Nulla dies sine linea

13 diciembre 2008

Lienzos


Muchas veces son las pequeñas pero determinantes discrepancias las que hacen brecha, irremediablemente, en la vida de dos personas que se quieren tanto; y la falta de diálogo o la desigual mentalidad provocan abismos que siempre intentan sellarse demasiado tarde.
Mi padre nunca entendió que le desobedeciera de esa manera, que me largará a vivir mi propia vida lejos de su tiranía, que decidiera mis pasos incluso por encima de los que él había planeado para mí.
“Estudia medicina como tu padre, olvídate de esa tontería de la pintura”—siempre gruñía.
Ya desde el colegio le trastoqué demasiadas noches de sueño por todas las ocasiones que desde la dirección llamaban, “que hay que meter en vereda a la niña (…) que hoy la hemos cogido dibujando las hojas de los libros (…) que no nos presta atención”—aquellas brujas inquisidoras querían un rebaño de señoritas perfectamente perfectas, perfectamente iguales, lamentablemente simples.
En casa, el cabeza de familia siempre me había preparado y mentalizado para la medicina, y nunca quise herirle afirmando, por ejemplo, que la visión de la sangre me provocaba delirios gástricos, que un brazo roto o una víscera latente eran torturas en mi cerebro y repulsiones más allá de mi control.
Mis ensoñaciones eran tan firmes que nunca dudé de mi destino, y tampoco vacilé con lo que quería. Por eso veía la rabia y el pesar en sus ojos, cada vez que hablaba exhausta en la mesa sobre pintura, los cuadros que quería hacer, la fuerza y la viveza de tal o cual autor, y lo lamentaba porque es un buen hombre, sólo que nunca comprendió cuál era el camino de la felicidad de su pequeña.
Le fue muy complicado soportar mi escapada a París, abandonando mi ciudad para seguir mi estela, mi matrimonio con un escritor de la capital francesa, saber que su hija vivía en un pequeño estudio encaminado hacia las bohemias incomprendidas y felicidades compartidas. Allí vendí algunas obras a un precio factible, y la vida con mi esposo, los comentarios sobre arte, las noches de la ciudad, el apasionante entorno del que me rodeaba, y la criatura que tres años después crecía en mi vientre, colmaban mis pasiones y todo lo que había imaginado en aquellas tediosas tardes de colegio cuando hacía minúsculas obras artísticas en cualquier esquina de papel. Estaba viviendo una vida completa cuando todo el mundo afirmó en su día que estaba loca.
Me resultaba muy complicado volver, por la actitud de mi padre, y las ocasiones que regresaba, me sonreía sin ganas y no hablaba más de lo estrictamente necesario. La jubilación no le había hecho ningún bien, y yo no había seguido el intachable apellido de mi familia en el campo médico. Era como una traición a lo que estaba prescrito para mí, pero nunca pedí que me insertaran a fuego un guión vital antes de nacer.
De las últimas veces que regresé, mi madre siempre suspiraba y decía que se estaba volviendo cada vez más viejo e intratable, que no había nada que le agradara y que a veces, por las noches, decía mi nombre y el sonido salía angustioso como procedente de algún lugar lejano, una llamada a la hija huída, a la ilusión castrada, al nieto que nacería en suelo francés lejos del verdadero hogar de su madre.
Yo quería mostrárselo a ellos cuando el niño tuviera al menos un mes. Tenía que volar con el bebé ya que era consciente de que él nunca se acercaría por aquí.

Mi hijo tenía una semana de vida cuando la de mi padre se apagó. Súbitamente, una noche no despertó, y el improvisto con el que la muerte hizo aparición impidió que pudiera llegar a España a tiempo para que conociera a su nieto. Mi madre, que estuvo esa última madrugada dormida a su lado, me dijo entre sollozos que antes de acostarse, se deshizo lentamente de su pijama, sentado sobre el colchón miró hacia la ventana y dijo: “Esta semana iremos a París a conocerle”.

Una tarde en el cementerio, el encargado del mantenimiento advirtió extrañado como, en una tumba, encima de las habituales ofrendas florales, alguien había depositado un cuadro de colores pardos, de lo que parecía era un hermoso niño pequeño, con poco tiempo en el mundo, en brazos de un hombre mayor asiéndolo con trémulas manos, sobre un atardecer de tonos ocres por el Sena.

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