Nulla dies sine linea

17 diciembre 2008

Dulce

Con un aparato en los dientes y el pelo rizado, así la recordaba. Se sentaba en el extremo derecho de la primera fila. Para mí era la niña más hermosa que podría encontrar, un torrente de dulzura, que se esfumaba cada vez que llegaba el fin de semana y no regresaba hasta el lunes. Todos los chicos de clase estábamos enamorados de Ana. Su figura, su sonrisa deliciosa, el delicado tono de su voz, la virtuosidad de sus pupilas, la forma a la que respondía todas nuestras gamberradas…no existía un solo chaval que, correteando por el pasillo, empujándose por el patio, arrancado patadas a la espinilla del compañero…no se calvara como un cuadro y quedara firme cuando ella estaba cerca. El peor de nosotros quería ser honesto ante sus ojos. Tenía la pureza de la infancia en una época donde jugábamos al amor con la inocencia de la ignorancia, y nuestra idea del mismo era una sola palabra de ella.
Fui yo quien la besó en el último curso de colegio haciendo un alarde de inusual cobardía. Interceptándola a la salida de aulas, no le dejé tiempo para pensar y ya junté mis labios con los suyos, antes de que se diera cuenta los separé y sonreí, expectante. La perplejidad de su rostro se tornó en una mirada indulgente; devolvió el gesto y dio media vuelta. Ambos teníamos doce años.

La semana pasada me la encontré en un bar. Yo estaba solo y ella estaba ausente. Pedía una extraña combinación al camarero y sorbía lentamente aquel mejunje minado de hielos.
¿Cuántos años habían pasado, veinticinco, treinta? Me acerqué al rincón donde su noche se desgastaba, y le llame por el nombre. Ana, la chiquilla; Ana, la cautivadora prohibida, el amor de niño, estaba allí, después de tanto tiempo que las palabras quemaban. Pareció reconocerme increíblemente, y sin más se puso a dialogar, con ritmo, con naturalidad, sin preguntas.
Tenía los mismos ojos, pero surcados de arrugas, unos párpados que intuía habían sustentado muchas lágrimas, que hicieron surco por el desfiladero de sus mejillas. La voz estaba rota, como un viejo gramófono oxidado, y la forma en que había encaminado su vida intuía feroz y poco agradable. Y, demonios, seguía siendo hermosa.
Aquel recuerdo escolar bebía a mi lado y hablaba de un destino y una tragedia, de lo complicado que son las cosas cuando lo tienes todo, cuando la belleza no te permite elegir, cuando el camino se tuerce por vías que se cortan abruptamente. Decía haber vivido en un lustro más de toda una vida, y que las marcas de decadencia perceptibles en su rostro eran solo una cruel y mínima muestra de lo que había debajo. Se le notaba con ganas de desahogarse, de contar, pero… ¿por qué a mí?
Fue estupendo volver a verla, ambos eramos personas totalmente distintas pero la rememoraba aún sentada en su rincón, sin hablar mucho, con toda la vida por delante, ese aparato en los dientes y su dorado pelo rizado.
Esa noche cerramos el bar. La acompañé varias calles hasta que se volvió, entre el desconcierto y la curiosidad, y dijo:
—Por cierto, ¿quién eres?
Por una décima de segundo divisé aquel beso en el pasillo de un colegio.
—Nadie, no soy nadie.
Me alejé entre el brillo tenue del amanecer.

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