Nulla dies sine linea

19 julio 2012

Compromiso





Estaba a punto de llegar a la cumbre de su vida. Aquel chico sonreía con una felicidad exuberante, delante de todos aquellos invitados. Era el sobrino de su marido, y Adriana observaba la escena con una copa en la mano, dentro de aquel suntuoso salón decorado y arreglado para la ocasión.
Iban a anunciar, él y su guapísima novia Cristina, su compromiso inminente. Y allí estaban congregados familiares y amigos, dispuestos a felicitar a la joven pareja y desearles buena nueva en su futuro matrimonio.  Las sombras del vestido de Cristina insinuaban unas piernas largas y rectas. Conseguía estremecer al chico como nadie lo había hecho nunca. Ella era más bien alta, rubia y orgullosa, y Fran era desproporcionadamente bajo, moreno y tenaz. Él la miraba ensimismado mientras hablaban.
Anunciaron en público su compromiso ante los aplausos de los asistentes. En un arranque sentimental, Fran le dijo lo preciosa que era, "Aquela preciosidad que conocí en Madrid", fue la frase que utilizó para describir los primeros encuentros. "A la semana ya me pidió que me casara con él, aunque nunca me había besado", añadió ella. Aquella proposición medio en broma al poco de conocerla era típico en la personalidad del chico, un soñador con los pies en la tierra que sabe reconocer una oportunidad única en la vida.

Todo aquello tal vez fue demasiado para Adriana. Lo empalagoso, el romanticismo, la felicidad desbordada. Discretamente buscó la puerta del servicio. Cerró con pestillo y se sentó sobre la tapa, sin levantarla. Con las manos sobre el rostro rompió a llorar silenciosamente.
No podía explicarlo. Aquella pareja, le pedida...le recordaba tanto a ella...veinte años atrás era también una chica espléndida llena de ilusiones. Con toda la vida por delante. Pero aquella vida se había ido apagando como el natural mecanismo de una vela. Y ese derroche de felicidad que acababa de contemplar le hizo recordar lo mucho que echaba de menos el amor. No el tolerarse entre semana y hacerlo los sábados después de la cena, si no el amor de verdad, el que te recorre de arriba abajo como el fuego incandescente de un rayo, en la cresta rabiosa de una pasión.
Todo, o al menos lo más importante, se había ido consumiendo con la edad. Llegó a dudar acaso si estaba enamorada en el momento de casarse, cuando todo le parecía tan perfecto; se las había arreglado para labrarse un futuro sobre cimientos sólidos y nadie tenía una mala palabra hacia su esposo.
Luego, poco a poco, inició un camino hacia la soledad de su alma. O ese día que su mejor amiga le dijo un comentario después de una reunión con amigas, todas casadas, todas felizmente estúpidas: "Deberían darse cuenta de lo solas que estamos".
Su marido, el tío de Fran, era un encanto de hombre. Pero puede que a veces eso no sea suficiente. Paulatinamente fue descubriendo una verdad a través de su dolor: Año tras año Adriana se le había ido escapando sin que él lo supiera.
Un aura de acabamiento y caducidad impregnaba el matrimonio. Pero no iba a admitir ahora que lo que un día inició había sido un fracaso. No estaba dispuesta a asumirlo delante de sus padres, de los de él, de los amigos cercanos y los amigos en común. Aguantaría hasta el final porque así estaba escrito y así lo decidió en su momento. En la vida tenemos la capacidad de tomar nuestras propias decisiones, y muchas veces no puedes culpar a nadie del camino que has elegido.
Empezó a asquearse ante la demostración de feliz unión que había presenciado. Tal vez ella no tendría el amor, pero su marido nunca la había fallado, y por eso estaría con él, siendo, además, una buena compañera. Y es que también recordaba una frase de su mejor amiga: "Los hombres inteligentes terminarán huyendo de las mujeres decorativas".
Y así, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, trató de incorporarse y salir de aquel cuarto de baño y, como un barco que se va alejando en la noche mientras lo miras desde el puerto, se adentró suavemente en las tinieblas del futuro.

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