Nulla dies sine linea

14 febrero 2009

Palidez

Antes de que la oscuridad me obligara a encender mis propios instintos noctámbulos, aún se podía observar desfallecer al sol por el oeste, bañando la parte lateral de la casa con su dorado crepuscular. Amo fervientemente la noche y sus circunstancias, su demarcación que esconde secretos por explorar, la gratitud de la soledad de los saludables vicios domésticos (vibra la nostalgia en el silencio, territorio para la lírica mortecina, para el cine en estado de ensueño y las notas sinuosas y directas a la complicidad de los sentidos), o el transeúnte que dispersa barras y vasos al son de sus pisadas, negando al hálito un mínimo de decoro. Pasados esplendores son lo que encierran esas barras, empecinado en recobrarlas en la memoria y querer volver inútilmente como una playa en otoño.
La voz de mi recuerdo suena gélida y entrecortada cuando se trata de Esperanza. Su mismo nombre me la dio y es a la vez mi propósito.
Pero no hubo hombre conocido que pudiera abordar su personalidad escurridiza y volar su inquebrantable independencia. Esperanza hacía honor a su nombre durante breves días de placer y divinidad, y apenas te habituabas a tenerla cerca, desaparecía de la noche como una bruma matutina.
Ella es un soplo envenenado en las beodas caras de sus seguidores. Es un acicate para los donjuanes de copa y libido, que se encuentran perdidos ante tal atropello a su hombría de cartón.
Esperanza se desliza más que camina, avanza tras su propia sombra anhelando brazos inciertos. Sus señales de vida son escasas, su rutina un misterio, su mirada una dolorosa incertidumbre y su boca una puerta al derrumbe. Persigo un recuerdo porque es la única forma de alcanzar mi tranquilidad, ahuyentar la aprensión hacia las mujeres y sus agravios y alcanzar mi propia libertad mental.
La vi hace dos madrugadas vagando sola por la calle de la imaginación, al descubrir que eran otras formas y otros andares los que confundía con su nombre de volver a encontrarla.
Ahora mi casa es mi noche, la voz de Percy Sledge hace las veces de sus piernas y el onanismo musical y el sufrimiento se compaginan a la perfección en suntuosa desidia.
Qué desolador y soberbio es ver amanecer desde el salón, con un disco rayado ya de tanta neblina.
Amo este dolor, las estrellas palideciendo y su tránsito de mujer fugaz fundido en mi retina.

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