Nulla dies sine linea

06 julio 2011

Palabras

Si en verdad la felicidad existió alguna vez, si en algún momento obraron juntas felicidad y melancolía, fue en todo lo que aconteció en esos instantes extraños de mi juventud, cuando todo está por hacer, o va haciéndose a medias. El recuerdo de aquellas manos tecleando compulsivamente sobre una redacción que cerraba, mientras tenía unos ojos clavados entre la timidez y la expectación; el oír de voces dentro de la cabeza que quieren hablar sin educación con uno mismo, allí en el lugar en que la vida era distinta, mirar con dignidad el candor de una batalla perdida, entregar los últimos reductos de una guerra librada, el poco consuelo que otorga haber rendido armas en una huida con honor, suponiendo que exista algo de honor en las huidas. O el dolor de sentirse burlado.
El vistazo inconstante a una botella de tequila medio vacía, no dar cuentas a nadie en las eternas guardias del amanecer, aquella sonrisa densa y roja; y lo peor de todo es que casi quieres que te mienta, casi prefieres ser un idiota cornúpeta y seguir viviendo sin saber, mordiéndose el alma, aunque la encuentres culpable e indefensa, aunque a esas alturas ya no quede cabida ni para el cinismo ni para la mentira, sólo para la crueldad, entremezclándose el desprecio y el asco, el amor pordiosero, y jurar no ser como esa pestilente comparsa aduladora que es capaz de perder el orgullo y la ínfima dignidad.
Y pensar en las aceras con firma propia, las ciudades que albergaron algo parecido a la libertad, alguna madrugada dejada de cualquier mano retozando en brazos que jamás olvido. Porque las noches que nunca se olvidan son las que tampoco se repiten nunca.
El tiempo es algo que no vemos ni tocamos, pero se puede percibir su paso en los rostros que intuyen cómo serán, en las fotos que demuestran cómo han sido y en el presente que te explica cómo eres, y todo lo que llevas encima desde que nacieron los siglos.
Para conversar y dar vueltas sobre las órdenes indiscutibles, los posos de café por las mañanas, la ternura violada, la violencia del desquite, aquella expresión en la comisura de los labios, el rumbo perdido en senderos que quedaron por abrir, aplastando hierba, esa existencia aún por estrenar (aunque el lazo ya apeste a alcohol y a semen), escenas y sensaciones intensas, deambulando de aquí para allá buscando una historia, un cuerpo, una inspiración, escuela y vida. Llorar y reír son, al fin y al cabo, el camino del aprendizaje. Al final todo se reduce a las palabras y momentos; momentos vividos y palabras cosechadas, directamente del papel al olvido.

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