogante valentía, con el temor camuflado de quién recuerda un abismo tenebroso, y sin mediar palabra la pegó. El pánico mudo la poseyó, hasta que notó sobre su cabeza la firme dureza del acero, perdiendo sensibilidad hacia aquella violencia, y los sonidos comenzaron a llegarle más distantes, como procedentes de un mundo lejano; únicamente sintió un extraño cansancio, hasta quedar reposada sobre sí misma, con las manos cubriendo su rostro.

Cuando el mareo se apaciguó, se irguió intuyendo que habían pasado bastante tiempo desde que perdió ligeramente el sentido. Encaminó tambaleándose el camino del pasillo hasta llegar al baño situado al final. Él ya dormía, respirando seco, roncando sonoramente en la habitación, y no pudo saber que su mujer contemplaba su cabeza ensangrentada en el espejo del baño; que las lágrimas se juntaron con las gotas de sangre en la visión de aquel reflejo. Sus ojos se nublaron ante la visión de aquella caja de barbitúricos, y tal vez no quiso esperar más para rendirse.


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