Nulla dies sine linea

07 noviembre 2008

Legado

Su difunto marido amaba la música. Era un aficionado empedernido que pasaba horas en su sala habilitada escuchando discos en un viejo gramófono o en la minicadena. Hablaba y escribía sobre el tema como un auténtico experto. Estanterías repletas de originales de todas las épocas y diversos estilos. Muebles cuya única función era albergar el producto tangible de lo que luego en un reproductor eran notas, melodías, acordes, susurros y alaridos.
Cuando se conocieron, ella tenía, como todo el mundo, sus grupos favoritos y su idea más o menos fundada de los bueno y de lo malo. Pero él se enseñó a ver más allá, le mostró artistas desconocidos hasta entonces y la guió para contemplar las canciones de forma distinta, el alma de cada una, la manera en que pueden atravesar el aire y hondonar en el alma; la visión del amor, del sufrimiento o de la derrota escondidas en un disco, el placer de encontrar lirismo en una estrofa de canción.
Siempre acostumbraba a disfrutar de su música en soledad, y al principio era reacio a compartir esos momentos con ella. Finalmente, viendo su interés y disposición, accedió; y se sentaban y escuchaban vinilos o CD enteros, de principio a fin, y el le iba indicando tal o cual dato, al final comentaban la obra y hacían el amor aún con el saludable colocón de haber asistido a la contemplación del arte.
Era prudente y honrado, comunicaba credulidad y vigor, seguridad y determinación. Tenía la capacidad de hacerla sentir la única mujer sobre la tierra, sabía que ocupaba su corazón. Nunca tuvieron hijos porque no los deseaban. Su domicilio era un mediano pisito, ni muy grande ni muy pequeño, suficiente para los dos, que albergaba todas las necesidades básicas, además de un coqueto salón y la sala reservada para la música.
Ella solo tenía 42 años cuando Raúl murió. Conducía el coche de vuelta a casa, después de haber estado comprando los regalos de Navidad, aquel vestido que tanto deseaba; y en una curva peligrosamente nocturna invadió levemente el carril contrario, pero lo suficiente para impactar contra la furgoneta de un trabajador que llevaba a sus espaldas el cansancio de una dura jornada de diez horas, demasiadas para reaccionar a tiempo. Los servicios de rescate y tráfico que la informaron le dijeron que su marido llevaba puesto un CD en la radio del coche y llevaba la música demasiado alta, por lo que pudo ser causa de una distracción.

Su casa se quedó vacía. De la noche a la mañana habían desaparecido las risas, el despertarse a su lado, el abrirle la puerta cuando llegaba al domicilio, su olor, sus besos en la mejilla que solo significaban “te quiero”, el sonido de las pisadas en el pasillo, tener a alguien a quien abrazar, compartir aquella afición conjunta. Seguía escuchando la música y revisionaba sus viejos discos, pero recuerda a Robert Mitchum en "Retorno al pasado": <<¿De que sirve eso si no se tiene a nadie a quien decirle: "¿Qué hermoso, ¿verdad?" Igual ocurre con las reliquias, la luz de la luna o un cubalibre; nada vale la pena si no se comparte con alguien>>
Por eso dejaba la aflicción del jazz inundar las estancias del piso. La música acompaña los estados del alma y la suya solo necesitaba un saxo lamentándose, un lento piano cabizbajo en la soledad de su cama, una fría manta de contrabajo arropándola en la noche, una sintonía para el abatimiento, la melancolía, la tribulación, tal vez la esperanza.

Cuando conoció a aquel hombre ligeramente mayor que ella, y sintió el cosquilleo de la atracción, no experimentó remordimiento, si no la ilusión del renacer de un futuro que se le había sido negado. Contactar con él se hizo muy habitual. Conocerse vino después. Siempre se veían en sitios públicos: bares, cines, restaurantes o la misma calle, pero apreciar a una persona en soledad, cara a cara es distinto. Tienes que mirarle a los ojos, tiene que saber administrar los silencios, evitar la incomodidad, transmitir confianza, hacerse ganar más allá de las conversaciones en barra y los paseos nocturnos. Él era pasable en ese aspecto. Pero ella no quería ningún virtuoso o experto de nada, tampoco nadie extraordinario como su marido, solo necesitaba una estabilidad, alguien normal al que admirar igualmente y poder amar, vivir la vida que aún le quedaba en su madura juventud.
Raúl le había dejado como legado su tremenda afición por la música, y ella seguía la evolución de los actuales artistas que le gustaban, merodeaba por los clásicos y viajaba por las décadas al igual que el año viaja por las estaciones.
Hablando con aquel nuevo hombre que había aparecido en su vida, cuando ya llevaban unos días compartiendo algo más que conversación, le preguntó si le gustaba la música y él dijo que sí. También es cierto que es la respuesta habitual de cualquier persona, pero la mujer se entusiasmó. Le empezó a citar discos y grupos y él conocía algunos aunque sus comentarios eran breves. Sin darse cuenta, quería encontrar en él lo que tenía su marido, y guardaba el respeto de las cosas que él amaba, y que también eran las suyas en menor medida.
En una de las primeras visitas al piso, hizo la cena y charlaron animadamente. En verdad parecía estupendo y comenzaba a surgir la confianza. “Vamos a escuchar un disco que me encanta”, dijo ella levantándose del sofá donde permanecían sentados. Quería mostrar a su nuevo amor parte de lo que ella había descubierto y luego formó parte de sus días.
Las notas de la primera canción empezaron a sonar y los acordes se sucedieron con la letra en inglés. Llegó la segunda en un concentrado silencio. Él sonrío extrañado, la miró entre divertido y distante y dijo: “Qué mierda es esta”. Ella siguió enmudecida, se encogió de hombros y se hizo la indiferente, pero sabía que no lo volvería a ver. Era el disco favorito de Raúl.

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