Nulla dies sine linea

25 noviembre 2008

Amigos

Eran pasadas las doce de la noche, me revolvía inquieto sobre la almohada cuando Marcelino me llamó al móvil. Sentí la pequeña vibración y descolgué antes de que sonara y pudiera despertar a las niñas o a Pilar.
—Siento llamarte a estas horas, se que mañana trabajas, pero necesito hablar contigo, me he ido de casa. Estoy a unos minutos de la tuya, ¿puedo subir?
La pregunta estaba fuera de lugar, y él lo sabía. Marcelino es como un hermano ya desde los antiguos tiempos del instituto y habíamos pasado juntos por diversas etapas de la vida. Sabíamos que podíamos contar el uno con el otro cuando lo necesitáramos.
A los diez minutos le recibí en la puerta con la bata y las gafas puestas.
— He discutido con Isabel y me ha mandado al sofá. Es la tercera vez en una semana coño— parecía preocupado y sus ojos tenían unas pronunciadas ojeras—. No podía dormir—añadió.
Le invité a pasar. No me importaba que viniera de madrugada, solo buscaba un poco de apoyo en casa de su mejor amigo.
Yo era plenamente consciente de lo que una situación como esa requería. Me vestí en silencio y salimos a la calle. Caminamos hasta un bar donde solíamos ir a veces a tomar algo por las tardes, y como era jueves y aún teníamos un par de horas más o menos hasta que cerrase, pedimos dos whiskys con Seven Up y nos sentamos en una mesa.
—Bueno, entonces ¿qué os ha pasado?—le pregunté mientras jugueteaba con mi vaso.
Durante tres copas y media me habló con desaforada sinceridad y ligeramente consternado de la crisis que atravesaba su matrimonio, de todas las cosas que notaba se estaban estropeando; como su mujer le miraba cada vez más a menudo con poca disimulada indiferencia, de las chispas sin importancia que hacían avivarse frecuentemente la hoguera de las broncas, el intercambio de reproches, las trincheras emocionales desde donde cada uno arrojaba al otro toda la carga de las tensiones y la abatida sensación de amargura que sentían por 12 años de tortuosa rutina conyugal. Le escuché lo mejor que supe, quería interesarme por su problema. Buscaba en mí no una solución o un consejo, si no una canalización a la natural necesidad de expresarse, de hablar en voz alta, de exponer a una persona de confianza su situación y sacar de dentro sus temores y su aflicción.
Esperaba de verdad que todo se solucionase, conocía a Isabel desde hace muchos años, cuando ellos eran novios, y siempre estuvieron muy unidos y me parecían una pareja ideal.
Nos despedimos con un abrazo y deseándole suerte, lo sentí mucho más calmado después de contárselo a alguien y desahogar.
Regresé a casa despacio. Resoplé al entrar por la puerta, miré mi almohada mal puesta y arrugada sobre el sofá, y la manta a su lado. Me desvestí rápidamente y me acomode en ese mohíno lugar. Oí el sonido de la puerta de mi dormitorio, nuestro dormitorio. Pilar salió al salón, me miró con la expresión de desprecio de las últimas semanas, dio media vuelta desde la cocina con un vaso de agua y regreso al cuarto, abrumándome con su silenciosa indiferencia.

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