Nulla dies sine linea

28 julio 2011

La travesía



Cuántos sueños había acariciado Yolanda, con lo ambiguo y turbulento de esa edad maldita, con las ilusiones a flor de piel; mientras tanto, como siempre, buscando el conocimiento en el fondo de una botella de vino, en la mano firme y vigorosa de un hombre, en la compañía tan cálida y volátil de las barras de los bares.
La vi, durante mucho tiempo, ir y venir, mostrando esa audacia de las mujeres cuando deciden que nada se les ponga por delante, ese ímpetu de vanidad triunfal, lanzándose a morder y escupir su existencia de quien se sabe incorregiblemente bella y disimulando una furia enloquecida alimentada por la ambición. Se le podía seguir el rastro, en terminales de aeropuerto, con una sonrisa deslumbrante que sugería algo parecido a la libertad; aquella esperanza que nos habita mientras se ignora que el mundo es sólo un campo de batalla llenándose con los cadáveres de todas las despedidas cargadas de juramentos.
Era un gustazo verla. Su inteligencia, su sentido del humor, su sensualidad. Lucía una piel clara llena de pecas, sus caderas contoneaban ligeramente al andar como la Sue Lyon de la película, y era poseedora de unos senos firmes que todos los caballeros adinerados querían tener derritiéndose en sus bocas.
La felicidad desinteresada hacía de las suyas con un adecuado disfraz, ella no reparaba para tener a todos los hombres capaces de alquilar habitación de hotel elegante y discreto en el que los lazos de esposas no conseguían atraparlos, ofreciendo perdición eterna sobre una almohada y una copa de champán.
En la frontera distorsionada de la juventud bailaba la Yolanda más incontrolable, y fue de quien pudiera quererla o comprala, mientras soñaba con el cielo y la gloria, con lo impreciso de una promesa columpiándose para ella en el horizonte del porvenir, apretando la pequeña cruz de plata que se anudaba a su cuello, obsequio de infancia de sus padres. Y así trazaba pequeños arrebatos místicos, entre visiones de eterna bienaventuranza.
No planeba nada; se dejaba llevar, y la fuerza irresistible que había en ella hacía el resto. Era feliz y se enamoraba de varios imposibles que le regalaban un abrigo y un olvido barato. Unos zapatos bellísimos a precio de coste; ¿a cuánto se pagaba por aquel entonces la carne?
Deambuló sin llegar del todo a asentarse, frecuentando las fiestas en que se precisa invitación, yéndose de los brazos más atractivos y fantaseando con las películas o la fama, las revistas, los yates; con la necedad del que no se imagina que un día la juventud iba a ser sólo un lúgubre espectro entre bambalinas.
Con algunos amantes se sentía fuerte y segura al poder manejarlos. Mentir llegó a hacerse para ella una manía, algo necesario y hasta placentero. Los medios le hicieron caso por un tiempo, pero con esa constancia efímera de las cosas banales. Estuvo bajo las miradas y las figuras de renombre. Por un tiempo.

No fue fácil verla regresar al ingrato país de la realidad. De los años que pasan y te pasan por encima. Tarde o temprano la propia vida, la lucidez, las lecturas y la necesaria experiencia te acaban despejando el cielo de dioses. En su caso, Yolanda lo aprendió con el tiempo, y finalmente, cuando volvió a casa de sus padres, su firmamento estaba vacío de divinidades, pensando que su cruz le había fallado, acentuando el tono de la angustia.
Trancurrría lentamente la miseria, el dolor se convierte en una costumbre que destroza todo, sin detenerse siquiera ante el recuerdo del ayer. Y Yolanda buscó la soledad, odiaba todo a lo que se estaba viendo abocada, no tanto a los hombres y a la sociedad como a su propia debilidad.
Comprendía que la ambición había colocado ante sus ojos un espejo que, al presentársele como una mujer fascinante, la deformaba.
En su propio exilio le llegaban recuerdos de los tiempos del oropel y las veladas infinitas, cuando pensaba que la vida tenía reservado para ella un destino formidable. Su boca era un fina mancha rojiza sobre la cara. Sin expresividad, sin nada que sugerir. Esa boca que se había abierto para mentir, que había gemido de orgullo y aullado de lujuria. Su rostro, prematuramente envejecido, desprendía destellos de una sabiduría antigua que sólo se imparte en las escuelas de la vida, un puñado de verdades elementales que los intelectualoides y pedantes no podían aprender a través de sus filósofos o en los libros de las bibliotecas.
Y lloró con mayor amargura al comprender que la nada acabaría triunfando sobre el mundo que había conocido.
Quedó relegada a ser su sombra por el barrio, en los días más grises y lluviosos del invierno, bajo un cielo tapizado. Yolanda, borracha de tristeza, tiritaba a través de sus ropas notando más intensamente el frío en los pies y la muerte en el alma.
Y la vida hay que tener valor para dejarla cuando nos echa de su lado, elegancia para que la salida sea a tiempo. Saber el momento en que ya se está al margen, que la existencia carece de más sentido. Es la lucidez de quien ha vivido sobre los focos del éxito y se dispone a largarse antes del apagón total. Sabía que toda la belleza estaba destinada a morir con ella y a quedar olvidada en la mente de los hombres.
Intentó rememorar algo que se le apareció en la remota pureza de su adolescencia, mientras su cuerpo febril y desnudo se introducía en el agua de la bañera, apostada sobre una esquina varias cuchillas de afeitar.
Para los vecinos del barrio que se arremolinaron en torno al lugar de los hechos, Yolanda ya no era nadie a quien evocar, un rostro casi anónimo bajo un sudario. Para ellos, el cuerpo que los sombríos operarios sacaron del portal era un ligero recuerdo o un viejo sueño que la corriente del tiempo había traído, como la madera que el mar arrastra hasta la playa.

1 comentario:

Pavel dijo...

He descubierto tu blog hace poco y debo reconocer mi alegría por dicho hallazgo.
Te animo a seguir escribiendo y que pueda seguir disfrutando de tus relatos.