Nulla dies sine linea

16 noviembre 2007

Una y otra vez

Me gustaba esa maldita chica, no era una cosa despampanante como el putón al que había estado atado dos años, pero me agradaba la forma en que nos tratabamos. Entendía y respetaba todos mis gustos, incluso las debilidades alcohólicas, con la única condicción de que no apareciera chispado cuando quedara con ella. Siempre tan dulce, siempre tan moderada...un tiempo atrás eso llegaría a cansarme, a agobiarme la rutina, pero la forma de agarrar mi mano me hacía ver que ella sabía exactamente lo que yo era. No pertenezco a lo que se podría llamar un chaval corriente, más bien un lobo solitario con un montón de amigos, una persona sociable que podía perfectamente ir sola al cine, o pasarse días enteros encerrado en casa sin otra compañia que un libro; un carismático y conocido tipo al que nadie conocía, y tenía la certeza que ella estaba comenzando a hacerlo.
No eramos una pareja. Compartíamos la soledad. Nos Llenabamos mutuamente los huecos de una existencia que reclamaba un oído que escuchara cada voraz de nuestros sueños, y cada contradicción de ambas personalidades se resolvía con un argumento y una sonrisa.
Y ahora la acompañaría a su casa antes de meterme en la propia. Antes de dejarme amanecer por un tiroteo de Anthony Mann, sin besos cuando empieze el mismo. Pero pasó algo que me enseñó a respetar aún más a la chica que tenía a mi lado, y aprendí una lección importante sobre el trato a las personas que decimos querer.

Paseaba con la compañía de una ligera chaqueta desafiando el frío otoñal, mientras los árboles lloraban hojas vencidas y resginadas a una caída silenciosa tras perder el color y la vida.
Hoy nos retirabamos antes que nunca. Realmente cansados, no estaba para mucha fiesta. La nariz de ella se estaba tornando rosacea y le pasé la mano por la cintura atrayéndola hacia mí y transmitiéndole calor.
La madrugada se cortaba en tiras de baho, a la luz amarillenta de nítidas farolas, mudas como los cohes que ya no circulaban por su calle. Silencio en la ciudad, rasgado por las voces cercanas que surcaban el aire en reproches incandescentes. Una pareja se chillaba parada en mitad de la acera. El chico parecía realmente cabreado. Enfurecido más bien, montado en cólera con una inocente muchacha de frágil apariencia que cabizbaja aguantaba el chaparrón del energúmeno.
Nosotros contemplábamos desde el otro lado de la carretera. Luego con un gesto de absoluto desprecio se dió media vuelta y la dejó plantada en mitad de una nada amparada por la complicidad de las aceras y edificios que la cercaban.
No imaginaba que ese ajeno incidente iba derivar en una conversación trascendental entre ella y yo.
-Cómo permitirá que la trate así- el susurro afirmaba más que preguntaba.
-Pues porque lo querrá- apuntillé convencido.
Ella torció la cabeza y me miró directamente a los ojos. Su semblante se había puesto serio, adoraba eso, cuando su gesto indicaba que iba hablar de algo importante con franqueza.
-Eso es el argumento de siempre. Pero hay algo que está por encima. El amor es fugaz, pero el orgullo es de uno, y por mucho que lo quiera, no debería consentir que ningún asqueroso le haga tal cosa.
Quedé unos segundos callado entre la verdad de sus palabras y la admiración que sentía hacia la persona que las había pronunciado. Pese a todo, yo opinaba ligeramente distinto:
-Pero puede que solo sea esta vez. Seguro que hay un montón de buenos momentos que compensan todo eso, no siempre será así, ¡¡digo yo!! el orgullo, el honor...cuantas vidas ha destrozado, cuantas fracturas por no saber pedir perdón o recibirlo, a veces hay que tragar con cosas y tirar palante por las personas que te importan.
-Si lo hace una vez, volverá a hacerlo. Tolerar la primera asegura que vendrán las demás. Debería imponerse, también tenemos dignidad. Si la humilla y le deja que lo haga, más se humilla a ella personalmente, ¿y que hay más importante que uno propio? Puede que le quiera, pero antes debería aprender a quererse a ella misma.
Intenté salir al paso con un comentario moderador:
-Seguro que si vuelve a pasar algo parecido no se lo consentirá.- me apresuré a decir incautamente.
Ella alzó las cejas y se inclinó levemente. No parecía muy convencida.
-¿Tu crees?- negó con la cabeza- las mujeres a veces somos tontas.

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