Nulla dies sine linea

11 julio 2014

Sombras



En Canarias casi se ha puesto el sol y aún hay gente en la playa, apurando el sofocante calor que todavía impregna el aire. Un padre, en pie, observa atento, vigilando los chapuzones y saltos de su hija de unos seis años, que corre por la orilla, ajena a todo lo que no sea su mundo que ahora está formando por mar, arena, diversión y riesgo. Yo trato de concentrarme en las páginas de una novela barata, de ésas de no pensar demasiado que entretienen lo justo para pasar el rato y olvidarte de ella en el momento que pasas la última hoja. Ni siquiera la literatura modesta me hace tener la mente ocupada, porque toda ella la llenas tú. De forma inabarcable, para no dejar entrada a nada más.
 Creía que por huir, por irme lejos de mis jornadas conocidas, iba a conseguir desembarazarme del fantasma de tu ausencia. Cómo te echo en falta, Luis, no te imaginas la fase desconcertante que me invadió cuando tú te fuiste. Y eso que desaprobaba tu egoísmo, aquella necesidad de anteponerte a ti a los demás, incluso a tu mujer. Pero ya no podía sufrir la dentellada de la decepción, ya no, porque te conocía demasiado. Estaba tan habituada a ti que todo me era indiferente, más o menos frío y aceptado, primero por inercia y luego por costumbre.
Entonces me parecía bien una rutina de días iguales, esa seguridad que dan los hombres como tú, de los que no esperas grandes acontecimientos ni tampoco intelectos fascinantes, pero saben cuidar lo más básico, son capaces de ofrecerle confort a la mujer más escéptica.
La coherencia de mi vida tenía su médula en tu presencia de olor a tabaco y a la colonia de Reyes. Eras la mejor terapia para ahuyentar mis temores. Me gustaba cuando acariciabas mis mejillas y sonreías de lado, queriéndome en silencio. Qué silencios tan elocuentes los tuyos, tan cargados de sentido. Silencios en el momento oportuno, que significaban una vida anterior aprendiendo a conocerme. Miradas, gestos, ademanes, actitudes…Probablemente mi belleza extraña fuera adquirida gracias a tu forma de mirarme, tan vital y tan necesaria.
Como pude me sobrepuse a los muchos momentos de flaqueza. Me anestesiaba con somníferos y trataba de dormir mucho; cuando duermes, los pensamientos se dispersan. Despierta, siempre recurría a la figura inmensa del cariño que me tenías, a la extrema adoración a la que siempre será tu mujer. Fue el amor por ti el que me mantuvo viva ante la desolación de esos armarios que de pronto se vaciaron, ante la suscripción del periódico que a diario llegaba para nadie, esos pasillos donde ya las pisadas no resonaban al oírte entrar. Qué rabiosa sensación de impotencia invade un cuerpo ante la certeza de la ausencia de otro. Un cuerpo que nunca más transmitirá el amor de los abrazos más sentidos, ni se aferrará a la viveza de las pieles en las noches más frías.

En Canarias se ha puesto el sol y la playa se vacía. Apenas quedan unas figuras lejanas entre las últimas inútiles sombrillas. El bar está cerrado, con la persiana bajada hasta la próxima jornada de ocio y descanso. El padre prudente hace un rato que secó a su hija y se la llevó de la mano, al lugar de la infancia donde los sueños siguen siendo eternos en verano.
No he terminado ni el siguiente capítulo de la novela y está a un lado de mi toalla. Yo sigo sentada, cubierta de sombras; con los pies metidos en la arena, mientras en mi mente tu memoria se niega a hacerse de noche.

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