Nulla dies sine linea

18 noviembre 2008

El sueño de una noche de verano

Cuando la vi por primera vez una oscuridad envolvente ensombrecía aún más su largo cabello negro. En aquella entrada de la taberna, del pueblecito donde había tomado puerto el pesquero, la luz de un farol intermitente apunto de morir era lo único que iluminaba su figura, sentada en el borde de la acera, con el murmullo de miradas a su espalda, más allá de la puerta cerrada del antro.
Ella tenía un vaso de cerveza en la mano y daba pequeños sorbos, mientras inclinaba levemente la cabeza y miraba el cielo. Yo estaba apoyado en la pared del muro enfrente, protegido por las sombras y con la brisa del verano de cálida cómplice.
Siempre admiré a las mujeres que saben admirar, que no les importar estar a solas bebiendo, sentarse en impar, tal vez con sus pensamientos, con algo que echarse a la garganta, sintiéndose indefensa pero grande ante la inmensidad del firmamento, cavilando quizás sobre lo humano y lo divino; teniendo de compañera su propia soledad, su infinito arsenal de recuerdos, los pensamientos cotidianos y las ideas utópicas. También yo me sentía así aquella noche. Al igual que ella, estaba solo y necesitaba un vaso donde mirar y un cielo donde observar.
Pasé muchas noches en la mar sentado en proa, contemplando las estrellas y demás habitantes nocturnos de la bóveda mientras recordaba todo lo que había dejado atrás; a veces con el sonido ambiental de los bebedores en el salón del puente y sus timbas de cartas, pero eché siempre de menos alguien con quien compartir el silencio.
Había salido a la localidad a visitar los dos únicos sitios que ponían de beber. Por un momento pareció verme y escudriñarme con esos dos ojos oscuros, y advertí en ella la integridad de la firmeza.
Después de dudar en abordar ese segundo local o seguir mi camino entre las calles del pueblo, avancé con ensayada mesura y encaminé la puerta. Al pasar a su lado apenas cambió la mirada de su particular abstracción, y entré a pedir un vaso de ginebra. Aquel lugar olía a amoniaco y sudor. La bebida era mala pero idónea para el elixir de las heridas, y el brebaje ardía en el estómago como un antídoto para la perdición.
Salí de aquel pestilente bar en busca del aire estival y me doblé sobre la acera, cerca de esos ojos lánguidos y allí permanecí sentado. Ella sonrío mi descaro y amparó mi confesa complicidad con su causa perdida.
Y seguimos bebiendo, preguntándonos con omisión cuál sería el desamparo del otro, oteando la esfera nocturna. Y casi sin hablar dejamos la noche pasar hasta ver amanecer.

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