Nulla dies sine linea

23 abril 2014

Pantallazos (3) Hombres



Todos quisimos ser nuestro héroe del cine. Varios de ellos. En mi época era diferente, claro, no había tipos en mallas con superpoderes en tres dimensiones, ni videoconsolas que idiotizaran a los niños. Hacíamos la vida en la calle, jugábamos a los espadachines y corsarios porque habíamos visto a Errol Flynn, y también apretábamos el gatillo de revólveres de plástico como John Wayne, ¡Bang, Bang!, en aquellas interminables tardes de verano donde la infancia no alcanzaba aún un inimaginable crepúsculo y los indios siempre estaban al acecho.
Queríamos aprender a andar y a moverse como Gregory Peck, y los más osados intentaban encarnar una ceja a las niñas, tal y como sabían que hacía Bobby Mitchum; o forzaban la sonrisa de William Holden, el 'Golden Boy'.
Durante mi vida he admirado a muchos modelos de hombre en pantalla, diversos y con sus particularidades, sin poder decantarme por uno solo. Claro que, de manera inapelable, Cary Grant es Cary Grant y luego están todos los demás.
Algunas veces me hubiera gustado ser como el orgulloso y peleón mendigo de El emperador del Norte, que interpreta ese hombre genuino y excepcional que fue Lee Marvin. Otras soy inmaduro y jovial como el gracioso y tierno Marcello Mastroianni de la poética Ojos negros, a pesar de revelarse un cobarde que no se la juega por amor, que finalmente renuncia a la vida que no se atrevió a vivir.
En ocasiones uno desearía tener la frialdad calculadora  del magnate del cine que es Kirk Douglas en Cautivos del mal, con esa capacidad de fascinación incluso entre sus enemistades. O los valores del Joel McCrea de Duelo en la alta sierra, capaz de unirse finalmente con el amigo que lo traicionó, en un tiroteo a la vieja usanza contra el enemigo común, alejando a los chicos para que no lo vean morir.
El orgullo de Dean Martin en Río Bravo, esa tremenda dignidad para hacer frente a sus fantasmas, aunque allí el héroe fuera El Duque, y encima al que Angie Dickinson le tiraba los trastos, con aquellas piernas de infarto.
Tampoco estaba mal la clase de Laurence Olivier en cualquier registro. El coraje de Glenn Ford en Los sobornados me llama la atención, como si fuera yo alguien capaz de enfrentarse a los matones.
Aunque por etapas uno se siente más como el Woody Allen de sus mejores películas, atrapado en una vorágine urbana donde se sucede la vida cultural, el postureo intelectual y las historias de amor con maraña de edificios de fondo. Y somos igualmente insignificantes y en ocasiones ridículos. Encerrados en una peli de Buñuel. Y fantaseamos con conducir como Steve McQqueen en coche por San Francisco, como McQueen la moto...¡qué diablos!, ser como Steve McQueen en cualquier ámbito y lugar, conduciendo cualquier cosa.

Ahora paseo por un supermercado de mi ciudad natal, haciendo la compra rutinaria, arrastro pesadamente el carrito y lo único que me puede ocurrir es encontrarme a ese viejo amor, luciendo embarazo, con el lacerante recuerdo en su mirada y el poso de los años, tal cual la historia de Robin Wright en Nueve vidas. Que no es poca cosa.
Ya no se persiguen sueños que nos despierten en otra realidad. Porque uno ha aprendido a convivir con sus canas, con sus memorias y contradicciones. Con los libros apilados y las fotos antiguas. Los besos perdidos. Con la certeza de todo aquello que ya no será. Y con sus héroes de pantalla.

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