Nulla dies sine linea

07 octubre 2008

Pósters

María pensaba de pequeña que los hombres eran como los pósters que colgaban de la pared de su habitación: perfectos, hieráticos, divinos, adorables, sin un solo surco en el rostro y en el carácter. Para ella el hombre que la esperaba en algún lugar en el exterior sería como su padre, al que idolatraba y encontraba en él la figura masculina perfecta, tan parecido a las estrellas del cine que veían juntos, Bogart, Cary Grant, tan elegantes, tan guapos, tan románticos…deseaba crecer para ser digna de algún galán semejante, de unos ojos como el Brad Pitt de la cabecera de su cama, de un misterio como el de Robert Mitchum. Le costó tres te quiero y cuatro despedidas comprender que el cine imita a la vida, o la vida tal vez imite al cine, pero es solo eso: una mera imitación, papel cartón de lo que esperaba fuera material inoxidable, una mentira que los actores y los pósters habían disfrazado; ellos eran también culpables de su inocencia arrebatada, de la verdad camuflada, de la estrella perdida.
No existía aquel que decía frases memorables a la luz de un piano, ni el trajeado y diplomático que hacía reír con una frase ingeniosa y moría por recibir la sonrisa de una dama, ni un breve encuentro en un tren con el hombre de tus sueños, ni el último recuerdo de París en algún refugio africano, ni nadie que fotografiara puentes como una señal de la distancia que les separaba y a la vez les unía, siendo consciente de las certezas de la vida.A ella su última certeza se le había ido con una compañera del trabajo seis años menor. Solo lamentó su ingenuidad, su falta de visión, sus pájaros en la cabeza. Pero había vivido y amado a su manera y de eso no se arrepentía.
Su padre le decía que eso le pasaba porque estaba en edad de creer en el amor. Ella comprendió que él cree en su familia, en su trabajo, en sus seres queridos, pero descubrió que el amor se había marchado sin avisar cuando advirtió que los últimos 10 años de su matrimonio habían sido exactamente iguales a los 10 anteriores. El amor es solo una ilusión que nos acompaña hasta que aposentamos nuestra vida, hasta que notas que el camino que te separa del final es más corto que los años recorridos.
María ha dejado de creer en los hombres perfectos. Ha adoptado una actitud inteligente, ahora vive con un tipo simple, pero que la quiere y la trata excelentemente, un empresario que hace su casa y su vida normal y agradable, un don nadie del parquet de la bolsa que está forrado de millones y ausente de carácter, de genio. No se le puede poner ninguna pega. Tampoco quitársela; lo que ella aprende con él es infinitamente menor que lo que algún día llegó a aprender con su padre, con alguno de esos chicos que creía perfectos, y no lo eran, pero le enseñaron algunas de las cosas que guarda en su alma. Desde el porche de su bonita y gran casa respira tranquila su confortabilidad, pero aún puede sentir los días de desengaños y sufrimientos, de estrellas de cine y galanes disfrazados, de morder la vida con tanta pasión e incertidumbre que notabas que su sangre te llenaba de vitalidad, de emoción. Puede contemplar la sombra de lo que fue, los momentos en los que el corazón todavía le daba un vuelco con un beso; y aún puede ver el esplendor en la hierba.

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