Nulla dies sine linea

31 agosto 2008

Fantasmas

No fue, como él esperaba, en ningún día especial, en una nochevieja o en la gran fiesta de los fuegos de la ciudad. No fue en la parada de ningún autobús ni en ningún semáforo que el destino hubiera puesto en sus caminos. No fue en ninguna tienda ni restaurante. Ni siquiera fue en una noche al uso. Fue una tarde que salía aturdido y agobiado del trabajo y notó la necesidad de tomar una copa para liberarse. Fumar un cigarrillo pensando en algo agradable y el dulce sabor del coñac resbalando por la garganta era todo cuanto necesitaba para volver a hacer las paces consigo mismo. No esperaba mucho más de esa visita al nuevo bar que habían abierto en aquella calle del centro que le pillaba a 5 minutos camino de su casa. Pero cuando ya había pedido su copa y rebuscaba entre los bolsillos de los pantalones en busca de su mechero, con el pito en la boca y el billete sobre la barra, la vió; y era demasiado tarde para una huida a tiempo y cobarde, o para hacer la de la avestruz y esconderse entre gente y humos. Había cambiado algo en su aspecto, pero aún tenía el mismo pelo, bebía lo de siempre y paseaba el cigarro por los labios como ella solía hacer. Diablos, casi hasta podía oler su perfume. Estaba seguro de que su pelo conservaba el mismo olor, y su piel todavía desprendía ese aroma tan femenino y tan sensual. Ella no lo había visto. Hablaba animadamente con una amiga y movía de una mano a otra su vaso. Reía divertida y sus ojos nunca se pasearon por el bar. Podía oír su risa, podía aislarla de todas las demás del local y podía ver el lucero que desprendía su mirada oscura, aquel pozo donde años atrás se había ahogado sin nada ni nadie que le salvara del naufragio. Sus ojos negros eran tan misteriosos como su alma, y nunca llegó a entrar del todo en ella, a comprenderla, a sentirse parte de su mundo, y más bien fue un gregario de sus silencios, una víctima de sus secretos, un espectador de sus miedos que veía como sus sueños eran aniquilados en aquella mirada penetrante que lo iba minando poco a poco. Todos sus viejos fantasmas habían aparecido en aquella tarde sin nada especial, en el día menos esperado, en la jornada en la que aquella insoportable compañera de trabajo le había puesto tan nervioso que estuvo a punto de soltarle todo lo que pensaba de ella, la tarde en la que nadie espera que lo lancen de golpe contra el grueso muro de su pasado, esa bala perdida encasquillada en su ser que aún se mantenía preparada para abrir fuego en cualquier momento. No recordaba a ciencia cierta por qué se había ido, pero si sabía que había sentido cuando la perdió, cuando miró cara a cara al rostro de la derrota y supo que su ciclo había llegado a su fin, cuando algo en su interior le dijo que no era una separación temporal, que no existía posibilidad de regreso como en tantas otras ocasiones, que no sería cosa de unos días, que su mundo había empezando a desmoronarse hacía meses y ahora habían dado la orden de desalojar la casa, antes de que la bola de la desesperación lo arrasase todo. Temió que al verla en el bar resurgieran todos sus miedos, el alma permanentemente fría, las noches de soledad y abatimiento, los estoicos esfuerzos por no coger el móvil, por mantener una pizca de dignidad antes de desmoronarse sobre su línea, sobre la escucha una vez más de su voz, el imaginarse su rostro contraído. Tuvo esa inquietud, y es que cuando ya has olvidado algo, el destino vuelve burlón para recordarte que solo eres una cicatriz a medio cerrar, que tu piel está cosida malamente por llagas sangrantes, por los poco fiables cirujanos del tiempo y las borracheras a deshora, del intento de convencerse a uno mismo que la has olvidado. ¿De verdad quería torturarse otra vez por una conversación amistosa en un bar, que además estaba decorado de forma hortera y asquerosamente moderna? Apuró su coñac del trago y hundió el cigarrillo en el cenicero. Se colocó los cuellos de la camisa y caminó despacio pero decidido hacia la entrada, que era más que nunca, una salida. Ella no se volvió, y aún oía su voz cuando cruzó la puerta de aquel local.

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