Nulla dies sine linea

07 abril 2009

Sobreviven

Pasaron cinco años hasta que Carmen se acostumbró a lidiar con el miedo al sonido del silencio. Un sonido atronador que siempre acompaña a los que se sienten en su rol coqueteando con el destierro. Ese miedo que aborda en los tiempos muertos del día, en el espacio que separa la cena del sueño o la tarde del crepúsculo. Supo arreglárselas en el arte de rellenar huecos, y esos huecos eran a menudo volcados en paseos mentales, cuerpo en movimiento, vacío existencial que cubría como más o menos podía.
El miedo al sonido del silencio, estando conectados televisión y música, el silencio que habita en la memoria mientras el pasado sigue significando plenitud. Evitaba por todos los medios esos puntos vacíos, aunque fuera encendiendo y viendo nada en la bien llamada caja tonta, ojeando revistas inservibles de vidas de cartón.
Un tiempo que repiquetea vacilante en las rejillas de la puerta, en paredes de las que surgen voces lejanas de pisos contiguos, de viento fresco de otoños que vuelven a existencias quemadas. Ya había dejado atrás la época en la que creía que madurar era mudar continuamente de ilusiones, y se estancó en la única que le dio forma y carácter a su vida. El eco de la mirada de Rafa aún perduraba palpable en cada estancia, y casi se podía sentir, de igual forma que se siente una presencia silenciosa en la noche sin saber el motivo. En el mejor de los casos lo consideraba una dura prueba que se imponía para renacer lejos de esas evocaciones muertas.
Si el silencio es amortiguado—a modo de colchón—con botellas de brandy mediocre al apagarse las luces del día, entonces la sensación de irrealidad la mantiene como un bálsamo. Tenía mucha experiencia en la bebida sin calor, pero siempre recuperaba la sensación de que surcaba un territorio inexplorado de materia virgen, como si cada copa, cada noche, le mostrara formas distintas de interpretar su propia soledad, con la emoción de un niño que da sus primeros pasos.
No tener a nadie a quién recordar es una mala sensación, echar de menos a alguien es una mala costumbre, que se agrava con los años. Y entre la maraña de recuerdos que crujen y se entrelazan con el silencio haciendo de su mente un hervidero en depresión, existen aquellos que permanecen bajo llave, lejos de cualquier reminiscencia alcohólica o espacios de tiempos vacíos, a buen recaudo en su corazón, a salvo de ningún sonido. Carmen los conoce porque ni siquiera los rememora para que no se estropeen ni se marchiten. Y no duelen pues son hermosos más allá de las penas. Son los momentos que sobreviven a lustros de soledad.