Nulla dies sine linea

26 septiembre 2013

Desayunos



Como cada mañana él entró en la cafetería de costumbre, se sentó en el taburete, se arregló la camisa con los movimientos habituales y buscó con la mirada, aún cansada y somnolienta, al joven camarero al que con un gesto de la cabeza le indicó que tomaría lo de siempre.
Y como cada mañana ella también estaba allí, en una de las mesas del fondo, sola, revisando la prensa del día y tomando un café con leche y unas tostadas.
De vez en cuando alzaba la mirada, y la paseaba indiferente por el local, para volver a ensimismarse en su lectura. A él le gustaba cuando, después de un sorbo de la taza, rozaba levemente la punta de la lengua por entre los labios, y luego se los secaba con la servilleta.
La había visto durante todas las mañanas, mientras él tomaba una cerveza o un café con un croissant. Y de entre todos los clientes del local, y también de afuera, del trajín de idas y venidas en la hora punta en que bulle Madrid, aquella era la mejor visión para empezar el día. La más serena y la más bella.
Trataba de disimular su admiración, y mirarla en la clandestinidad, aunque a veces le asaltaba un cupable sentimiento de vouyer escondido.
La mujer tenía los pómulos pronunciados, el contorno de los labios ligeramente marcado, maquillada de manera sobria, sin abusar de los condimentos, dejando su melena negra caer sobre los hombros u otros días recogida en una coleta, y repasaba las líneas con unos profundos ojos oscuros, que quién sabe qué insoslayables secretos guardaban. Las manos eran pequeñas y delicadas, y sostenían la taza con sumo cuidado.
Había aprendido a memorizar esa rutina. De entre todos los locales y cafeterías, ella elegía ése, y desde que la vio el primer día, siempre repitió el ritual, el mismo bar, la misma hora, el mismo café caliente y la misma servilleta limpiando su boquita en forma de corazón, que parecían insinuar sugerentes movimientos, algo que habitaba en su cabeza.
Ella se percataba de que otros clientes la miraban, discretamente, entre curiosos y fascinados, y eso le hacía sonreír interiormente. Una mujer así estaba tranquilamente al margen de aquello. Tal vez, en otras circunstancias, a otra hora del día (de la noche) y en otro tipo de local, hubiera recibido comentarios impertinentes y burdos intentos de ligoteo por los machos alfas de la madrugada. No era ya una jovencita, pero conservaba esa femenidad de las mujeres entradas en la treintena que han aprendido a llevarse razonablemente bien con la vida, y tiene en esa década el apogeo de su belleza, su madurez serena y su sexualidad.

Casi exactamente a la misma hora de siempre, él terminó su desayuno y pagó, dejando una pequeña propina al camarero, y se dirigía a la puerta de la cafetería; no sin antes echar una última ojeada a la mujer, que seguía a lo suyo.
Y se sentía reconfortado por dentro. Hacía sólo unos minutos que la había dejado sobre las sábanas, como cada noche. Estar ahí, sabiendo que era suya, le proporcionaba una extraña satisfacción. Había seguido ese ritual desde un primer día que jugaron a no saludarse, y desde entonces así habia sido, ignorándose, como un acuerdo tácito. Y al llegar la tarde la arremetía con ansia desnudándose mutuamente con juvenil frenesí, renovando cada día la pasión de aquella unión.
Y mientras daba la espalda al bar y salía al tráfico de la ciudad, pensaba que cosas así justificaban los errores del pasado, las traiciones, los pasos en falso. Justificaban incluso una existencia, y entonces pensaba que tal vez Bukowski no tenía razón, y ese viejo borracho estaba equivocado; pues era probable que la vida no girara sobre un eje podrido.

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