Nulla dies sine linea

14 marzo 2011

La última puerta

Existen en el mundo amores de todas las clases, pero nunca el mismo amor dos veces.


Las historias siempre suceden a lo largo de la senda del tiempo, que es quien en verdad lima los sentimientos, arroja luz sobre las vidas y plantea otros claroscuros sobre almas y corazones.
Daniel y María fueron lo mejor el uno para el otro durante más de tres años. Tres cálidos julios dejando que la sal del mar se adosara en sus cuerpos y en la piel siempre firme y trémula. Se querían por encima de las dificultades y los temores, más allá de cualquier sociedad y prejuicio, del bien y del mal, de cualquier cosa que se interpusiera entre ellos. Él la miraba como se mira a algo que se debe adorar desde una lejanía respetuosa, escuchando su risa, fijando los ojos en su boca carnosa y suave como una melodía, aquella suavidad de su rostro, lo inmaculado de su figura, las caderas donde perderse, el contorno de su espalda y el olor de la crema que extendía en sus piernas.
El final fue algo impresionante, personas que destruyen tanto en tan poco tiempo. Como un descenso alocado. No fue fácil acostumbrarse a ella, poseía una de esas inteligencias, incalculablemente valiosas y también peligorsas, que se dividen en comportamientos. Representaba una mezcla de sensibilidad y cinismo. Podía ser apasionada y también inquietantemente fría, admirablemente mentirosa. Tenía un conocimiento instintivo y piadoso de las debilidades de hombres y mujeres, por esta circustancia, secretamente se preocupaba mucho de mantener las apariencias. Por eso, renovó un amor de manera equivocada, alargando hasta límites absurdos una relación con un hombre del que no estaba enamorada pero que le era oportuno,  y llegó el día, la invisible frontera, en que comprendió que o rompía inmediatamente con él o aceptaba la responsabilidad de una relación definitva. Daniel no se extrañó cuando, a través de un amigo, se enteró de que María se casaba. Su férrea creencia en el convencionalismo había cedido finalmente, lo mezquino y lo mediocre de esta tierra, rebelando su auténtico carácter para encauzar la vida de manera provechosa aunque vacía, y entraba así en el grupo de mujeres incapaces de sentir emociones verdaderas.
Durante periodos interminentes a lo largo de los años, Daniel intentó imaginar cómo estaría siendo su vida, la dolorosa revelación de que ella nunca es lo que esperas, todos los momentos iguales, todas las noches idénticas, todas las sonrisas fingidas delante de suegras complacidas, esa muerte en vida que la arrastra año tras año al mismo punto del destino y no parece concebir la expectativa de nada nuevo, de algo sorprendente, de un estimulo foráneo que ponga una chispa de emoción a un otoño conocido. Una felicidad en harapos, una princesa sin trono; siempre abrirse de piernas con la misma silenciosa displicencia, siempre complacer aunque la pasión fuera un recuerdo entre las sombras de aquellos lejanos veinte años. Daniel se alegró de no estar allí para verla apagarse poco a poco, para contemplar día tras día el brillo de sus ojos desvaneciédose lentamente, unos ojos que parecían mirar más allá, hacia la oscuridad de la noche, hacia la oscuridad del mundo; y aquella juventud esplendorosa que en su momento la embriagó se convertía en una sombra de lo que fue, atrapada en un matrimonio obtuso y de desesperante apatía, un pasaporte hacia ninguna parte.
Daniel no hubiera podido hacer lo propio con una mujer de la que no estuviera enamorado. Si la hubiera querido, o hubiera fingido quererla, podría haberse casado; pero nunca habría sido capaz de sentir la menor emoción, de ir más allá de las mentiras protocolarias.

