Nulla dies sine linea

10 marzo 2009

Ajeno



Bárbara abre los ojos. Es ese silencio otra vez, mezclado con los reflejos de una jornada nueva al nacer. Intenta sobrevivir como puede a los impulsos matinales que la animan en un cercano dolor a no despegarse de las sábanas, a cubrir el día con su manto y enterrar la ansiedad dándole cancha tan pronto como amanece. Dedica unos segundos a respirar profundamente antes que el miedo avance por el pecho, barra su piel y le inutilice los sentidos. La cama, ese lugar dónde encalla la angustia y se instala para hacerse más fuerte. Debe vencer la tentación de renegarse a sus eternas garras, y afrontar el día con la apasionante temeridad de lo incierto, aunque le lleve un esfuerzo ardiente.
En el día asumido oscilan sus dos Bárbaras, entre las sonrisas y ojos cruzados que ni hablan ni observan, y la rutina lacerante que busca su puntito de ilusión en cualquier cosa insignificante. Cree sentir la ilusión en las notas que le susurran al oído desde un reproductor de música, en una brisa primaveral despeinando su mirada, en una conversación que no va a ningún lugar lanzada intrascendente por ese chico nuevo del trabajo, en el sonido de su respiración cuando tumba la oscuridad entre saxofones. Pero la ilusión es un núcleo que germina con el tiempo, tras vencer obstáculos tan personales como internos, reales, secretos. No cabe la posibilidad de una tregua en el rodar imperturbable de los días, en buscar sendas orillas de un mismo mar. Allá dónde la vista se pierde navega un espíritu que batalla y sueña con que las cosas mejoren, con suprimir ese miedo al dolor, ese vacuo espíritu que parece ver en la sociedad, reír sin los amarres del abismo conocido, revivir un alma quebrada aceptando toda la crudeza de la lucha y la ternura del sabor agridulce, pero sin tener que sentir el acero en sus ojeras, la penumbra en su cerebro, sin el pavor de abrir los ojos a un mundo que no por cotidiano deja de resultarle ajeno.

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