Nulla dies sine linea

28 septiembre 2013

Tiempo



Él dio un trago al licor, que le trajo inmediatamente recuerdos de antaño. Rememoraciones pasadas. Demasiadas noches y demasiadas madrugadas que albergaban anécdotas, algunas peligrosas, mezcladas con recuerdos nebulosos.
No sabe bien por qué pidió eso, tal vez tuviera que ver con la ocasión, con el reencuentro con la juventud lejana que regresaba en forma de mujer. Pero ni su estómago ni su temple eran los de antes. Eran muchos años ya retirado de ese tipo de vasos que albergaban bebidas espirituosas.
Miró el reloj de muñeca, y siguió aguardando. Era como si aquel largo paréntesis de su vida de más de veinte años fuera a tener el cierre allí mismo, aquella tarde y en aquel bar cafetería.
Se observaba los zapatos lustrosos (no le había ido mal, pese a todo) y estaba con la cabeza agachada cuando notó una presencia cerca, y el olor intenso de un caro perfume de mujer. Entonces alzó la vista y ahí estaba ella, de pie, pero ya iniciaba el movimiento para sentarse en la silla. La contempló en silencio, tratando de esbozar una media sonrisa que se le congelaba en los labios. Aún se podía adivinar en su rostro los restos de aquella antigua belleza asombrosa, pero las motas de vejez habían ganado la partida al tiempo, y los surcos de arrugas se acumulaban en torno a los ojos y a los labios, disimulados bajo el maquillaje. También su pelo era ahora de un tono más gris, a pesar del tinte. Pero era indudable que era ella. No había suficientes décadas para hacer que fuese irreconocible ante sus ojos.
—¿Llego tarde?—preguntó ella, moviendo una pulsera de plata.
"Sólo veinticuatro años", pensó, pero en cambio sonrió levemente, negando con la cabeza.
Ella guardó silencio, observándolo. Analizándolo, se podría decir. Para él tampoco los años habían pasado en balde. Desprovisto del aniñado rostro juvenil, era un cincuentón que peinaba canas en un cabello que se había aclarado y el cuerpo ya no tenía la gallardía física de antaño.
—Se te ve bien. Eres...eres tú, está claro. Un poco mayor.
—Querrás decir más viejo—apostilla él.
—Los dos lo somos.
Volvió a dar un sorbo a su whisky y realizó un gesto de desaprobación.
—Te veo estupendo, no sé. El atractivo de la madurez.
Él sonrió, modesto, y un brillo se le denotaba en los ojos
—Si supieras cómo me mirabas...
Ella ríe entonces, y durante ese instante, entre esa risa volvió a ser la mujer que recordaba, y parecía haber perdido los años de más, para regresar al tiempo aquél en que fue joven y estaba llena de vida a punto de marchitar.
—Eras guapísimo, cabrito.
Se miran de cerca. Con intensidad tranquila. Como una reminiscencia de otros tiempos, a él le vinieron imágenes y pensó en la piel de ella cuando olía a juventud y a sexo, en sus regresos a casa aún impregnado de su olor, en la esbelta figura juvenil de carnes firmes y redondeadas, el bellísimo cuerpo desnudo boca abajo entre las sábanas revueltas; y en todos los presagios que le indicaban que la perdería para siempre.
La mujer tomó el vaso del refresco que había pedido, y pudo observar que en sus manos con arrugas también se apreciaban los estragos del tiempo.
—¿Dónde está él?
Ella le miró seria, como remarcando así lo retórico de su pregunta.
—Sabes de sobra donde está. Lo supiste desde siempre. Me conocías lo suficiente, y eso me aterraba.
—Nunca quise tener la razón en ese aspecto.
—Pero la tuviste, y yo también sabía que la tendrías.
A él no le interesaba ese reconocimiento casi póstumo, ahora que era tan inservible y tan inútil.
—A veces no tienes otra opción que aferrarte a lo que te queda. Por el bien tuyo...—hizo una pausa.— Y de todo el mundo.
—¿Y ahora qué queda del resto del mundo? ¿Acaso estuvieron contigo, acaso pensaste en ellos para decidir tu divorcio?
Pero se arrepintió de ser tan incisivo. No deseaba desenterrar viejos hachas de guerra.
Ella le miró con una mueca de disgusto, mientras torcía la cabeza hacia otro lado.
—Lo que quiero decir es que para las personas como yo, el amor lo es todo, el motor que hace moverse la existencia. Pero para otras personas, no es lo principal, sólo un factor secundario, un medio para ciertas metas, una pieza más en el tablero de la vida, que jugada bien, puede hacerte ganar o perder la partida.
Y él lo explica sin permitir que aflore un poco del antiguo rencor. No hay aspereza en el tono, sino una certeza fría. Objetiva. Todo cuanto ha dicho es cierto, por otra parte. Y sabe que ella lo sabe.
Una vez limado aquel asunto, conversaron largo rato, riendo alguna vez, reconociendo ambos la antigua complicidad, la química que una vez albergaron, como si un café o un silencio fuera suficientes para sentirse a gusto el uno al lado del otro. Por un momento parecía bella de nuevo.
En ciertos aspectos seguían siendo aquellos chicos, sólo que con más vida desperdigada por el camino. Algunos hijos, algunos matrimonios fracasados.

El hombre hizo un gesto para atender la atención del camarero, pero no pareció verle, y se levantó para ir a pagar las bebidas. Fue hacia la barra metiendo la mano en el bolsillo del pantalón y calculando posibilidades. Sabía que si le pedía que se fuera con él, accedería. Pero sus cuerpos ya no eran los de entonces, y el pudor podría ser demasiado grande. No sabrían cómo abordarse sin ropa. Además, desconocía cómo reaccionarían sus sentidos. Entonces se giró a mirarla. De espaldas era igual que siempre, sólo que con ropa un poco más cara y más sobria.
Entonces pensó en sus noches en vela, en el sufrimiento que le había reconcomido el alma tanto tiempo atrás, y las sensaciones: rabia. Humillación. Vergüenza. Recordó la frialdad amoral que ella albergaba en el pasado, en sus dobles juegos. Sabía que iba a fracasar. Nunca pensó que tardaría tanto, pero finalmente ahí estaba. Lo había llamado y quería un encuentro. Verse. ¿Era realmente necesario? pero había aceptado a la cita, como respondiendo a profundos sentimientos románticos del pasado. Tal vez ella confíaba en sus debilidades.
Sin embargo, aún estaba a tiempo de salir de todo ello con un poco de dignidad. ¿Cuántas veces tenía uno en la vida la oportunidad de salvaguardar su honor? ¿De no darle a una mujer la última palabra? Pocas cosas merecen más la pena como la honra hacia uno mismo y hacia el hombre que alguna vez fue.
Él, sin decir nada más, y sin que ella se volviera, dio media vuelta, y se movió hacia la puerta del local, saliendo por ella. En la calle, siguió hacia abajo caminando, sin volver en ningún momento la vista atrás.

1 comentario:

Unknown dijo...

Curioso el tiempo que todo lo cura o mata lentamente y al final siempre tiene la ultima palabra...
Bonito relato, que me hace preguntarme: ¿Qué es mas fuerte, el amor o el orgullo?
Creo que por esta vez, amor 0 - orgullo 1