Fue en una fiesta de cierto nivel, en la que a Daniel se le escapaba el secreto de la misma, la clave para sentirse cómodo y tranquilo. Aquel ambiente de superficialidad lo impregnaba todo, había algo violento en la atmósfera, un clima de competencia, de inseguridad. Las conversaciones entre mujeres eran vacías y falsamente juveniles o se iban apagando en un clima de recelo. Ella estaba conversando con un pequeño grupo en corrillo. Por primera vez en ocho años la veía, y tomaba consciencia de la existencia pública de ella. Estaba sola, sin su marido esta vez, representando ella a los dos.
No hablaron de nada de sus vidas privadas, se había vuelto esquiva, con esa habilidad para eludir las respuestas que le dan significado oculto a las palabras más insignificantes. Entre ellos estaba el agradecimiento omnipresente, la nostalgia de sus conversaciones, y una inmensa y casi asustada reacción que les empujaba a buscarse, fijando la mirada, gesticulando con los labios y los ojos. Sus ojos claros, bajo la capa de los años, seguían llenos de futuro, como si no acabara de ofrecer la posibilidad de tirar la vida por la borda. Tampoco él había conseguido amar verdaderamente, seguía soltero y en cada relación que trató de comenzar descubría siempre la sombra de María, tan alargada como la del ciprés.
Al acabar la fiesta, con los camareros recogiendo los vasos y platos y los últimos invitados más bebidos apurando sus últimos tragos, Daniel la vio recoger su abrigo y se ofreció a acompañarla hasta casa. Era ya muy tarde, la noche podía ser cómplice de hasta las mejores intenciones. No se pararon a pensar ni siquiera quisieron mirarse demasiado. Apenas la rozaba con el brazo notaba que ella se estremecía.
Era el mismo trayecto que en los viejos tiempos, cuando la noche era joven y eterna, con todo un mundo de ilusiones por delante y ese placer de la belleza radiante entre las luces de la madrugada, el calor del romance, comiendo del fruto prohibido, los atardeceres de vino y rosas.
Todas las resistencias habrían sido inútiles. Era su piso de soltera, aún conservado como una reliquia inmóvil de momentos mejores. Daniel pudo ver que, tímidamente en una esquina, había una pequeña fotografía del último agosto que pasaron juntos. Miraban a la cámara desafiantes, con una sonrisa de seguridad, ocultos bajo gafas de sol y la luz de la tarde otorgando calidez al paisaje. Tenían el pelo mojado y una playa de fina arena quedaba a sus espaldas, como un estío inteminable.
¿Era miedo lo que vivía en su mirada? Mientras se descalzaba y dejaba a un lado los incómodos zapatos, le ofrecía algo para beber, lo mismo de siempre, con un poco más de hielo. No llegó a tocar la copa. Daniel le acarició la mano cuando ella extendió el brazo para ofrecerle el vaso. Sus bocas se encontraron casi sin quererlo. La atrajo hacia sí, murmurando que nunca la había dejado de querer, ella jurando ser de nuevo los dos, mientras él buscaba sin preámbulos los recovecos de su vestido. Entre besos y susurros, prometiéndose, volviendo a base de pasión desenfrenada a aquel tiempo anterior, como cuando uno vuelve a leer una historia trágica con la insolente esperanza de que termina de otra manera, así volvían aquella noche, apretando los cuerpos, acariciándose con desenfreno. Podía abrazarla hasta que le dolieran los músculos. Su deseo volvía a crearla, perdía los rasgos de la nueva María y era otra vez la chica que se entregaba al amor con naturalidad, que hacía de ese acto algo normal, unida a su corazón en místico matrimonio. Daniel intentaba desesperadamente atrasar el reloj, volver a una noche hacía ocho años, con algo menos de celos y algo más de amor, el respeto y la admiración que tanto les animaba y esa certeza de que el amor no existe sin estremecimiento. Y fue el amanecer de nuevo para ellos, hasta que sin saberlo se durmieron, más cerca que nunca, tan cerca como siempre.

Él despertó pronto. Era aproximadamente el mediodía. Miraba su espalda desnuda, ella reposando boca abajo sobre las sábanas, que le cubrían hasta la cintura. Podía sentir el ligero movimiento de su respiración. En un lado de la mesita había una foto de bodas, ella con su marido. Se vistó en silencio, procurando no hacer demasiado ruido. Con pasos suaves se diriguió a la puerta, no se volvió hacia ella, que continuaba plácidamente dormida, y salió cerrándola tras de si por última vez con un pequeño golpe, y sintiéndose extrañamente vacío.
Habían estado allí donde la vida floreció, había vuelto a ver, a través de los ojos de María, los colores de otro tiempo; pero ahora se desvanecían en el tapiz gris del pasado. Durante la noche, por un momento, por un pequeño y casi imperceptible instante mientras la besaba, comprendió que aunque buscaran durante toda la eternidad nunca encontrarían aquel verano perdido.

3 comentarios:

Clementine dijo...

Tienes una manera de escribir que estremece. No pude despegarme de la historia ni un sólo momento, y con el final se me ha saltado una lágrima..
El pasado siempre será el pasado y por mucho que el presente lo simule nada será lo mismo.
Ais, escribe más!

Anónimo dijo...

El pasado es lo único que es verdaderamente nuestro.

Roberto GRANDA dijo...

Las rupturas son desordenadas, confusas, fragmentarias e inconexas, pero con el paso del tiempo los hechos se ordenan apaciblemente en el molde del pasado, y te permite ver las cosas desde una perspectiva para no volver a cometer los mismos errores.
En el caso de los hombres, puedes decir perfectamente quiénes saldrán adelante, no sólo por sus éxitos inmediatos, sino por la manera en que sobreviven a sus fracasos.
Por cierto, no quiero más anónimos.