Nulla dies sine linea

12 julio 2011

Sus noches

No me acuerdo del momento en que soñé con ellos y desperté aún confuso, como si regresara de la tierra perdida de la infancia, de los confines de mi primera juventud. Sé que allí estaban los valores, los terrores, la valentía. Allí estaba él, como siempre, el eterno borracho, follador empedernido, carne de prostíbulo, cadáver viviente, depravado, en definitiva, mi amigo Charles Bukowski. Mucho tiempo sin acercarme a él, viejo.
Por ahí andaba también Emil Sinclair, que quiso venir a darme las buenas noches y casi me mata del susto, igual que Burroughs cuando me dijo que le acompañara a probar otro almuerzo desnudo. No tuve tiempo de saludarlos a todos y aún tenía una carta en la mano de Dick Diver, el hombre que ya apenas envía cartas desde las páginas de la novela más triste. A lo lejos me parece distinguir al Federico Luppi de Martín (hache) y un poco más atrás, más hermosa y decadente que nunca, la Romy Schneider de los últimos años.
Y llegó Baroja amarrado a El árbol de la ciencia. Le intento decir al donostiarra que reconozco su sensibilidad hacia los indefensos de la tierra, pero me cansa su pesimismo, su amargura…y como es un sueño, no me hace mucho caso y me da en la cabeza un mamporro con un ejemplar de La lucha por la vida, mientras me mira sin quitarse ni la boina.
No estoy muy seguro pero podría afirmar que de fondo sonaba el piano de Bill Evans y me pareció reconocer a Chet Baker antes de saltar por el balcón, cuando su trompeta y su voz eran emisarios de melodías rotas.
Aparece también el Robert Jordan que se daba perfectamente cuenta de que no habría futuro más allá de aquellos cuatro días, y se dio el dulce gusto de soñar una quimera y morir, ya que su vida continuaba en María y porque ‘sólo tiene derecho a morir aquel que ha vivido’ y porque en cuatro jornadas puede habitar la plenitud de toda una existencia. Hay quien vive toda una vida sin saber lo que es eso. El propio Hemingway era fiel a sí mismo y era el hombre que un día le dijo a su esposa: “Si no puedo existir a mi manera, entonces, la existencia es imposible”, por lo tanto fue coherente también para despedirse de este mundo, cuando el alcohol, la impotencia y el cáncer le atenazaban y no había una luz al final del túnel. Me recuerdan que hace 50 años Don Ernesto se puso una escopeta en la boca.
Por el pasillo apareció Onetti y me larga ‘Bienvenido, Bob’, y sigue su camino sin mirarme, sin explicarme nada, más que el golpe con el que yo recibía sus cuentos, la fatalidad de todo aquello en algo que empezaba a vislumbrarse como esperanza y miedo.
En la cocina, sombrero calado y gabardina, calzándose un gimlet estaban Marlowe y Sam Spade, en blanco y negro, como yo siempre los imaginé y seguro también sus célebres autores.
Cuando se apagaron las estrellas era de nuevo el hombre maduro y canoso que regresa a una realidad no siempre necesaria.

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