Nulla dies sine linea

02 septiembre 2008

Digerir


Hace muchos años, antes de marchar, echó un último vistazo a todo lo que había sido su vida durante ese tiempo: Los discos, sus regalos, el álbum de fotos que contenía tantos de recuerdos de felicidad fotografiada…sintió como se moría por dentro, como algo muy profundo se desangraba. Sabía que parte era culpa suya, que no hizo nada cuando intuyó que el amor se le desvanecía por los poros, cuando veía su rostro indiferente y vivía las largas cenas en silencio. Pero no le daría una tregua al desazón. “Guarda tus derrotas para ti, digiérelas, aprende de ellas, pero mantén intacta tu dignidad, nunca cedas”- las palabras de su padre resonaban en su cabeza. Su padre fue un hombre que jugó toda su vida ser un perdedor. Su alma estaba reventada por las derrotas y él se lucraba de ellas. Sabía muy bien lo que él quería decir con esas palabras. Su madre lo dejó cuando él aún era pequeño y lo había visto en casa. Y sabía lo que le esperaba ahora: Sentir como te abrasas por dentro, ahogar las penas en noches terribles de alcohol y delirio, tragarte tu dolor, revivir de él, pero nunca dejar que te abandone el orgullo, nunca suplicar un regreso, nunca mostrar tus cartas, nunca dar la lamentable imagen de un hombre desperado hundido por amor. Ambos eran hombres educados en la dignidad y el autorrespeto, y cuando estas en el fondo, cuando te han arrebatado parte de lo que más quieres, es tal vez lo único a lo que poder aferrarse. Por eso ella sabía que no la iba a acosar a llamadas, que nunca él consentiría que viera la sangre correr por su herida, reconocer que está terminal por su adiós, mostrarse denudo de corazón y de acción. Ella sabía que sufriría en silencio, que su mente se fortalecería, que desataría incluso la inspiración, pero como hizo toda su vida, tragaría y tiraría hacia adelante, porque su fuerza es aún mayor que la peor de las derrotas, porque sus ídolos eran gentes que preferían morir con respeto que vivir sin él, personas que nunca llamarían a la puerta de quien le vio marchar solo buscando que le lamieran las lágrimas. Y cuando dejó atrás aquella habitación, el sabía que les esperaban días muy duros, pero que ella no tendría noticia alguna. El recuerdo de su padre se mantenía intacto.
“Digiere tus propias derrotas”. Y a día de hoy, sin saber porqué, su mujer lo observa irse solo cada 17 de abril, sin decir nada a nadie, y volver horas después con la cara desencajada, oliendo a alcohol y con los ojos empapados en tristeza. No hace preguntas. Su rostro abatido por la melancolía es la única respuesta.

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