Nulla dies sine linea

26 marzo 2009

Ella duerme

La casa permanecía bajo un mutismo extraño. Extrañamente silenciosa, como el adormecer de un profundo letargo. Isidro abrió los ojos y sintiendo una punzada en el pecho, sin saber del todo que hora era, recorrió con la vista una estancia en penumbra. Su mujer dormía boca arriba con el rostro impávido. Su dulce e ingenua esposa. Podía sentir su olor, el calor que desprendía su cuerpo marchitado por los años, esa vitalidad felina de su juventud que se fue apagando con los golpes de dos hijos y una rutina que se acentuaba con el paso de los días, alimentándose de sí misma. La sentía a su lado y palpaba el silencio de una madrugada cortada a ras del frío. De repente se encontraba inusualmente despierto, con todos los sentidos concentrados en un algo que se movía en la noche. Dormir puede ser un auténtico tormento si notas que te rondan los demonios. En épocas anteriores, ese insomnio omnipresente le ayudaba a reconciliarse consigo mismo, disfrutando y saboreando su esencia, sin las restricciones de horarios ni pensando en la mañana. Las verdaderas cualidades de las que podía sacar algún beneficio eran notarse cómplice de todo aquello. Se sentía compañero de la noche, formando un dúo de vida y privacidad, aquella que solo se puede encontrar entre las sombras, en la ausencia de ruidos y perturbaciones, allanando la mente y palpándose a sí mismo en busca de un conocimiento exhaustivo de su propia persona, del propio sentido del vivir.
A partir de los 40 esa magia se desvanece, se convierte en una cuenta atrás en la que la ansiedad exprime cada segundo y te atenaza en la entrada de la garganta, como un torbellino incontenible. Descubrió que el miedo nos hace humanos, vulnerables, insignificantes ante sus embestidas. Perseguirlo o ser perseguido, escapar o enfrentarse, siempre en continua confrontación y tan cercano, tan real que te oprime hasta la razón. Esa razón que nunca debería abandonarnos, a Isidro esa noche le parecía cruel y escurridiza, apunto de desprenderse de su ser. Hacía tiempo que sus defensas psicológicas se veían atacadas por los pensamientos desoladores, por los hechos incontestables. Era la tercera noche que se despertaba con ese terror en el estómago. Tenía miedo y cansancio de la vida. Pensó en lo mucho que le hastiaba su procesión de horas y días exactamente iguales, en lo agotado que se sentía cada vez que llegaba del trabajo y su mujer chillaba al descarriado de su hijo menor, o los problemas adolescentes de su hija Patricia, la monotonía marital en su dormitorio y la profunda sensación de resignación y derrota en cada anochecer.
Sentía haber perdido años, tal vez media vida, con algo que no le llenaba, que renegaba de ello. Veía viejas fotos y los antiguos recuerdos de sus juergas de juventud le acudían como un reclamo irreversible de nostalgia. Sus antiguos amigos llevados en su vitalidad por el desenfreno de la noche, aquella chica de cuerpo hermoso, esbelto y cálido que le hacía visitar lugares insospechados, los tiempos en que el mañana no era un problema si no una ilusión lejana, y las realidades se entremezclaba son los sueños, pese a que la realidad siempre supera la mayor de las ficciones. Toda esa melancolía y esa sensación de ver su tiempo restante y vivido como un reloj de arena que se le escurre entre los dedos, implacable, cercándole cada vez más. No era nada de lo que hubiera querido imaginar. Aquella mujer que somnolienta en su colchón no esperaba ya nada del inminente amanecer le recordaba lo prosaica de su vida.

Con un gesto de sublime desasosiego encendió aquel televisor que apenas protestó, pese a lo avanzado de la noche. Entre canales de tele tienda y películas desconocidas se detuvo en una frecuencia rallada con un leve sonido e imágenes distorsionadas que si quiera susurraban en la pantalla algo que no llegó a reconocer. Parecía una cinta española, pero no conocía a aquel actor que rondaba su edad y miraba a una bailarina en una barra americana. Sintió curiosidad por los fotogramas que le trasmitía su aparato y le dio fuerza a un volumen que no pareció notar el aumento.
De la tele vislumbró a aquel hombre que observaba con la mirada partida un triste trozo de carne que se tambaleaba por la barra. Llevaba en sus vestidos el reclamo del sexo de pago y la evidencia del destape. El actor bebía escuetos tragos de una copa que no tenía pinta de ser la primera. La música sonaba intrascendente y su aspecto era el de una víctima de los desmanes y los entresijos del perder. Caminó despacio por aquel local después de depositar un sonrojado billete en la barra. Al salir al exterior, la noche le golpeó con tanta furia que se tuvo que sentar en un banco cercano a un parque. Encendió un cigarro y fumó con la misma desgana la media docena siguientes. De allí se desplazó a un viejo piso donde al parecer vivía solo y consiguió recostarse en un tullido colchón al apartar varias latas y botellas del camino. A la jornada siguiente, el hombre se dirigió a la sucursal donde trabajaba, encogido en un pequeño rincón sin hacer ruido hasta llegar las 7. Vuelta a la calle y a juntarse con un par de lo que se intuían sus amigos y recorrer tascas y bares. Y al llegar de nuevo la noche, antes de perderse por tugurios y alternes, se le veía llorar sentado en su sillón entre el reflejo de la luna atravesando las persianas. Aquel tipo que le ofrecía la pantalla tenía las cualidades de un ser gastado, vagante, corrompido por la certeza de aquellos que afirman los años no perdonan. Triste existencia la de los solitarios y también la de los acomodados inconformistas. Advirtió en ese reflejo a alguien que había seguido la senda de lanzarse a perseguir sus sueños, de evitar el estancamiento, de empeñarse en seguir a esa mujer que no era su adecuada pero que le ofrecía un futuro inconcreto y apasionante. A Isidro no le costó averiguar que ese hombre era él, se había reencontrado en una pantalla con lo que le habría esperado sin la casa y mujer que ahora tanto le angustiaban.
Isidro regresó al dormitorio y miró sonriendo aquella vida que le aguardaba dormida en su lecho de rutina.

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