Nulla dies sine linea

21 noviembre 2008

Lejos


Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.
Tengo que decírselo a alguien: paso mi vida y mis días huyendo del dolor, aislándome, conjurándome contra él. Lo mantengo a raya ocupado en el trabajo, distraído en las obligaciones, sonriendo a todos los empleados cretinos que van y vienen con sus monótonas corbatas, sus conversaciones estúpidas con ese acento andaluz delante de la máquina de café, riéndose gracias sin gracia y ahogándose después en montañas de papeles.
Lo neutralizo también saliendo a correr todas las mañanas como terapia para intentar aplacarlo. Mientras las pulsaciones suben y el sudor desciende por la espalda, la cabeza permanece caliente. Me siento vivo aplaudiendo el asfalto con los pies, respirando profundamente y retándome a mi mismo para superar nuevas metas. La tele y las películas malas me entretienen, y me gusta poner música que no remueva neuronas. Mi rutina no tiene mucha esencia, pero a mi me basta.
Los domingos vamos a comer a casa de mis suegros. Siempre pico al viejo para que salte con algún tema candente, entonces yo le digo alguna retahíla de aportaciones leída a los columnistas del periódico, y hago ver mi deslumbrante información sobre el asunto, y miro a mi mujer de reojo, porque ella percata que su marido está en este mundo y que contradice a cualquiera que no lleve la razón. Ella dice que soy un esposo excepcional. Hago todo lo que puedo por ser lo más correcto posible. La quiero pero no estoy enamorado. He aprendido a forjarme un caparazón. No me va mal del todo en este lugar, y estoy consiguiendo mi objetivo, al menos mientras dura el sol.
Durante el día no pienso en Lucía. Nadie sabe que existió. Nadie excepto yo. Vivió en mí aquel año en el que la vida pasaba entre carpetas y apuntes. Nunca antes había tenido una relación. El nerviosismo de la primera vez hizo que no se lo contara a nadie, guardé mi alegría para mí y disfrute sabiendo que el primer amor puede ser tan bien el definitivo si todo concuerda y encaja a la sinuosa perfección. La amé como si la vida se nos fuera a apagar en cualquier esquina, y cada retazo de su piel era cosido por mi boca en los lugares más insospechados. Era bonita y espléndida, un largo cabello castaño claro acompañaba una mirada esmeralda tan cautivadora como real.
Hubiera deseado que el destino no se vistiera tantas veces de infortunio para golpearte en el momento menos indicado. Su enfermedad llegó de improviso y de improviso se la llevó. Cuando murió no había cumplido los 20 años, pero algunas sensaciones no tienen edad y el amor se filtra en el cuerpo de la misma manera que la crueldad se ceba con las personas. Y la gente suelda un corazón roto pero el recuerdo de una vida desaparecida no se va jamás. Abandoné mi ciudad para alejarme de todo aquello y seguí los estudios lo más lejos que encontré, en Sevilla.
Siempre creí que vivir significa casarse, comprar el pan al mediodía y ver por la noche la tele en zapatillas junto a alguien, a si que eso hice. Me casé y me quede en esa ciudad.
Mi dormitorio no está mal, pero cuando termina la jornada y me acuesto boca arriba con la luz apagada, todo mi esfuerzo de olvido se vuelve nada al encontrarme cara a cara con el silencio. Aún me duele por las noches. En ocasiones, oigo el suave y acompasado respirar de mi mujer dormida a mi lado, pero suena lejano, como dentro de un sueño, y mi alma está en algún lugar a mucha distancia de mi cabeza.

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